CAPÍTULO 21

Resolviendo anomalías

Aún faltaba una hora para que se hiciese de noche. Era tiempo suficiente para revisar de nuevo el lugar donde apareció el cuerpo de Leroux buscando algo que no sabía ni para qué podría servir. Fuimos colocando estacas en los lugares donde supuestamente estaban las manchas de sangre, intentando reconstruir la escena del día que encontraron el cuerpo en aquel lugar. Ya teníamos localizados los puntos en los que aparecieron los restos de sangre, aún quedaba algo, eso nos ayudó. Luego situamos otra estaca verticalmente, dónde encontraron el cuerpo, a unos quince metros que calculamos a pasos. Fuimos buscando alrededor el supuesto alambre o restos de una alambrada, no fue difícil, allí estaban trozos de una antigua cerca metálica que debía haber rodeado aquello en otro tiempo. Nos situamos en ella dando por supuesto que fue allí donde se incrustó en el tobillo y rasgó el calcetín, y luego se enganchó arrancando el zapato de Leroux. Nuestra hipótesis era que si se lo había arrancado allí tenía que estar por los alrededores a no ser que el presunto asesino se lo hubiese llevado. Allí no había nada, ni en los alrededores.

—Cabe otra posibilidad —aseguró Martín.

—¿Cuál? —estaba expectante por oírle.

—A lo mejor, con las prisas, no lo recogió y simplemente lo lanzó a otro lugar.

Martín se colocó en el lugar de los restos de la alambrada y quitándose un zapato lo fue arrojando alrededor de él, como si estuviese en el centro de una circunferencia. Yo iba a husmear alrededor de donde caía el zapato y se lo devolvía para que lo volviese a arrojar hacia otro lugar. Íbamos a abandonar esa estúpida práctica cuando se me ocurrió mirar detrás de un pequeño arbusto, y allí estaba. Grité de entusiasmo a Martín de que se acercase. Allí estaba el zapato, reforzando otra visión de aquellas manchas distinta de la que tenía el comisario López. Después de sacar unas fotos del lugar donde estaba el mocasín, lo cogimos con un bolígrafo por su parte de atrás, para evitar borrar las huellas si es que tenía y lo llevamos hasta el coche, donde Martín sacó una bolsa y lo introdujo en ella. Todo aquello me entusiasmaba, me ilusionaba saber que estábamos detrás de un presunto asesino que si no fuese por ese rollo de Martín de las anomalías a lo mejor se hubiese quedado sin castigo.

Nos dirigimos hacia el despacho de López, era tarde, pero todavía estaba en su despacho, muchas horas hacía ese hombre, pensé. Martín quería hacerle partícipe del descubrimiento, pero siempre hacía lo mismo, le informaba dejando un as en la manga. El zapato introducido en la bolsa precintada quedó en la mesa de López para que lo remitiese al laboratorio por si sacaban alguna huella. Aquello había desconcertado al comisario, él estaba seguro de que tenía todo resuelto. Otra visión del asunto aparecía ante sus ojos, era el pase de la visión de las famosas manchas, la imagen de la anciana desaparecía y surgía despacio la imagen de la joven. Empezaba a ser posible otra visión del asunto, aunque él se negara a admitirlo.

—Martín, no creas que esto me hace cambiar toda mi opinión. Es posible que nos mintieran en algo y no nos dijeran que cuando Leroux se levantó y andaba deambulando lo volvieron a encontrar y lo remataron. Pueden estar mintiendo, pues de acusarles de lesiones con resultado de muerte pasaríamos a acusarles de asesinato, un puro y simple asesinato.

—Es posible Miguel —dijo Martín pensativo—, pero estarás conmigo en que esto abre otra vía de investigación que hasta ahora no creíamos que existiese.

—Mira Simón, aunque mañana los del laboratorio nos digan que las huellas de sangre de la cabina son de Leroux y la telefónica nos asegure que él efectuó una llamada desde ella a alguien, no nos sirven de nada como no tengamos algo más. Seguirá siendo válido lo que te digo: esos lo omitieron para que les sirviera de atenuante.

—Ya lo sé Miguel, nos hace falta un «experimento crucial» —ya estaba Martín con su jerga con la que yo estaba poco familiarizado—. Pero tal vez te lo pueda proporcionar yo. Espera un poco, ahora vuelvo.

