CAPÍTULO 2
Se levanta el telón
Permítanme que me presente. Me llamo Héctor, Héctor Álvarez Montoya: Héctor para mis amigos; Montoya para mis conocidos; señor Álvarez para el teniente Alcaide que se negó a llamarme de otra manera, allá en la Brigada Paracaidista. Tengo que contarles una historia y no sé por dónde empezar. Si vuelvo mi vista al pasado, tal vez, el momento en el que comenzó todo fue hace cinco años, el día que aprobé la Academia de Policía e inicié el periodo de prácticas. Es posible que fuese en ese instante cuando se desató la caja de los truenos. Tenía veinticuatro años, había sido nombrado policía en prácticas con número de placa 6347. Era un policía novato, mejor dicho, no era ni eso, era un proyecto de policía en la más amplia extensión de la palabra y del hecho. Para que ustedes me entiendan, un policía en prácticas es algo así como un indigente, cobra el salario base, reparte ese dinero entre el alquiler de un piso que comparte con varios compañeros y muchos ya suelen empezar a pagar la letra de su primer vehículo, así les quedan tres euros diarios para comer, bueno las quinientas pesetas de entonces.
Si alguien en este momento se está preguntando cómo me metí en la policía siendo tan joven, la respuesta hubiese sido sencilla entonces, aunque no se acercaría ni remotamente a la verdad. Les habría dicho aquello de que siempre había querido ser policía, bueno, exactamente detective, de esos investigadores de ficción que desvelan casos y detienen asesinos con tanta rapidez y sagacidad que les hace ser parte de una extraña mitología. Y, les contaría como relegaba mis deberes para leer a escondidas a esos héroes del género policíaco. Entusiasmado les explicaría que era mi rato preferido de todo el día, la hora de los Marlowe, Poirot, Maigret, Dan Fortune y tantos otros. Les aseguraría que quería ser como ellos, aunque fuera consciente de que no eran reales, pero sí que llegaron a ser un modelo para mí. Hace años hubiese respondido eso, era demasiado ingenuo para comprender la realidad. Al final, hasta los sueños se desvanecen. Hoy, ya he visto las entrañas de la ciudad y una sacudida recorre mi cuerpo cuando pienso en ello. En aquellas novelas todo se veía como una lucha entre el bien y el mal, el bien siempre triunfaba ayudado por aquellos héroes llenos de coraje, honestidad, raciocinio y valor. Pero la realidad es otra cosa, se lo aseguro, el mal triunfa en un 64% de las veces, lo dice la estadística, y el bien sólo en un 36%, y a veces se equivoca. Y, además, en este país la investigación criminal está vetada a los detectives privados, sólo algunas unidades determinadas de la policía y de la guardia civil pueden investigar. Yo no pertenecía a ninguna de ellas. Pero no quería pensar en eso, pues la frustración se apoderaba de mí.
Había sido asignado al distrito tercero de la policía local de Madrid. Todas las unidades de ese distrito estaban a las órdenes del jefe Simón Martín. Decían en los pasillos de la Academia que varias veces le habían propuesto para ser el jefe de toda la policía, pero él se había negado. Decía que él era un profesional, no un político, y así había despachado a varias corporaciones locales de diferente signo político. La verdad era que se hablaba de él con respeto y cariño, era de los pocos jefes que los novatos no le habíamos puesto un mote.
En mi primer día de prácticas había solicitado una entrevista con él, no era por mi presentación oficial, esa se había efectuado el día anterior, en realidad era una visita privada. Quería saludarle y trasladarle los recuerdos de mi padre. Al parecer habían sido amigos de jóvenes. Mi padre siempre le recordaba con afecto, debieron de compartir el primer pitillo a escondidas en los pasillos de la escuela, los primeros novillos, las primeras «novietas» de su vida, los primeros suspensos y los primeros castigos, y cuando se comparte todo eso, cuando se es cómplice de tantas correrías, uno queda unido de por vida con la otra persona en mente aunque medien kilómetros de distancia y sus caminos se bifurquen sin encontrar un punto de unión. Eso fue lo que les debió de ocurrir a los dos. Al parecer se conocieron en El Bierzo, sus padres eran compañeros de tajo en uno de los pozos, pero eran algo más que compañeros de pozo, habían sido sindicalistas mineros en la clandestinidad, eran camaradas de ideas y de luchas, y eso une de verdad. Pero el infortunio se presenta siempre en cualquier instante sin avisar y una explosión de grisú acabó con ambos, con su padre y con mi abuelo. En ese momento sus caminos se separaron, mi padre se quedó en El Bierzo y dejó los estudios entrando en las siniestras entrañas de la mina como había hecho mi abuelo. De Simón me contó mi padre que se trasladó a Madrid con su madre, a casa de sus abuelos. Aunque se carteaban, la distancia iba imponiéndose entre ellos, pero aún conservaban un lazo de cariño mutuo que duraba más de treinta años.
