CAPÍTULO 18

La manifestación

La plaza de La Cibeles estaba cortada al tráfico varias calles antes. Se veían policías desde mucho atrás. Las retenciones eran múltiples, muchos conductores maldecían lo que pasaba. Pero eso no me extrañó; siempre es igual, hemos caminado hacia un mundo insolidario, si es que alguna vez fue otra cosa. Si los taxistas cortan las calles reivindicando algo, todos protestan, pues les rompen su ritmo diario y producen atascos, nadie pregunta cuales son sus problemas. Lo mismo si son las enfermeras, los profesores, los metalúrgicos o ponga usted el ejemplo que desee, siempre es así. Nadie se solidariza y parece que la opinión pública carga contra ellos antes de que lo haga la policía. Aquel día no iba a ser de otra forma, todo el que por allí pasaba mostraba su malestar por el corte y desvío por otras calles que les hacían recorren vías por las que no estaban acostumbrados. Eso es lo que en realidad molesta; que nos desvíen de la rutina, decimos que la odiamos, pero en el fondo no sabemos vivir sin ella.

La gente iba llegando a la plaza desde diferentes sitios. Parecía que siempre había alguien que faltaba. La convocatoria estaba siendo un éxito. La pancarta que abría la manifestación era portada por varios dirigentes del PSOE, IU, CC. OO, UGT, y otros grupos ecologistas, pacifistas y feministas. Me coloqué de frente a la pancarta que abría la manifestación y leí el lema que servía de pórtico: paremos el fascismo. Martín tenía razón cuando vaticinó a López que trabajase deprisa en localizar a los asesinos. Me estaba imaginando toda esa gente protestando sin tener contra quien dirigir su ira, sin una respuesta a su indignación, hubiese sido una batalla campal de resultado incierto. El que los presuntos asesinos de Leroux estuviesen detenidos permitía una válvula de escape en la protesta, una pequeña muestra de que el sistema funcionaba.

Me fui acercando a la cabeza de la manifestación, reconocí a varios líderes sindicales y políticos que antes sólo había visto por la televisión. Entre ellos estaban María y François; iban también en la cabeza portando la pancarta. Demasiada gente. Pancartas de todos los gustos y banderas de todos los colores. No veía a mi padre, ni a mi tío que seguro estaba allí, pues nunca se perdía un sarao de esos, ni a Martín, ni a Begoña. Me incomodaba estar sólo en aquel mare magnum por eso me acerqué a María. Era la persona que más confianza tenía de todos los que estaban en cabeza. Me hice ver y dio resultado; María me llamó.

—Héctor, Héctor —la saludé a distancia con un gesto, no me atrevía a dar voces, era posible que no me oyera y me dirigí hacia ella—. Ven Héctor que te voy a presentar —María llevaba gafas oscuras, tal vez, para que sus ojos llorosos no se vieran.

—Hola María, estoy buscando a Martín y a mi padre —dije para indicarle que en realidad no estaba sólo en aquel marasmo.

—No los he visto. Ven un momento que te quieren conocer —me acerqué y allí estaba, a su lado el tal Paco—. Mira Paco, este es Héctor, el muchacho —otra que me llamaba muchacho, aquello no es que me molestara, es que me estaba sacando de quicio—, que gracias a su intervención permitió descubrir a los asesinos de Víctor.

—Encantado —Paco extendió su mano ofreciéndomela—. María me ha hablado de ti. Te doy las gracias por tu intervención en nombre de todos los amigos y compañeros de Víctor. No lo podremos recuperar pero por lo menos nos queda el consuelo de que sus asesinos están entre rejas.

—Gracias, pero yo no hice nada. Si tenéis que dar las gracias a alguien sería al Comisario López, él puso todos los mecanismos en marcha para la detención de todos ellos. Yo en realidad sólo le aporté una pequeña información, mi intervención fue muy pequeña.

—No seas tan modesto, muchacho —otro que me llamaba muchacho, tenía ganas de gritarles a todos que me llamaba Héctor—. Sé que nos oíste a María y a mí discutir enfrente de la librería y que lo que dije sobre la furgoneta que vi lo trasladaste, lo que permitió la detención de todos. Te doy las gracias pues yo no hubiese ido voluntariamente a dar ese dato a la policía, pues te puedo asegurar que me repugna. Además, pensé que lo sabían y no querían hacer nada.

En aquel momento sentí a Begoña detrás de mí, llamándome. Agradecí la interrupción por dos razones: la primera, es que no tenía tema de conversación con Paco y no me sentía muy cómodo dialogando con él; la segunda, que la verdadera razón de estar allí era para poder ver a Begoña. Se acercó a mí y me dio dos besos. Paco observó la escena y comprendió que sobraba, así que se disculpó:

—Muchacho —me volvió a extender la mano mientras repetía ese nombre que ya me estaba siendo tan familiar y le ofrecí la mía—, gracias por todo. Si quieres, cuando acabe la manifestación, unos cuantos compañeros nos reuniremos en la cafetería Kaplan, la que está enfrente de la librería de María. ¿Sabes cuál es?

—Sí, sé cual es —dije seguro de ello, pues era la cafetería en la que había estado con María charlando.