López quedó algo confundido ante el comentario de Martín y, mientras éste salía de su despacho, aprovechó para llamar a los del laboratorio para que recogieran el zapato y se lo llevasen para buscar huellas o restos de cualquier tipo que fuesen útiles para resolver aquel asunto. Quedé a solas con López, me sentía violento con él, aún no nos teníamos la suficiente confianza.

—Siéntate —me dijo, como intentando romper el hielo—, no te quedes de pie. Simón puede tardar.

—Si ha ido al coche, estará de vuelta dentro de poco, pues lo dejó aparcado enfrente de la comisaría.

—¿Sabes qué ha ido a buscar?

—No tengo ni idea —mi rotundidad le causó gracia.

—La verdad es que cuando Simón quiere ser misterioso lo consigue —aseveró mientras esgrimía una sonrisa.

—Lleva tres días con la obsesión de la muerte de Leroux, y con esas dichosas anomalías que encuentra en todas partes —me incliné hacia atrás en el sillón como reflexionando sobre lo que iba a decir a continuación—. No le entiendo, con lo fácil que es verlo todo tal y como usted lo explica.

—Da igual lo que tú y yo opinemos, si algo le ronda por la cabeza no parará hasta que tenga una explicación completa para él.

—Pero, si todo está muy claro, esos cuatro han confesado, ya está, no hay nada que seguir buscando.

—Seguirá buscando, te lo aseguro.

Martín hizo su aparición un minuto después y venía con una bolsa en la mano que antes la había visto en su maletero. La colocó encima de la mesa de López y sentenció:

—¿No querías un «experimento crucial»? Me da miedo decírtelo, pero aquí dentro creo que lo encontrarás.

—¿Has estado ocultándome pruebas? —dijo López mientras abría la bolsa y miraba su interior.

—No, Miguel, tenía la esperanza de que no fuese cierto pero la esperanza se me ha terminado.

—Lo mandaré al laboratorio —dijo López de mala gana—. Mañana tendremos el resultado de tú «experimento crucial». Espero que esto no nos complique el asunto.

No sabía que contenía la bolsa, ni entendía el lenguaje particular que estaban utilizando los dos. Dejamos a López en su despacho con expresión de desconcierto y aquella bolsa encima de su mesa. Caminamos hacia el coche en silencio. No me atreví a preguntar a Martín por el contenido de la bolsa, su expresión no era la más favorable para el diálogo; preferí estar callado. Me dejó en jefatura; él fue a su despacho, que es dónde parecía que vivía desde hacía unos días, rodeado de cintas de vídeo y láminas con manchas. Caminé despacio hacia una boca de metro; eran casi las diez y había quedado a cenar con mi tío Ángel. Intenté no volver a pensar en todo aquello; no le encontraba explicación; me faltaban datos para el análisis, es más, en aquel momento pensé que le faltaban datos a Martín y, más aún, a López. En todo aquel asunto yo sólo era un testigo muy bien informado, pero no era el actor principal, ni siquiera uno secundario.

Llegué al hotel hacia las diez y cuarto. Fui directamente hasta la cafetería; mi tío estaría allí, casi seguro, pensé, conversando con el camarero o la camarera, él nunca había tenido problemas para entablar conversación con nadie, y mucho menos con los que le pusieran un buen vino. No me equivoqué, allí estaba esperándome, charlando con el camarero sobre la situación laboral de la hostelería, que al parecer también dominaba y conocía a la perfección.

—Hola, guaje —me espetó antes de que me diera tiempo a saludarle—. ¿Qué tal el día?

—Bastante duro, demasiado.

—Vaya, lo siento. Si te parece nos sentamos, vamos pidiendo la cena y me lo cuentas, si es que eso te sirve para desahogarte.

Escogió la mesa redonda. Era demasiado grande para dos personas, pero el camarero nos lo permitió; mi tío le había caído bien y eso le daba la posibilidad de sentarse donde le apeteciese. Mientras nos iban sirviendo la cena, le fui contando lo que había ocurrido durante el día. Me explayé con el asunto del teniente coronel Alaiz y el enfrentamiento que tuvieron Martín y él.

