CAPÍTULO 20
Martín
Ir a comer con Martín a solas tendría la ventaja de acercarme a él: que ese lado suyo inaccesible a la mayoría se me abriera y entendiera un poco más su personalidad. También quería saber qué estaba pasando por su mente sobre el asesinato de Leroux, estaba seguro que tenía respuestas que yo desconocía. Pero me llevé una sorpresa, no tenía todas las respuestas sólo preguntas, muchas más de las que yo podría imaginar. Fuimos a comer a un restaurante chino; no me suele gustar su comida, parece demasiado estandarizada, siempre lo mismo: los rollos de primavera; el arroz de no sé cuantas delicias; la ternera agridulce; el pato a la no sé qué, en fin, siempre lo mismo. Pero tienen dos ventajas: son baratos y sirven rápido. Y cumplieron a la perfección con esas expectativas, nos sirvieron rápido, como era de esperar. Yo no estaba dispuesto a que aquella comida terminase tan pronto como la habían servido, necesitaba un rato a solas con Martín. Inicié yo la conversación, necesitaba saber algo más de ese teniente coronel, no porque me interesase, sino más bien por hacerme una idea de lo que en realidad consistía su trabajo, sobre que representaba en todo este mundo de confusión.
—Exactamente, ¿en qué consiste la misión de ese teniente coronel?
—En dar caza a los malos, mejor dicho a los que ellos dicen que son los malos.
—Pero la gente que estaba ayer en la cafetería no mataría ni a una mosca, no entiendo la razón por la que la vigilan.
—Si ellos dicen que son los malos, son los malos, y da igual lo que tú o yo opinemos. Hace años que el poder es escatológico —ya estaba Martín con sus expresiones y conceptos que yo no entendía.
—No entiendo.
—El poder divide todo en buenos y malos, ha decidido que el juicio final de las almas no debe esperar a la muerte de todos y la llegada de Dios. El poder se erige en tribunal, siempre se considera que él es el bien, sobre qué es el mal, lo decide él, y es capaz de movilizar a la opinión pública contra ese mal. Analiza la historia y lo verás. En el Imperio Romano decidieron que los malos eran los cristianos. En la Edad Media el poder feudal cristiano impuso que el mal era el mundo islámico, y realizó sus cruzadas contra ellos. Los nazis establecieron que el mal eran los judíos. Stalin, que el mal estaba representado por los trotskistas. El mundo capitalista decidió que el mal estaba en los países del este. Cuando se derrota ese mal real o imaginario se crea otro, las masas necesitan siempre un mal contra el que dirigir sus miedos. Ahora que el muro de Berlín se derrumbó hay que buscar otro mal. Y, estamos en un mundo globalizado, el mal debe ser algo globalizado que todos entiendan e identifiquen como tal. A veces pienso que el poder del imperio ya lo ha encontrado en el terrorismo. El poder siempre se ha alimentado del mal, cuanto mayor sea éste, más se consolida aquel —hizo una breve pausa que aproveche para reconducir la conversación.
—Para ti son las dos caras de una misma moneda…
—Más o menos. Cuando vuelves tu mirada a la historia en todas las narraciones de prolongadas odiseas de opresión y sumisión, los humillados depositaron su fe y esperanzas en un osado grupo redentor o salvador que les guiara en el camino hacia la emancipación. Siempre encontramos a alguien que confunde un acto de terror con un acto de valor. Y curiosamente, el poder también lo necesita, así puede volcar a la mayoría sobre ese grupo minoritario haciéndole responsable de todos los males que sufren. Ambos se necesitan. La historia no avanza a golpe de voluntad y sacrificio de cuatro iluminados, más bien se paraliza, el poder tiene justificación para ralentizar su evolución, los utiliza para recortar derechos, libertades y conquistas de siglos.
—O sea que, el teniente coronel busca a sus iguales en otro lugar.
—Podría decirse que sí. Él sigue unas reglas que le han enseñado, pero hace mucho que se ha olvidado de los principios.
—Pero en otro tiempo fuisteis amigos…
—No es exacto eso. Hay una maniobra que utiliza el poder. Cuando considera que alguien puede ser peligroso para él, utiliza una estratagema. Le concede lo que pide para apagar la llama de rebeldía y para tenerle vigilado. Hace años me debieron considerar peligroso por eso me debieron facilitar el acceso al ejército, para tenerme vigilado.
—Y te colocaron a Alaiz para vigilarte.