Mientras esperaba que me recibiese, mi mente pensaba en mi padre, en la decepción que sintió cuando abandoné la universidad y no llegué ni a empezar el tercer curso de periodismo enrolándome como voluntario en los paracas. Había sido buen estudiante, por eso, mi padre tenía puestas sus esperanzas en mí, no deseaba que yo entrara en la mina. No entré en la ella, pero sé que se sintió defraudado con mi decisión. Anhelaba que algún día pudiera hacer algo por lo que se sintiera orgulloso de mí y saltar en paracaídas desde aviones no era de lo que le hacía vanagloriarse de su hijo.
Llevaba casi media hora esperando que me recibiese y cuanto más miraba el reloj más me agobiaba. De vez en cuando miraba para el cabo Castro, su secretario, que debía de comprender mi impaciencia, pues se encogía de hombros indicándome con ese gesto que él sólo era un mandado, que hasta que el jefe no diera permiso no se podía entrar, vamos, que había que continuar esperando. Fue esa impaciencia la que provocó que me pusiera a dar vueltas a la gorra con mi dedo índice, debería de parecer un deficiente mental contemplando abstraído cómo giraba la gorra sobre mi dedo. Eso mismo debió de pensar el cabo Castro cuando me dirigió aquella mirada y giró su cabeza para que no viese cómo arqueaba las cejas. Le había entendido, dejé la gorra en el asiento y dirigí mi mirada alrededor.
Tal vez fuese el aburrimiento o que lo único que tenía delante era al cabo Castro por lo que me puse a observarlo y a especular sobre su vida. Y, digo especular, pues no tenía manera de comprobar, de verificar, si esas especulaciones eran ciertas. Pero poco me importaba eso, en aquel momento sólo me interesaba matar el tiempo. Por eso especulaba sobre las causas de su orondo estómago, reflejo de una vida cómoda que habría llevado, y que llevaba. Es posible que su mayor esfuerzo hubiese sido coger el teléfono y abrir la puerta a quien estuviese anotado en la agenda, alma mater de su vida. Debía de estar intentando dejar de fumar, pues aunque no había fumado nada desde que yo estaba allí, tenía un cenicero encima de la mesa y de vez en cuando abría un cajón y echaba mano de un paquete de tabaco, arrepintiéndose después devolviéndolo de nuevo al fondo. Cincuenta y tantos largos, casado, era de los que quieren que se sepa, y por eso lucía su grueso anillo de oro blanco sin atisbo ninguno de ocultarlo. Posiblemente padre de dos hijos, que serían los de la foto enmarcada que se encontraba a su derecha, nadie gasta dinero en un marco de plata si son unos desconocidos. Raya perfecta en su pantalón, camisa de uniforme perfectamente planchada, zapatos que brillaban pese al exceso de betún, todo era síntoma de una esposa que había dedicado su vida a atenderle, con la exigua recompensa de salir a cenar fuera de casa los viernes por la noche. Y, digo los viernes por la noche, pues no podían ser los sábados, ni los domingos, esos días es posible que se celebre un partido de fútbol y como buen aficionado y socio del Real Madrid no podría faltar. Estaba seguro de que era así, sino no tendría sentido aquella foto a su izquierda también enmarcada y dedicada por el presidente del club. Me divertía con mis especulaciones, me ayudaban a matar el tiempo. Y cuando me disponía a realizar algún comentario sobre su forma de peinarse, enroscándose el pelo alrededor de su cabeza enmascarando su calvicie, sonó el teléfono.
—A la orden —le oí decir, mientras me dirigía una miraba, estaba seguro que al otro lado del teléfono estaba el jefe que le ordenaba que me hiciera pasar.
Efectivamente, así fue, se levantó y me dirigió una sonrisa como si fuese un premio a mi paciencia o a mi impaciencia, me indicó que el jefe me recibiría en ese momento y me acompañó hasta la puerta del despacho. Después de llamar y escuchar a través de la puerta un «adelante», me abrió servilmente la puerta. Estaba demasiado acostumbrado a obedecer, ni un fallo, ni un mal paso, era lo que pensaba de él en ese momento, estaba seguro que esa barriga barrilera y su puestecito era lo que más quería en su vida.
