CAPÍTULO 19

El teniente coronel Juan Alaiz

Aquella mañana llegué puntual, mejor dicho, llegué antes de tiempo. Pero me dio igual, Martín ya estaba en su despacho. Parecía que vivía allí y era el segundo día que llevaba así. Se le veía desmejorado, no se cambiaba de ropa, seguía sin afeitarse. Estaba pasando un mal momento, se le notaba. No sabía la razón de todo aquello, podía ser por ese asunto de Leroux, por esas anomalías que él veía y que nadie más intuía, o podía ser por problemas en casa. Quizás era eso o todo al mismo tiempo, pero le estaba destruyendo a cada minuto que pasaba. El cabo Castro me mandó ir a preparar el coche de jefatura, que repasara los niveles y si no tenía combustible que fuese a llenar el depósito. Cogí los vales de gasolina y me dirigí a la gasolinera a llenar el depósito. El coche estaba listo para cualquier eventualidad. Cuando lo estaba aparcando en la puerta principal lo vi llegar. Un coche oficial del ejército con bandera del estado mayor. Un jefazo del ejército, un general, estaba seguro. Pero no fue así. Cuando se abrió la puerta contemplé en su hombrera dos estrellas de ocho puntas, era un teniente coronel. En su pecho lucían los pasadores de sus medallas, las conté, tres de alto y tres de largo, nueve medallas, más los cursos de especialidad que mostraba en su lado derecho. Entré al mismo tiempo que él, preguntó en la puerta por el jefe Martín, el policía de puertas me miró, como interrogándome si sabía de su paradero o por si estaba en su despacho.

—El jefe Martín está en su despacho —le respondí contestando a esa mirada interrogativa—. Si desea, acompáñeme —dije dirigiéndome al teniente coronel.

—Muchas gracias —me contestó amablemente.

Subí las dos plantas con el teniente coronel detrás de mí, era la primera vez en tres días que, por fin, alguien venía detrás de mí. Al llegar al despacho de Martín piqué la puerta y pedí permiso.

—Jefe, el teniente coronel… —miré para él, pues no sabía que nombre decir, no se lo había preguntado.

—Juan Alaiz —respondió intuyendo mi duda.

Martín se levantó de su silla y fue a saludarle. Esos dos se conocían, lo presentía. Les dejé solos, me preguntaba a qué había venido ese teniente coronel con vehículo del estado mayor a nuestra modesta jefatura. Me olvidé de él, no me interesaba, si se conocían vendría a saludarle, siempre que alguien venía nuevo por allí, fuesen jueces, fiscales, policías, siempre pasaban o dirigían sus saludos al jefe. Seguro que era eso. Fui a ver al cabo Castro para decirle que el coche oficial estaba listo para cualquier eventualidad. Algo tendría para mí, estaba casi seguro, no me equivocaba, un montón de papeles que tenía que ordenar por fechas, eran solicitudes de los policías que había que ordenar para pasárselos a la firma a Martín. Antes de que me pusiera a ordenarlos, Martín llamó por el teléfono interior solicitando que entrase en su despacho. Castro me volvió a mirar algo enfadado, pensando, tal vez, que cuando había una tarea que hacer, siempre me zafaba de ella, como el otro día que le había tocado a él recolocar toda la basura. Pedí permiso y entré en el despacho de Martín; allí estaba todavía el teniente coronel.

—Pasa, Héctor —me dijo Martín—. Te presento al teniente coronel Juan Alaiz. Aunque creo que ya os conocéis, ya os visteis antes.

—Encantado de conocerle —le dije mientras extendía mi mano para saludarle.

—Igualmente —me respondió mientras a su rostro acudía una sonrisa malintencionada—. Así que, ¿tú eres el joven policía que descubrió a los presuntos asesinos de Leroux?

—Yo… —me estaba fastidiando que todos me considerasen una especie de héroe, cuando no había hecho nada, no pude continuar hablando, pues me interrumpió seguidamente.

—No seas modesto, hijo, ha sido una buena operación.

—Siéntate un momento —me ordenó Martín.

Me senté expectante a lo que me tendrían que decir cualquiera de los dos. No tenía ni idea de lo que me vendría encima.

—Héctor, el teniente coronel ha venido, más que a verme a mí, a verte a ti —aquello me desconcertó, pasé deprisa revista a mi paso por la Brigada Paracaidista por si había dejado algo pendiente—. Quiere decirte algo.