—A él y a otros más. Todos se convertían en confidentes. Vigilaban mis pasos, mis comentarios. Al haberme permitido entrar en la Academia Militar me tenían vigilado, estaba localizado, según su paranoia sería peligroso en el mundo exterior en el que mis pensamientos pudieran calar en otros. Allí me tenían enjaulado sin que yo presintiera nada.
—Curiosa forma de tener vigilado a alguien…
—Aún la siguen utilizando. Si alguien es considerado peligroso y se presenta a unas oposiciones a… auxiliar administrativo, por ejemplo, le aprueban la oposición aunque haga mal el examen, de esa forma lo tienen ubicado en un espacio y es más fácil de investigar.
—¿Por qué no utilizaron esa táctica con Leroux?
—Él la conocía; nunca se dejó engatusar por un puestecito en la administración, no lo necesitaba.
—Un perdedor leal a sus sueños —dije como una reflexión sobre Leroux.
—¿Viste la manifestación de ayer? ¿Tú crees que en realidad era un perdedor?
—No, supongo que no. A ningún perdedor le hubiese ido a despedir tanta gente.
—Él no fue nunca un perdedor. La grandeza de un hombre radica en su capacidad de soñar. Pensó siempre que en vez de utilizar la imaginación para escapar de la realidad, deberíamos utilizarla para cambiarla. Fue más un soñador que un perdedor, uno de esos que creen que los límites entre lo posible y lo imposible no estaban claros. Esa es la diferencia entre Leroux y Juan Alaiz. Cuando Alaiz muera nadie irá a su entierro. Él sí es un perdedor, nunca ha soñado con un mundo mejor.
—Parece que el sueño de Alaiz es la patria…
—Su patria no es más que un verso que difícilmente rima con nada. Su concepto de patria sólo rima con barreras, exclusiones, sangre y pólvora, una mala rima para los humildes, para los vencidos.
—Ese agente suyo que participó en la paliza a Leroux, ¿carecerá de castigo?
—Así es el poder, castiga a sus opositores pero nunca a sus partidarios. Saldrá inmune de todo esto.
—Pero, lo más desconcertante es que, si asegura que Leroux quedó tendido allí, herido de la paliza que le dieron, pero no muerto, queda la pregunta de quién le mató.
—Esa anomalía ya la tenía anotada. Ya le había apuntado a López que esos fascistas suelen calibrar muy bien su forma de amedrentar: no suelen llegar al asesinato. Necesitan que el agredido quede vivo para que corra la voz, para que se extienda el miedo a su alrededor.
—Necesitan extender el terror, ¿es eso?
—Todos necesitan extender el terror para tener aprisionadas las conciencias, y hasta encadenados nuestros sueños. Cuanto más miedo sean capaces de introducir en nuestras almas más consiguen que busquemos la salida de este mundo en el más allá. Confiaremos en dioses que nos salven en otra vida, nos venden esperanza en un futuro que nunca veremos. Sólo los que son capaces de desterrar esa esperanza serán capaces de reconstruir este mundo. Son los que saben que cuando Dios no aparece nos toca a nosotros resolver los problemas, y eso, te puedo asegurar, ocurre siempre.
—Eso lo he visto en mi corta carrera profesional. La gente reclama seguridad, quieren más policías, no se fían de su vecino. Quieren que las calles estén limpias de gentes que le revuelvan las conciencias. He visto cómo reclaman a los policías que expulsen de las calles a mendigos, a inmigrantes, a todos los que les rompan un poco su vida cotidiana.
—La gente quiere tranquilidad, no quieren ver la realidad, les molesta. Se desesperan con los hechos, no son más que una manada de cobardes. Todos buscan refugio en la irracionalidad, cómo la oveja lo busca en el cubil del lobo.
—Volviendo al teniente coronel, ¿mantuvisteis la amistad después del ejército?
—Si alguna vez se puede decir que fuimos amigos, todo se rompió el veintitrés de febrero, el día del intento de golpe de Estado. Aquel día, Alaiz estaba eufórico, salió con su sección de carros de combate a ocupar Valencia. Cuando el rey apareció en la televisión y las tropas se retiraron a los cuarteles, él fue el último en llegar. Por su expresión, me dijeron, no se podía creer que aquello hubiese fracasado.
—Y, ¿aquella gente no la purgaron del ejército?
—No purgaron a nadie en ningún lado. La obediencia debida.
—Hoy, ya no existe ese eximente en el código penal.
—No, ya no está. Pero recuerda que estuvo presente hasta el año noventa y cinco.