—Con su permiso —mi voz sonó segura, había esperado ese momento mucho tiempo para ponerme a temblar.
—Adelante —su voz era seca, no miró hacia mí, seguía enfrascado en unos documentos que tenía encima de la mesa.
—Agente en prácticas número 6347. Héctor Álvarez Montoya, a sus ordenes —mi voz seguía firme e intentaba que mi porte permaneciera igual, para eso era un paraca, bueno, un exparaca, no quería perder en el juego de la seguridad, estaba firme, con el brazo derecho a noventa grados sujetando la gorra, ni siquiera respiraba, fue en ese momento cuando dirigió su mirada hacia mí y se levantó a saludarme.
—Héctor Álvarez, me alegro de tenerle aquí. La última vez que le vi era usted un niño. La verdad es que pasa demasiado deprisa el tiempo —lo dijo mientras estrechaba mi mano, su apretón fue como lo había imaginado, igual que él, firme, seguro y fuerte—. Siéntese y cuénteme cómo está su padre, su madre —el trato era cordial, pero seguía siendo de usted, ni siquiera la amistad estaba por encima de la jerarquía, en fin, así era él, así era todo aquello.
—Bien, se encuentran bien —lo dije mientras me iba sentando en el lugar que me había ofrecido—. Mi padre se prejubiló hace unos meses.
—Conociéndole, estoy seguro, que se habrá buscado algo para emplear el tiempo —sonreía mientras me lo decía, estaba claro que conocía muy bien a mi padre.
—Pues sí, ahora emplea el día completo al sindicato. Aunque —era yo el que sonreía en ese momento—, tengo muy claro, que en las próximas elecciones acabará presentándose y le veo de concejal.
—Y lo hará bien, siempre ha sido una persona muy preocupada por su pueblo. ¿Qué tal se encuentra Clara?
—Ahora está bien. Hace unos meses estuvo un poco decaída, con problemas de estómago, pero ya conoce a mi madre, es una luchadora, su vitalidad le hace salir adelante de cualquier problema.
—Y, usted, ¿cómo dejó la carrera?
A partir de ahí se terminó el diálogo. Sin percatarme del asunto comenzó una espiral sutil de preguntas que consiguió arrancarme toda mi vida, mis pensamientos y hasta mis frustraciones. No me había dado tiempo a pensar y ya le estaba describiendo que abandoné la universidad nada más terminar el segundo curso, que le di un disgusto a mi padre con esa decisión. Que ingresé en la Brigada Paracaidista sin saber el porqué, y sin que me diera tiempo a pensarlo me enviaron a Bosnia con las fuerzas de la OTAN. Que preparé las oposiciones a policía y, nada más salir del ejército, las aprobé. La interrupción del cabo Castro terminó con aquel interrogatorio y la agradecí, me permitió respirar un poco.
—Perdone, el jefe del turno de la mañana quiere hablar con usted, al parecer es urgente —lo decía un poco nervioso, como si supiese de qué se trataba.
—Dígale que pase —su voz era lo suficientemente fuerte para que Castro no tuviese que hacer de correo, el jefe del turno se adentró en el despacho, sin esperar que el cabo Castro le dijese nada.
—Buenos días —era el oficial Alonso, un castillo con piernas, sus manos delataban que en sus ratos libres le gustaba dedicarlos a una finca que tendría a las afueras de Madrid, en Villalba, creo recordar—. Hemos encontrado un cadáver. Posiblemente, por la primera impresión, debió de morir a golpes de un bate o de una barra.
—¿Han llamado al juez, al forense, a la policía científica? —preguntó Martín, tranquilo, en realidad le estaba preguntando si había ocurrido algo extraño en el procedimiento rutinario que había que realizar en esos casos.
—Todo eso está hecho. La zona vallada y libre de curiosos. Lo que venía a decirle es la identidad del muerto, pues creo que usted le conocía.
—¿Quién es? —Preguntó Martín algo intrigado, por no decir preocupado.
—Se trata de… —Alonso se detuvo un momento, como si dudase por dónde empezar—, se llama Víctor Leroux Marqués.
Martín se recostó hacia atrás en su sillón, su cara se volvió pálida, parecía una lápida, era evidente que le conocía y que su muerte o su asesinato le había cogido por sorpresa. Un segundo de silencio y preguntó:
—¿Qué sabemos del asunto?
—Poco. El bedel de la Facultad de Estadística a las ocho y dos minutos, al ir a encender la calefacción, descubrió el cuerpo en la parle de atrás, en la zona verde y nos llamó.
Martín en ese momento miró su reloj, eran las ocho y diez minutos. Y, como si le pincharan en los glúteos, se levantó como un resorte, preguntándole a Alonso.