—Usted dirá, mi teniente coronel —utilicé la formula militar, sabía que les gustaba y a él seguro que también le agradaba.

—Mira hijo —otra vez hijo, muchacho, guaje, ¡es que nadie se daba cuenta de que ya había crecido!—, ayer descubriste a uno de mis topos.

—¿A quién? —a uno de sus topos dijo, no sabía a que se refería.

—Ahora te lo explico. Comprenderás que para el servicio secreto de nuestra patria —dijo patria y no sé por qué esa palabra me revolvía el estómago pronunciada de una determinada manera, concretamente como él la utilizaba—, es muy difícil introducir topos en organizaciones terroristas.

—Sí, supongo que sí —dije sin saber adónde quería llegar.

—Pues verás —su tono era el de un padre que está explicando a su hijo una de las verdades de la vida—, ayer reconociste a uno de mis infiltrados, al sargento Parra.

—¡Ah! El sargento Parra, así que era él.

—Sí, era él. Y te puedo asegurar que es muy costosa la introducción de un topo en una organización terrorista.

—Supongo que será muy difícil —dije desconociendo hacia dónde iba todo eso.

—Mira, hijo, nos costó mucho trabajo introducir al sargento Parra en esa organización.

Martín estaba callado, escuchando todo aquello, no sabía en que estaba pensando, ni si estaba al corriente de ello. Él era mi superior y yo sólo respondía ante él, lo que me dijese ese teniente coronel en realidad me traía al pelo si Martín no lo avalaba, seguí escuchando las peroratas de ese militar.

—He venido a verte para apelar a tu patriotismo y que no desveles a nadie la identidad del sargento. Y quise venir personalmente por la amistad que me une a Simón, pues fuimos compañeros en la Academia Militar.

—Pero, mi coronel… —le subí de rango, como que me equivocaba, eso sé que les agrada a todos ellos—. Desconozco si ese sargento está llevando a cabo alguna misión, yo sólo creí reconocerle en el grupo con el que estábamos tomando unas cervezas.

—Esa gente con la que estabais tomando cervezas son gentes de extrema izquierda que andan con un pie en la legalidad y otro en la ilegalidad. Por eso tenemos que tenerlos vigilados para que nadie dé el paso hacia posiciones peligrosas.

—Pero… en ese grupo no había nadie peligroso… todos eran chicos y chicas de organizaciones pacifistas o antiglobalización, o eso creo.

—En esos movimientos antiglobalización hay gentes peligrosas para la seguridad nacional. Esos inocentes pacifistas como tú los llaman esconden el germen de la destrucción de nuestra patria. Bajo ese pacifismo se esconden posiciones antimilitares, antisistema. Posiciones muy peligrosas que hay que tener muy vigiladas.

—Pero… —aquello me estaba desconcertado, yo no había visto nadie peligroso allí, estaban unos estudiantes con Paco, estaba mi tío, Begoña y yo—, allí nadie planteó nada extraño, fue una tertulia amena, que el que más habló fue mi tío.

—Tu tío Ángel, ya lo conocemos, un personaje antisistema.

—Mi tío es buena persona —dije enfadado, aquello me estaba molestando, pero no sabía qué me molestaba más, si el tono represor del teniente coronel o el silencio de Martín.

—Dejemos el tema —cortó de repente—. El caso es que tengas la boca cerrada que de eso depende la identidad de nuestro infiltrado.

—Pero… si en aquella reunión fue el sargento Parra el único que hablaba de lucha armada ante el desconcierto de todos.

—No entiendes nada, muchacho, en este mundo hay que ir de radical para que se acerquen a ti los extremistas, para que intenten captarte, para que te vayan introduciendo en su mundo.

—Esté tranquilo que no pienso decir nada a nadie. No gano nada diciéndolo.

—Sabía que eras un chaval inteligente y que lo ibas a captar rápidamente. Por eso quise venir personalmente, pues en otros casos no solemos actuar así.

—A qué se refiere…

—Pues mira, si no fueses quien eres y la amistad que me une a Martín desde la Academia, la forma de actuar hubiese sido más dura contigo. Y si no hubiésemos sido capaces de doblegar tu voluntad tendríamos que darle un toque a esa preciosa niña que iba contigo.