—Entonces, todos alegaron la obediencia debida y, ¿se libraron de los cargos?
—Casi todos.
—¿No hubo purga de ningún tipo?
—No —Martín se pasó su mano por el pelo y dejó que su mirada se perdiera en una esquina de aquel salón que no tenía nada de original, era la típica decoración estándar de esos restaurantes.
—O sea que todos siguieron…
—Pero siguieron entonces y habían seguido antes. Ningún cuadro militar, ni policial, de la dictadura fue purgado. Sólo a mediados de los años ochenta idearon una fórmula intermedia. Consistía más o menos en lo siguiente: los militares con cierta antigüedad podían acogerse a la «reserva transitoria», se prejubilaban con unos años de servicio y mantenían su sueldo; los guardias civiles y los miembros de la policía nacional podían marcharse para casa, también prejubilados, con posibilidad de trabajar en otra actividad. Esto permitió que las fuerzas represoras del aparato no fueran purgadas, simplemente se les premió indirectamente, prejubilándoles. Fue una fórmula elegante de librarse de ellos, pero con un alto gasto social para todos. El intento de golpe del veintitrés de febrero nunca hubiese ocurrido si años antes el ejército y la policía hubiesen sido purgados.
—Y, ¿López? —no sé la razón por la que el comisario López vino en ese momento a mi mente, tal vez porque lo veía mayor, y pensaba que él debió pertenecer a esa generación.
—¿López? No, López aunque parezca mayor, no lo es. Él cuando entró en la policía ya estábamos en la democracia. Y, en su descargo debo decir que fue uno de los promotores de la organización sindical en el Cuerpo Nacional de Policía. Es un buen profesional, te lo aseguro.
—En este asunto del asesinato de Leroux, López, ¿habrá dado con los asesinos o todavía estará lejos? —había llegado al punto donde me interesaba a mí, necesitaba conocer su opinión.
—En este momento estamos todos demasiado lejos.
—Y, ¿los detenidos?
—No creo que llegaran más lejos que a dar una paliza de castigo a Leroux. Hay piezas en todo esto que no me cuadran.
—Cada pieza que encaja en un puzzle nos acerca más a la que no encaja —dije como si emitiese una sentencia.
—No muchacho —otra vez me llamaba muchacho, tenía ganas de alcanzar la categoría; de oír mi nombre en su boca—, cada pieza que no encaja nos hace cuestionar el puzzle, nos hace pensar si el puzzle no será de otra manera.
—Cada pieza que no encaja es lo que llamas anomalía, ¿no es así?
—Más o menos.
—¿Cuáles son las piezas que, según tú, no encajan aquí?
—La primera fue la de esos policías y los fascistas de la furgoneta. No suelen llegar a matar a los que castigan, deben dejarlos vivos para que corran la voz, para que extiendan el miedo, el mito de su violencia.
—Pero esa anomalía es salvable, como dijo López.
—Sí. Es posible que hubiese quedado moribundo y muriese más tarde. Pero luego están las manchas de sangre, demuestran que él se levantó y lo volvieron a llevar más tarde y lo colocaron en otro lugar.
—Que también es salvable.
—También, si hubiesen sido los mismos quien lo hubiesen llevado. Luego está el individuo con su descripción que vieron haciendo una llamada telefónica.
—Que pudo ser él o no.
—Eso quedará despejado con el análisis de la sangre de la cabina y la revisión de las llamadas que se efectuaron desde ese teléfono.
—Suponiendo que la sangre sea suya y se localice la llamada que hizo y a quién, ¿dónde nos llevaría todo eso?
Nos acercaría a su asesino, pero necesitaríamos algunas cuestiones.
—¿Cuáles?
—Necesitaríamos «los experimentos cruciales».
—No entiendo.
—Necesitaríamos el arma homicida, la confesión del presunto culpable o la declaración de algún testigo y que todo ello permitiera la construcción de un puzzle creíble para un juez.
—Está difícil… —dije mientras apuraba mi chupito de saque, ¿qué hace el saque en un restaurante chino?, pensé, en fin, no estaba en esos momentos para más adivinanzas, y menos si eran culinarias.
—Tal vez, tal vez… —murmuró mientras pedía la cuenta.
—A propósito —era el momento de preguntarle algo que me corroía por dentro desde que lo había visto—, la basura que estaba ordenando el cabo Castro, ¿de quién era?, ¿para qué la estaba ordenando?