—O sea, que todavía no habrá llegado ni el juez, ni el forense, ni…
—Ni la policía científica —respondió Alonso, seguro de lo que Martín iba a decir a continuación.
—Perfecto —sentenció Martín, como si le agradase esa incompetencia de todos—. Alonso, mande un equipo de atestados a la zona, que filmen todo. Si mientras están filmando llega la policía científica que procuren que no les vean. ¿Quién está de guardia en la científica?
—El comisario López.
—¡Mierda! Tenía que estar él. ¿Hay algún coche libre para ir hasta allí?
—Sí.
—Pues vamos.
Cogió su gorra y se abalanzó hacia la puerta. Yo no sabía que hacer, se había olvidado de mí. Me había quedado paralizado en la silla sin comprender qué era lo que pasaba, sin saber si debería quedarme allí o marcharme. Pero aquel nombre que habían pronunciado, Leroux, yo lo había oído pronunciar antes, pero no me acordaba dónde. Y, cuando intentaba acordarme de qué conocía a Leroux, Martín se percató de mi presencia y al llegar al marco de la puerta, se giró y me dijo:
—Muchacho, ¿tienes ya destino? —me estaba tuteando, eso me agradaba.
—No, hasta mañana no me lo dan.
—Pues, ya lo tienes. Quedas de conductor de jefatura. Castro, dé aviso al departamento de destinos que el muchacho se queda conmigo —yo no sabía si aquello era bueno o malo, pero me encantaba, empezaba a sentirme reconocido y hasta valorado.
—¿Qué número de placa tiene usted? —me preguntó el cabo Castro.
—6347 —respondí sin vacilar.
—Vamos, deprisa —ordenó Martín.
Bajaba las escaleras saltando los peldaños de dos en dos, detrás de Martín. Al llegar a la puerta principal el oficial Alonso estaba con las llaves de un coche en la mano y le indicó a Martín:
—Cogemos el T-3.
—Alonso, dé las llaves al muchacho, él conducirá.
Alonso me lanzó las llaves y las cogí al vuelo, aquello me estaba agradando, mi primer día de trabajo y estaba acompañando al jefe y al oficial Alonso. Sería la envidia de la promoción, aunque algunos empezarían a relacionar la amistad de mi padre con Martín y eso me molestaría de verdad. Martín se colocó en la parte de atrás y Alonso a mi lado.
—¿Sabes el camino hasta la Facultad de Estadística, en la Complutense? —me preguntó Alonso, dudando de un novato.
—Si —respondí orgulloso—. Yo estudié en la Complutense.
—De acuerdo, písale fuerte —y entra por la parte de atrás, la que da a la entrada de la cafetería— mientras me lo decía encendió los rotativos y puso en funcionamiento la sirena de emergencia.
Al mismo tiempo que conducía iba mirando por el retrovisor la cara de Martín, seguía pálido y en silencio. Iba pensando en el asunto del asesinato de Leroux, desde que se lo habían dicho se había transformado. Yo conducía el coche como un experto piloto por las calles de Madrid, siempre había deseado hacer aquello. De repente, Martín rompió el silencio y dirigiéndose a Alonso, le dijo:
—Lo de Leroux, ¿se le ha comunicado a María?
—¿A María? —preguntó Alonso—. ¿Qué María?
—Perdón —se disculpó Martín, un poco desconcertado—. Es la mujer de Leroux. No me di cuenta de que no tenía por qué conocerla.
Dicho aquello, Martín se volvió a refugiar en sí mismo y el silencio se apoderó de él, inundando el coche. Yo conducía por las calles de Madrid a tanta velocidad como mis pensamientos revisaban los arcones de mi memoria para localizar dónde había oído hablar de Leroux, pero no lograba tener éxito en esa empresa. Lo que era seguro es que era algo más que un conocido para Martín, no sé si sería su amigo, pero estaba claro que su muerte le había impactado. Y, yo empezaba a tener la sensación de que íbamos a meter las narices en un asunto que no era competencia de la policía local. Pero por la cara de tranquilidad de Alonso, comprendí que eso era algo habitual para Martín. Meterse dónde nadie le llamaba, rascando las competencias de la policía judicial, cabreando a todo el mundo. En fin, quién me iba a decir a mí, en aquel momento, que todo aquel asunto iba a cambiar la vida de tanta gente, incluida la mía.
Leroux, me repetía para mí, sin ser capaz de ubicar ese nombre en ningún rincón de mi memoria. Dejé de pensar en ello y me concentré en conducir.