—No sé quién es ese teniente coronel —me dijo— pero te puedo asegurar que alguien que dice que soy un tipo peligroso no será nada más que un dinosaurio de esos que a veces la historia saca a la faz de la tierra desde las alcantarillas, cuando las bestias del fascismo necesitan sangre.

—Él ya está a la luz, date cuenta que es uno de los mandos del servicio secreto.

—Tienes razón, este gobierno está posibilitando que las bestias negras surjan por doquier, se están apoderando de los resortes del poder. Estamos ante una democracia vigilada y todos los que estamos en contra somos sospechosos, sus enemigos. Recuerda lo que te digo guaje dentro de unos años todos los que nos opongamos a ellos seremos enemigos que nos irán exterminando poco a poco. Nos convertirán en criminales a todos: por respirar su aire; por hablar mal de ellos; por no bailar su son; por no tocar su melodía; por atrevernos a soñar con la utopía.

—Pero ¿cómo se atreven a ir introduciendo topos entre universitarios pacifistas que lo máximo que han hecho es rebelarse contra las normas de sus padres y acudir a manifestaciones pacíficas? —dije esperando una respuesta de esas tan particulares de mi tío.

—Se atreven a todo Héctor. A todo. Ellos son los amos del mundo. Cualquier movimiento de oposición a sus tesis es considerado peligroso y han de mantenerlo vigilado.

—¡Vaya mierda de mundo!

—No hay que desesperarse Héctor, pero tampoco conformarse, cada uno en su sitio debe ayudar para mejorar esto. Si arrimamos todos un poco el hombro es posible que seamos capaces de impedir que caminemos hacia la barbarie.

—Siento darte la cena, tío, pero hoy no ha sido un buen día.

—No te preocupes por mí, ni por la cena. A veces necesitamos reflexionar sobre lo que nos rodea. Piensa en este país: doscientos mil indigentes; trescientos mil esquizofrénicos; trescientas mil prostitutas; ciento cincuenta mil portadores del sida; treinta mil ciudadanos sin hogar. En total, más de un millón de personas que la sociedad no quiere ni piensa ayudar salvo con limosnas y lágrimas de cocodrilo.

—No había pensado en ello.

—Pues como verás, el sistema no los vigila a ninguno de ellos, ni les introduce topos, no interesa nada de lo que digan, ni opinen, les deja pudrirse de asco, son como los excrementos de una sociedad que los ha defecado cuando no le sirvieron para nada.

—Y, los otros treinta y nueve millones de ciudadanos de este país miramos hacia otro lado, es eso, ¿no? —rematé apoyando su reflexión.

—Están todos enfrascados en sus pequeñas miserias. Mira, la vida más o menos es así en este mundo: nacemos y nos mandan a estudiar, ocho millones y medio están estudiando en este país preparándose para incorporarse al mercado como mercancías, preparándose para que alguien los compre; tres millones y medio de parados son mercancías que nadie quiere o que los cogen y dejan cuando desean; dos millones y medio se escapan al mercado al trabajar en la administración y ser funcionarios, pero eso no quiere decir nada más que venden parte de su vida al estado; ocho millones son jubilados, es decir, mercancías desgastadas, que el sistema ya utilizó y no necesita para nada, salvo para introducir en autobuses y llevarlos a menear el culo a Benidorm; de todo esto quedan diecisiete millones, dos y medio son autónomos, tienen su pequeño negocio en el que dejan vida y salud, y catorce y medio venden su fuerza de trabajo como mercancías en el mercado laboral. Como puedes ver nuestra vida es la historia de una mercancía en un mercado. Desde que nos preparan y educan en la escuela y, luego, nos incorporamos al mercado laboral o nos expulsan al paro y al final cuando estamos cansados, desgastados, nadie nos quiere y nos jubilan. Algún día que esté aburrido escribiré la historia de nuestra vida como mercancías. Más de uno va a llorar cuando se vea reflejado en ella.

—¿Cuándo tengas tiempo? —dije sonriendo—. Pero, si tienes todo el tiempo del mundo.

—Estoy muy ocupado —dijo irónicamente.

—¿Ocupado? Pero si te pasas el día, desde que te jubilaste, en el bar de Chelo y en ese ridículo parque que tenéis en el pueblo.

—¿Lo ves? Estoy ocupado, soy un artista —rompimos a reír.

—¿Un artista? No me tomes el pelo.