Se hizo un silencio, me miró y sonrió, y regresó a su parcela, la de un hombre de pocas palabras y escasa expresión, pero íntegro y de acción decidida. No hubo respuesta a mi pregunta. Comprendí que no debería hacer más preguntas, no iba a obtener más de lo que ya tenía. Esa es una de las reglas de la supervivencia: no hacer demasiadas preguntas; la otra es no destacar demasiado, en ese momento preferí seguirlas a rajatabla.
—He quedado con el forense —me dijo cuando estábamos en la puerta—, a las cuatro en la sala de autopsias, al parecer debe tener trabajo esta tarde. Quiero preguntarle algo del informe que emitió sobre Leroux. Si quieres, puedes venir conmigo —esa era su forma de premiar mi cese en la ráfaga de preguntas.
—Por supuesto que sí —dije con entusiasmo porque lo entendí como una forma de consideración y premio hacia mí.
Creo que nunca me podré acostumbrar a una sala de autopsias. He visto muertos en guerras, en accidentes y en homicidios. También cadáveres destrozados, mutilados, de todas las clases, condiciones y sexos. El hambre, la desgracia, el horror al presente, los ojos de la desesperación no me son ajenos. A veces tengo la impresión de que me he hecho inmune a toda clase de masacre. Pero aún sigo sin acostumbrarme a una autopsia, no he conseguido fuerzas para mantenerme firme ante ninguna. No sé lo que es, tal vez sea el lugar, la mayoría debe pensar que es como un quirófano, donde se abren los cuerpos como lo hacen los cirujanos; pero no es así; todo es un camino intermedio entre una sala de operaciones y una carnicería. El cuerpo está tendido, inmóvil, abierto, con sus vísceras fuera, sin que nadie se ocupe de ellas. El cráneo serrado a la altura de los ojos con el cerebro fuera en una bandeja. El estómago se abre para rascar lo que tienen sus paredes. Los intestinos se agrupan fuera del vientre generalmente en mesas paralelas. Pequeños trozos de todo se reparten en bandejas de diferentes tamaños para un análisis pormenorizado en el laboratorio. Cuando esos pequeños trocitos de donde interesa analizar son retirados, se introducen las vísceras y se cose todo de una manera informal, sin delicadeza ninguna. Es posible que sea todo eso, pero aún me desconcierta más ver la sangre fría de los forenses como si carecieran de cualquier tipo de sentimientos. Supongo que su profesión los vacuna contra sentimentalismos estériles.
El forense, un salmantino de casi dos metros, enjuto y algo encorvado, daba a su imagen una sensación algo siniestra. Cuando nos vio llegar, a través de la gran cristalera que daba el único toque de modernidad a toda aquella catacumba, se quitó la bata y el gorro, y se dirigió hacia la puerta a saludarnos.
—Hola, Martín —dijo mientras se quitaba uno de los guantes de látex para saludarle.
—¿Qué tal todo, Samuel? —Martín le estrechó la mano y me presentó.
El forense nos indicó que le siguiéramos hasta su despacho, que debería ser donde tenía los datos que le interesaban a Martín. Uno podría tener la impresión que el despacho de un médico forense sería igual que el de cualquier médico: toda una sala blanca de grandes ventanas, con orden en su mesa y una camilla para atender a los pacientes. Pero no había nada de eso allí, la mesa estaba llena de un desorden ordenado, ese que sólo el interesado conoce, pero que cualquier desconocido no sabría ni por dónde empezar a buscar algo que le interesara dentro de aquel volumen de expedientes. No había camilla, era lógico, sus pacientes no la necesitaban, tampoco tenía la típica vitrina con medicinas, ¿para que la iba a necesitar? Nos invitó a entrar y sentarnos, mientras trasladaba de lugar un expediente que tenía en una de las sillas que nos había ofrecido.
—Bueno Martín, exactamente, ¿qué es lo que te interesa?
—En tu informe sobre Leroux, observé que hacías una mención a una pequeña herida que tenía cerca del tobillo derecho. Decías algo así como que era, posiblemente, producto de un arañazo con un alambre o un objeto parecido y que se había producido después de muerto —las palabras de Martín me desconcertaron, era la primera vez que oía hablar de aquel arañazo y no entendía que tenía que ver en el caso ni la importancia que tenía para su resolución.