Martín había estado escuchando desde el principio sin abrir la boca. Desconocía qué estaba pensando de todo aquello pero cuando veladamente profirió aquella amenaza contra mí y, más concretamente, contra su hija, su ademán neutral cesó. Se levantó deprisa sobre su asiento y agarrando al teniente coronel por la corbata con la mano derecha le puso la izquierda en la nuca impidiendo que moviera la cabeza, un simple movimiento brusco lo hubiese estrangulado. Arrimó su cara a la del teniente coronel, nariz con nariz y no le susurró al oído precisamente, su voz parecía sacada de ultratumba.

—Mira, ¡hijo de puta!, esa niña preciosa es mi hija. Si tengo conocimiento de que le pasa algo, verás tu cadáver en cualquier cuneta y yo no bromeo. Estoy hasta los cojones de vuestros jueguecitos de buenos y malos, de criminalizar a gentes humildes, de crear más mentiras de las que alguien puede soportar. Conozco vuestra táctica de introducir gente en organizaciones haciéndose pasar por unos radicales para incitar al resto a cometer actos que no desean. Estoy harto de vuestros métodos. Te lo advierto, ni se te ocurra tocar a mi hija o tu pellejo no valdrá nada.

—Visto —dijo arreglándose la corbata y colocándose el pelo cortado a cepillo.

La escena que acababa de presenciar era violenta para ese teniente coronel. La jugada de la amenaza le había salido mal, muy mal, no sabía que la muchacha que me acompañaba era la hija de Martín. Se levantó, posiblemente algo humillado, y dirigiéndose a Martín, antes de abandonar el despacho, le espetó:

—Mucho ha cambiado nuestra vida desde la Academia, ¿eh?, Simón.

—Tal vez no ha cambiado nada y los dos seguimos en lados opuestos de la barricada.

—Sabes Simón que yo desde la Academia ya estaba en los servicios secretos y que me ordenaron hacerme amigo tuyo para tenerte vigilado.

—Siempre lo sospeché, Juan, siempre lo sospeché. Eras tan hijo de puta entonces como ahora.

Yo había pasado a un segundo plano, ninguno me prestaba atención. Esos dos estaban librando su particular batalla, una que llevaban guardada desde hacía años y ninguno se había atrevido a dar el pistoletazo de salida. Cuando el teniente coronel estaba cerca de la puerta dispuesto a marchar, se giró y dirigiéndose de nuevo a Martín con tono provocador le dijo:

—Te sorprendería mucho si te digo que de esos detenidos que tiene el comisario López por el posible homicidio de Leroux, uno de ellos es un agente mío infiltrado en organizaciones de ultraderecha.

—No, no me sorprendería.

—Pues lo es. En estos momentos le habrá llegado a López el escrito de Capitanía General explicándoselo. Ya ves, a veces hay que cometer delitos para estar bien camuflados. Ese hombre mío marchará dentro de un rato para su casa. Inmunidad, ya sabes.

—¡Lárgate! ¡Me das asco! —daba la sensación de que Martín iba a saltar sobre él para partirle la cara.

—¡Ah! Se me olvidaba, a lo mejor te interesa. Mi hombre me dijo que cuando dejaron a Leroux tendido en la parte de atrás de la Facultad de Estadística, lo dejaron magullado, pero vivo. Vais a tener que buscar por otro sitio a sus asesinos.

Se colocó la gorra de plato y salió del despacho. Sus últimas palabras habían destrozado a Martín. No por lo de tener que buscar sus asesinos en otro sitio, que estoy seguro Martín llevaba días buscándolos. Más bien porque los servicios secretos se introducían en todos los lados y cuando algo ocurría nunca se sabía quién lo había provocado, si una organización terrorista o ellos mismos, era el terrorismo de Estado en su más amplia expresión. Me vino a la mente un libro que leí en cierta ocasión sobre un jefe de policía obsesionado con dar caza a los integrantes de un grupo terrorista. Había ido introduciendo agentes en la organización que tenían que ser más radicales que los propios terroristas, preparaban atentados al igual que todos para no ser descubiertos. Llegó un momento que había detenido a todos los miembros de la organización y sus agentes eran los únicos que quedaban en ella. Y llegó un momento que él ya planeaba los atentados y la dirigía, llegándose a convertir en un brazo armado dirigido por él. Cuántos de los encapuchados, blandiendo proclamas que vemos en los telediarios, bajo sus máscaras se pueden esconder miembros de los servicios secretos. No quería seguir pensando en ello, era demasiado complejo para mí.