—Decía Marco Aurelio: «no ejecutes ninguna acción al azar ni de otro modo que con una exacta conformidad con los preceptos del arte». Yo todo lo que hago contiene una dosis de arte.

—¡Vele al diablo! —exclamé sin poder contener una gran carcajada.

—Dijo alguien que: «en un mundo sin ética a la gente sencilla sólo nos queda la estética». Como yo soy una persona humilde sólo me queda el arte.

—Tú, siempre con tus frasecitas, ¿qué pasa, que te las sabes todas?

—Evidentemente, no.

—Cambiando de tema, ¿qué te pareció la manifestación de ayer? —le pregunté volviendo al asunto de Leroux, que en aquellos momentos era lo único que me preocupaba.

—Hacía mucho tiempo que no veía una manifestación tan concurrida. La última que recuerdo muy parecida a esa debió ser la que recorrió Madrid contra el frustrado golpe de estado del veintitrés de febrero… —se quedó pensando un momento, mientras daba un trago a su copa de vino, y prosiguió—. O, tal vez, fue la huelga general de hace unos años, no sé, los recuerdos se me borran, estoy viejo.

—¡Qué vas a estar viejo! Si tienes la vitalidad de un chaval y la mente te funciona demasiado bien.

—No creas, no creas, ya no soy el mismo. A lo mejor tengo que hacer caso a tu madre y casarme —volvimos a romper en carcajadas.

—¿Con la maestra?

—Según tu madre es la mujer que necesito. En fin, tonterías de tu madre, que cree que tengo que poner una mujer en mi vida.

—Me gustaría tener primos… —dije en tono guasón.

—Pues, encárgalos clonados —volvimos a soltar una carcajada que empezaba a molestar a la pareja que estaba en la mesa de al lado.

Fuimos cenando y comentando cosas del pueblo, de los amigos, del trabajo, de las frustraciones que nos va provocando esta sociedad, de los sueños que no se cumplen, de los que ya no están con nosotros y de los que nunca estuvieron. Leroux volvió de nuevo a nuestra conversación al llegar los cafés, le había contado todo lo que sabía a mi tío. Sabía que estaba trasgrediendo el secreto profesional, pero tenía confianza en que no se lo contase a nadie.

—Si las sospechas de Martín son ciertas y esos policías con los dos fascistas no mataron a Víctor, ¿quién crees tú que lo pudo hacer?

—No tengo ni idea —dije moviendo despacio la cabeza a derecha e izquierda.

—Tuvo que ser… —le miré intrigado, mientras le veía dar vueltas a su café en el sentido contrario a las agujas del reloj, esperaba que continuase—. No sé. El asesinato, en contra de lo que se piensa, no es algo frío y premeditado, suele ser algo visceral, inopinado, súbito, inesperado, impensado, imprevisto…

—Vale, vale, ¡corta! —me abrumaba cuando hilaba tantos sinónimos y los despachaba a ráfagas.

—No sé quién pudo ser, pero tengo claro que está más cerca de nosotros de lo que podamos pensar. Leroux tenía tantos enemigos que cualquiera lo pudo matar, pero sólo los amigos tuvieron las oportunidades.

—¿Sus amigos? —dije reflexionando un poco—. Sus amigos eran los militantes de los movimientos antiglobalización y los viejos militantes de la desaparecida Liga, aunque con estos últimos no mantenía mucho contacto. Fuera de ahí no se relacionaba con el mundo.

—Algo me dice, guaje, que la respuesta está en el pasado. Algo en su vida provocó un cortocircuito, un punto de encuentro entre el tiempo histórico y el personal. Desconozco qué puede ser, pero si sé algo de la vida, es que las chispas saltan en esos puntos de confusión.

—¿Qué quieres decir? —le dije extrañado.

—Nadie mata, asesina de repente, por qué sí. Algo se ha acumulado durante años y un día explota. Pero necesita ese cúmulo de circunstancias amontonándose. Piensa cuando alguien se vuelve loco y entra en su antigua empresa y comienza a disparar contra todos o cuando un yonki mata a alguien para robarle para un poco de droga, no matan de repente, el asesinato aparece como la gota que colmó el vaso de algo que en su interior se fue fraguando durante años.