—Algo me acuerdo… —dijo Samuel mientras se levantaba y buscaba en una estantería de carpetas—. Aquí está el asunto de Leroux, vamos a ver… —fue abriendo aquella carpeta y repasando deprisa las hojas, sabía dónde buscar, para eso era él quien lo había escrito, cuando llegó a la hoja dónde se suponía que contenía ese dato, se colocó las gafas que colgaban en el bolsillo de su camisa y dirigiéndose a Martín continuó—. Sí, ya entiendo por lo que preguntas —extrajo una fotografía del tobillo derecho de Leroux y se la entregó a Martín—. Mira la foto, lo que quise decir es que ese arañazo que tiene en el tobillo fue realizado después de muerto. Las características del mismo nos lo indican, no debería quedar sangre en su cuerpo, no emanó sangre como debería ser en caso de que se hubiese producido en un cuerpo vivo —no entendía que tenía que ver todo eso con el asesinato ni con sus asesinos.
—Mira un momento esto —Martín extendió encima de aquella mesa, dónde era imposible encontrar un hueco entre tanto papel, la hoja con los dibujos de las manchas de sangre del lugar dónde se encontró el cadáver de Leroux—. Es posible según eso que ocurriese lo siguiente: llevan a Leroux en una furgoneta hasta este punto, lo descargan y lo arrojan aquí, en esta mancha de sangre más grande, después, cómo aún estaba vivo, Leroux se levanta y sigue esta trayectoria alejándose del lugar —hizo un alto esperando que Samuel comprendiera perfectamente la trayectoria en el plano.
—Sigue, que te estoy entendiendo —Samuel con sus gafas en la parte baja de su nariz seguía con interés las palabras de Martín.
—Luego más tarde alguien trae de nuevo el cuerpo de Leroux pero esta vez ya muerto, aproximadamente hasta un punto situado por esta zona, la sombreada. Y, que desde ahí lo trasladase arrastrando hasta el punto X dónde se encontró su cuerpo. Mientras lo arrastraba, restos de la antigua alambrada de esta zona arañó el tobillo de Leroux y rasgó su calcetín y hasta se le debió enredar en su zapato provocándole que se le desprendiese, por eso lo perdió.
Samuel observaba el dibujo con interés y en silencio. Aquella interpretación de las manchas era distinta, totalmente distinta a la que López veía en ella. Cuando el comisario miraba aquello su interpretación le llevaba a comprender otra visión: habían llevado el cuerpo hasta allí y Leroux moribundo se había levantado y como sonámbulo había caído en el lugar dónde se encontró su cuerpo. Aquella otra interpretación de Martín hacia necesario la intervención de una tercera persona y podía explicar la versión dada por el teniente coronel y de su agente de que Leroux estaba vivo cuando lo dejaron allí tendido.
—Es posible que ocurriese así —dijo Samuel mientras se inclinaba hacia atrás en su sillón y se quitaba las gafas guardándolas de nuevo en su bolsillo—. Pocas cosas podrían contradecirlo, salvo que el zapato de Leroux no ha aparecido todavía y por supuesto esa tercera persona que arrastra el cadáver tampoco.
—Ya lo sé, Samuel, ya lo sé —dijo Martín mientas se acariciaba su incipiente barba de dos días.
Dejamos al forense con sus cadáveres, no antes de que nos facilitara fotocopias de todo su informe y una copia de las fotografías. Tenía la suficiente confianza en Martín para saber que iba a hacer buen uso de todo ello sin airearlo por cualquier lado. Posiblemente había arrojado una luz en el túnel en el que llevaba sumergido Martín desde hacía dos días, pero todo aquello seguía sin tener una explicación mínimamente plausible para dar con los verdaderos asesinos, si es que existían. Íbamos en dirección a jefatura y mientras él conducía en silencio, reflexionando sobre todo lo que estaba apareciendo, abrí el dossier elaborado por el forense y comencé a leerlo. Leroux había recibido golpes no mortales por todo su cuerpo a lo largo de varias horas, pero ninguno de ellos fue mortal, sí lo suficiente para que perdiera el conocimiento. La muerte se la produjo un golpe o varios que recibió en el lado izquierdo de su cabeza con un objeto metálico perdiendo la vida hacia las seis aproximadamente. Cerré el expediente, y dirigiéndome a Martín le sugerí:
—Aún queda una hora para que se haga de noche…
—Y…
—Pensaba que podríamos ir al lugar dónde apareció el cadáver de Leroux.
—¿Para qué? —me miró algo sorprendido.
—Estaba pensando que si buscáramos detenidamente, podríamos encontrar el zapato, si es que el supuesto asesino no se lo llevó.
—Quizás… —estuvo callado unos segundos y continuó— tal vez tienes razón. Vamos para allá.