Martín se recostó en su sillón, sacó la carpeta donde guardaba todo lo relativo a Leroux y volvió a repasar las manchas de sangre dibujadas sobre aquel papel. Seguía buscando anomalías, provocando ese caos cognoscitivo que le iluminase hacia la luz del conocimiento. Llamó a López, quería comprobar lo que acababa de decir el teniente coronel.

—López, he tenido una visita. Uno de los jefes de los servicios secretos. ¿Es cierto que tienes que poner en libertad a uno de los posibles asesinos por ser de los servicios secretos y estar cumpliendo con una misión?

La respuesta de López debió ser afirmativa a juzgar por la expresión de Martín. Se inclinó hacia atrás en su sillón y volvió a preguntarle:

—¿Qué declaración hizo ese sujeto?

López debía estar corroborando palabra por palabra las expuestas por el teniente coronel. Martín estaba en esa situación ambivalente, por un lado le molestaba todo aquello, pero por otro se sentía satisfecho al comprobar su tesis inicial de que tanta anomalía en aquel caso indicaba que no estaba cerrado como se pensaba.

—Gracias, Miguel —pocas veces llamaba Miguel a López, posiblemente sólo cuando se sentía más cercano a él.

La mañana tocó a su fin antes de lo previsto. Apenas habían pasado diez minutos de la una y Martín se dirigió a mí diciéndome.

—¿Has quedado con alguien a comer?

—No —respondí seguro, no entendía la pregunta, creí que era una indirecta y que en realidad me estaba preguntando si había quedado con Begoña, pero no fue así.

—Pues, entonces, te invito a comer. Dejemos el trabajo por hoy.

Aquello me llenó de entusiasmo, iba a acompañar a Martín a comer. Sólo con él, tendría la oportunidad de saber lo que se escondía en un rincón de su atormentada alma.

* * *

Era muy tarde, las noches son frías en Diwaniya, son frías siempre en los desiertos. Begoña llevaba dormida varias horas. Estaba cansado, llevaba mucho tiempo pegado al ordenador, escribiendo la entrevista al coronel Juan Alaiz y dos capítulos de la historia del asesinato de Leroux. Mi artículo sobre el coronel era duro, no me había limitado a la entrevista, había vertido todo lo que sabía sobre la forma tan particular que tenía de la lucha antiterrorista. Había contado su parte de responsabilidad en el asesinato de Leroux, su forma de ir introduciendo agentes, topos, en las organizaciones, su forma de instigar al delito para detener y presentar como terroristas a gente que si a lo mejor no hubiesen sido instigados nunca se hubiesen acercado a ese mundo. En realidad no tenía la respuesta para luchar contra todo aquello pero estaba seguro que aquellos métodos no conducían a una solución. Pero mi artículo no era nada más que un desquite con la historia, una forma de saldar cuentas con la memoria. En esta vida llega un momento en que nos damos cuenta que no podemos ganar la guerra y nos conformamos con ganar alguna escaramuza. Y, aquella era mi venganza, mi particular guerra de guerrillas contra el terrorismo de Estado. Cuando mi artículo apareciese en el periódico, la espiral se desataría y todos los medios de comunicación buscarían información sobre el coronel, todos los afectados de una forma u otra saldrían a dar su testimonio, incluso los propios responsables de los servicios secretos que tuviesen al coronel como competidor se encargarían de filtrar información para derrumbarle, aunque su objetivo fuese derrumbarle para ponerse ellos, aquel coronel tenía en ese momento menos futuro que un caramelo a la puerta de un colegio. Se terminaría su carrera militar. El ministerio, el gobierno, cargaría contra mí, estaba seguro, diría que mi artículo había provocado un retroceso en la lucha antiterrorista, intentarían censurarlo, pero no podrían, la espiral competitiva de la información se desataría y sería incontenible, la propia competencia en la información devuelta contra el sistema. ¡Qué ironías tenía la historia!

Recuerdo que en aquel momento el sueño no me dejó continuar escribiendo. Tenía que dormir algo y seguir escribiendo sobre el asunto de Leroux. En aquel momento lo necesitaba, empezaba a tener prisa por contar y acabar la historia.