La filosofía acudía a los labios de mi tío, esas reflexiones que extraía de los viejos filósofos, de los nuevos teólogos, de los rostros ajados de obreros en huelgas sin final, de la historia de los perdedores, de los que unen el genio con la utopía. Me hubiese gustado ser como él: culto, irónico y cínico. Cualidades o defectos que se incrementaban al mismo ritmo que el alcohol iba llegando a su sangre. Hablamos de Martín, al cual admiraba, me dijo que en aquella asamblea de las juventudes de la Liga a mediados del setenta que provocó la ruptura personal con Leroux, él se había posicionado con Martín.

—Fui de los pocos que voté con Martín. El tiempo le ha dado la razón.

—Pero, exactamente nunca entendí cuál fue el punto de discusión.

—Martín defendía que el militante heroico que hasta entonces había sobrevivido luchando contra la dictadura y hecho posible la democracia, desaparecería. Que la sociedad lo transformaría. Por eso, deberíamos plantear otra forma de organización pues las generaciones que vendrían tendrían mayor preparación pero menos iniciativa. Y, que el viejo análisis de todos en una organización de vanguardia que dirigiese a las masas había muerto. Reivindicaba el luchador autónomo, sin organización.

—La subjetividad de imposible reducción, ¿no? —dije en un alarde de conocer de lo que estaba hablando, pero en realidad sabía poco de todo aquello.

—Esas subjetividades, nunca nacieron, en eso se equivocó. Pero en lo que tuvo razón es que los militantes heroicos que subordinaban toda su vida y la de los suyos por una causa habían desaparecido de la faz de la tierra. Algo tiene que volver a ocurrir para que nazcan de nuevo.

Ya era difícil seguir la conversación de mi tío en condiciones normales por sus citas constantes de Séneca, Plutarco, Marco Aurelio y toda aquella recua de neuronas clásicas. Pero mucho más difícil era cuando tenía unas copas de vino en el cuerpo. Era ese momento en el que su discurso se convertía en una ametralladora que disparaba a ráfagas y para cualquiera que no le conociera podría pensar que estaba chiflado. Dejamos el restaurante hacia las doce y caminábamos por las calles. Él seguía con su discurso sobre lo humano y lo divino, sobre un mundo que no podía negarnos soñar, de los amigos que van quedando en las zarzas del camino y las escaramuzas que hemos ido perdiendo en la vida. Mi tío era un perdedor con clase, había perdido muchas batallas en la vida para saber que si tenía que perder una más no le sonrojaría ni un ápice. Era de esa estirpe de luchadores que siempre están ahí, esperando que alguien un día les llame.

Caminábamos por Madrid de noche. No hay muchos lugares abiertos a esas horas un día de diario, pero eso tenía poca importancia, íbamos hablando de la familia, de la historia y de todo lo que veíamos. La noche se cerraba sobre nosotros con toda su crudeza, íbamos quedando solos en su espesura. Las calles se quedaban vacías: algunas patrullas policiales que pasaban de vez en cuando; los mismos mendigos de todas las noches en los lugares de siempre; las putas de ayer, de antes de ayer, ocupando las esquinas de hoy y de mañana; los barrenderos del turno de la noche iban haciendo su aparición y el frío se ocupaba de ir despejando las aceras de transeúntes. Miré para mi tío y sentí que me pedía entrar en algún lugar, el frío nos iba derrotando. Le hablé del lugar que conocía al lado de la plaza de El Sol, donde últimamente pasaba mis últimas horas del día o las primeras de la noche.

—Pues no le demos más vuelta al asunto, vamos a ese sitio.

Cogimos un taxi, tuvimos suerte, no paran mucho en las calles recónditas de Madrid a individuos que van en grupo. Se fían poco de los noctámbulos, por eso casi la mitad de la plantilla de los taxistas de la noche son policías haciendo pluriempleo. Empresas con varios taxis y varios turnos de trabajo. Poseen las licencias y contratan los conductores, cuantas más horas estén los taxis circulando mayor rendimiento se les saca. Y en todo esto los policías son rentables, hacen los turnos de noche, no se les asegura, no hay altas en la seguridad social, pero tampoco protestan pues están haciendo pluriempleo y pueden ser expedientados. Bien para los dos, para la empresa y para ellos. Es una situación conocida por la jefatura superior pero lo permite. Cuantos más hagan pluriempleo menos estarán dedicados a las reivindicaciones laborales. Aquel taxista debía ser otro policía, esa fue la sensación que tuve, cuando le vi conduciendo con una sola mano, la izquierda, y la otra pocas veces se separaba de su cinturón, salvo cuando iba a cambiar de marchas, le debía gustar palpar su pistola, sentir que la llevaba consigo. Nos dejó casi en la puerta del Club Mariám, antes de la calle peatonal. Caminamos apenas unos metros hasta su entrada. La franqueó mi tío en primer lugar, debería tener ganas de tomar otra copichuela de esas que le entonaban el cuerpo, como él decía. Poca gente, al igual que en las noches anteriores. Tres clientes en la barra y dos esparcidos por los asientos de alrededor atendidos por alguna chica, y las demás se agrupaban en un rincón aburridas, a la espera de la llegada de alguno que las invitase a alguna copa. Nos colocamos en una esquina de la barra y esperamos al camarero que se acercase a nosotros. No duró ni un minuto y se dirigió hacia donde estábamos, miró a mi tío y le preguntó qué tomaba.

—Un bacardí con cola —respondió mientras miraba el trasero de una mulata que deambulaba por el pasillo contoneándolo, intentando seducir a esa clientela nocturna que se daba cita cada noche en el local.

—Usted, ¿lo de siempre? —dijo el camarero dirigiéndome una mirada de complicidad.

—Lo de siempre —asentí.

Mi tío se quedó mirándome con cierto aire de sorpresa al ver la familiaridad con la que me trataba el camarero.

—Veo que eres cliente asiduo —dijo mientras se colocaba o desordenaba los pelos de la cabeza.

—Caí un día por casualidad por aquí, pero sólo he venido un par de veces o tal vez tres.

—Conmigo no tienes que disimular, me da igual, como si vives aquí —volví a reírle sus ocurrencias.

Le contaba como un día entré por casualidad, de cómo conocí a Ivana, de lo de su amiga, la que se quería desenganchar, le hablé de los dos tipos que se hacían pasar por policías pero que eran unos mafiosos que se aprovechaban de las chicas. Me miraba atento, pero de vez en cuando su vista se perdía en los escotes de alguna y las tangas brasileñas de las otras.

—Mira aquella rubia, ¡vaya hembra! —dijo sin despegar los labios de su copa.

—Esa —sonreí al verla—, es Ivana, ya te he hablado de ella.

—Con esa si me casaba yo —me dijo mientras soltaba una carcajada—, dile a tu madre que me la presente y que deje aparcada por un momento a la maestra —el havana me entró por mal sitio y tosí, no podía hacerlo todo a la vez, reírme y beber.

Ivana se acercó hacia nosotros y me saludó dándome dos besos en las mejillas. Le presenté a mi tío que estaba impaciente por conocerla, daba la impresión de ser un buitre a punto de saltar sobre su presa.

—Encantada —dijo mientras le asestaba dos besos.

—El gusto es mío —le dijo mi tío, mientras sutilmente le pasaba la mano por la cintura.

La invitamos a una copa, bueno la invitó mi tío, lo que permitió que se quedase con nosotros charlando un buen rato. En eso hicieron aparición esos dos que se hacían pasar por policías, sentí que un escalofrío recorría la piel de Ivana. Se dirigieron hacia un rincón del fondo y el camarero les sirvió rápidamente unas copas. Hice un gesto a mi tío para que los distinguiese, para que supiese de quienes le había estado hablando hacía escasamente unos minutos. Alzó la copa, dándole otro trago, y los miró de reojo.

—Y, ¿por qué no los detienen? —me preguntó como si yo tuviese la respuesta.

—Supongo que no habrá denuncia contra ellos o no habrá pruebas, no lo sé —dije encogiéndome de hombros.

—Todas les tenemos miedo —susurró Ivana al oído de mi tío.

—¿Qué tal está tu amiga? —le pregunté mientras mi tío abría los ojos deseoso de escuchar la respuesta.

—Está un poco mejor, pero está horrorizada, tiene miedo de salir a la calle.

Los dos sujetos al final de la barra habían pedido la presencia de una de las chicas, una morena de ojos verdes que debería ser brasileña. Se acercó a ellos y el tono de la conversación se escapó de los cauces normales. La chica intentó marchar dándoles la espalda pero uno de ellos la agarró por el brazo impidiendo que se zafara. La discusión subía de tono y la muchacha hacía esfuerzos para escapar, pero se lo impedían.

—Están presionándola para que venda coca a sus clientes —nos susurró Ivana al oído.

De repente algo ocurrió, pues sentimos un golpe. Dirigimos nuestras miradas hacia el lugar de dónde provenía y vimos a una chica en el suelo, era la brasileña de ojos verdes, le habían dado un puñetazo en la barbilla que le había hecho perder el equilibrio. Aquello era más de lo que mi tío estaba dispuesto a soportar, se dirigió hacia ellos y ayudando a la muchacha a levantarse les amenazó con llamar a la policía. Me acerqué para apoyarle, para que no se sintiese solo. De repente, uno me colocó una automática en la barbilla y mirándome a los ojos me espetó:

—Tú no te metas en esto, no va nada contigo.

Quedé sin poder articular ni una palabra mientras sentía la punta de la navaja clavada en mi mentón. Mi tío estaba agachado ayudando a levantarse a la maltrecha muchacha cuando el otro le asestó un puntapié en el estómago que le hizo rodar por los suelos. Me moví para ayudarle pero el otro me agarró por la cazadora mientras me seguía clavando la punta en el mentón.

—Tú ni le muevas —me gritó.

Vi como le volvían a dar otro puntapié en el estómago que le hizo vomitar la cena. Lo levantaron casi inconsciente y poniéndolo de pie lo condujeron a la calle empujándole. A mí me expulsaron con la navaja pinchándome el vientre. Ivana salió a socorrer a mi tío.

—Llama a un taxi —le grité, mientras levantaba a mi tío de la acera.

Estaba casi inconsciente, lo cargué como pude para que anduviese algo. Ivana desde la otra parte de la acera me indicaba que ya venía un taxi. Caminé con dificultad con él hasta el coche. El taxista al vernos salió a ayudarnos.

—Al ambulatorio, ¿no? —preguntó el taxista.

—No, al ambulatorio no —respondió mi tío saliendo de su letargo—. Que me lleve al hotel, estoy bien, peores palizas he soportado.

Despedí a Ivana con un gesto y cerré la puerta del taxi. Mi tío parecía que se iba recuperando de los golpes, aunque aún permanecía encogido y ponía la mano en la cintura. Le indiqué al taxista el hotel donde nos tenía que dejar y miraba a mi tío retorciéndose en el asiento. Le volví a recordar si no quería que le viese un médico.

—No, médicos no —dijo con rotundidad—. Si me llevas a un médico harán un parte a la policía y tendré que declarar. De momento déjalo así. Pero mañana, díselo todo a Martín, él sabrá que hacer.

Maldecía a Martín, todos tenían en él una confianza ciega, «él sabrá que hacer», yo también era policía, también sabía lo que había que hacer, denunciar aquello, ir a detenerlos y se acabó la historia. Pero mi tío no estaba por la labor.

—Ni se te ocurra denunciar, tú díselo a Martín, él sabrá que hay que hacer —me repetía sin cesar.

El taxi nos dejó en la puerta del hotel, ayudé a mi tío a salir del coche y subir a la habitación. Quedó tendido en la cama.

—¿Quieres algo? —le pregunté esperando que me dijese que me quedase con él o que le trajese un vaso de agua.

—No, estoy bien, no te olvides de contárselo a Martín, dame tu palabra.

—Te doy mi palabra —le dije mientras salía de la habitación del hotel.

Caminé hasta la primera boca de metro, sintiéndome un perfecto inútil. Si yo había sido un soldado modélico en Bosnia, un paraca, y un policía recién ingresado, ¿por qué no tenía confianza en mí? Me seguiría viendo como a su sobrino preferido, un guaje, que no sabía ni dónde tenía la mano izquierda ni la derecha. Si aún no tenía la confianza de mi tío, ¿qué era lo que necesitaba para que se pudiera confiar en mí? Ese pensamiento me aturdía mientras viajaba en el último tren de la noche. Tenía ganas de descargar en algo o en alguien. Pero hasta el vagón estaba vacío. No tenía energía para enfadarme ni un poco más. Acabé en la ducha antes de ir a dormir y deseando que llegase el nuevo día; sentía que sería algo así como el día definitivo de todo aquello.