—Pues, lo dicho, si te animas, al finalizar todo, pásate por allí y así te presento a compañeros que quieren conocerte y darte las gracias por todo —aquello me halagaba, me estaba convirtiendo en un héroe cuando no había sido más que un cotilla—. Si quieres —y miró para Begoña—, tráete a tu compañera.

—Allí estaremos —contestó Begoña sin darme tiempo a articular ni una palabra—. Así conocerán todos al héroe —cuando dijo eso no necesité mirarme para saber que me había sonrojado hasta el hígado.

Nos alejamos de la cabeza de la manifestación hacia el interior de la misma. Begoña caminaba colgada de mi brazo, aquello me gustaba, la sentía cerca de mí. Íbamos buscando un hueco entre el gentío. No vimos a Martín, ni a mi padre, en realidad tampoco los buscábamos. La tarde estaba fría, la manifestación caminaba despacio, no había consignas incendiarias, se caminaba en silencio. Recorrer la Castellana duró casi tres horas. Medio millón dijeron los organizadores, cien mil la policía, nunca he entendido la forma que tienen de contar a la gente que acude a estos eventos. Dicen que multiplican los metros de largo y los de ancho que ocupan los manifestantes, eso, al parecer, les da los metros cuadrados que ocupan, a partir de ahí los multiplican por dos, tres o cuatro personas según la densidad que ocupan. Ese es el método, no debe existir otro o por lo menos no me lo han explicado.

La cabeza había llegado a la Plaza Castilla. Eran casi las ocho, de noche, hacía demasiado frío, los asistentes nos dispersábamos despacio, sin prisas, el tráfico seguía cortado, no había coches, era una visión idílica de la Castellana, de la Plaza de Castilla, a lo mejor era eso lo que nos impedía caminar más deprisa. Nos negábamos a volver a ver aquello como lo conocíamos, con bullicio, coches, prisas, ansiedad y el loco deambular de una vida que camina hacia dónde no teníamos ni idea.

Aquellas tres horas me permitieron ir hablando con Begoña, acercándome a ella, acercándonos los dos. El tiempo trascurría deprisa, bueno, transcurriría cómo le diera la gana. A mí me parecía que pasaba volando al lado de ella. Me comentaba sobre la facultad, sobre los profesores, sobre sus aspiraciones en la vida. Quería ser reportera de un medio de comunicación que le permitiera viajar, conocer el mundo, cubrir todos los eventos que ocurriesen fuesen dónde fueren. Admiré esas ganas de vivir, de conocer, esa ingenuidad con la que miraba todo, con esa curiosidad de explorador que le hacía abrir sus ojos como una niña pequeña ante la sorpresa de un regalo de reyes. Me estaba enamorando de ella y sentía que aquello no tenía marcha atrás.

Si Martín había ido no le había visto, ni a mi padre, demasiada gente, demasiada concentración de viejos y nuevos luchadores por la libertad. Nos dirigíamos al metro cuando una voz detrás de nosotros nos hizo girar la cabeza.

—Héctor, Héctor.

Giré la cabeza por si era a mí a quien llamaban; en efecto era mi tío Ángel, sabía que había venido, él no podía fallar a ninguna cita de esas. Estaba como siempre, más arrugado que una patata pero con más vitalidad que un guaje, como él decía, de quince años, seguía con su sempiterno ducados en los labios y su maldito escepticismo sobre un mundo que cada día le merecía menos respeto.

Guaje, no te marches, espera a tu tío —se acercó a mí y me abrazó, era mi tío preferido, bueno era el único que tenía pero estoy seguro que si hubiese tenido diez más, él sería mi preferido.

—No te había visto, pero sabía que andarías por aquí.

—No me buscaste, con una belleza como ésta a tu lado —miraba para Begoña—, no me extraña que no lo hicieras. ¿Quién es?

—Mi tío Ángel… —dije mirando para Begoña—, es Begoña, la hija de Simón Martín.

—¡Ah!, la hija de Simón, como has crecido. La última vez que te vi eras una mocosa de pocos años y ahora eres toda una mujercita. Bueno, chicos, os invito a tomar unos cafés para entrar en calor.

—Tío, hemos quedado con una gente que estaba en la mani en la cafetería Kaplan, ¿si quieres venir?

—¿Tienen vino en esa cafetería? —nos echamos a reír con él.

—Seguro que sí —sonreí, sabía que mi tío se apuntaba a un bombardeo y me agradaba que viniera con nosotros, era toda una garantía de pasar aquella velada de una forma distendida.

El viaje en metro fue incómodo, demasiada gente en él, gente que venía de la manifestación, gente que iba en busca de la noche, de las noches de Madrid, gente que venía del trabajo, o simplemente gente. Tener a mi tío allí era todo un lujo, alguien que había vivido todo lo que se puede vivir y mantenía el espíritu como un rapaz, me sentía bien con él. Siempre estaba de broma y yo era su sobrino preferido, me apetecía mantener un buen tono de broma con él, por eso le pregunté:

—Bueno, ¿cuándo te casas? —en el metro estaba prohibido fumar pero allí estaba él con su ducados en la comisura de los labios, aunque sin encender.

—Según tu madre, o sea, mi hermana, debería casarme, ya. Pero soy de otra opinión. Aún soy joven para eso —en ese momento rompimos a reír los tres—. Tu madre me quiere casar con la maestra, la verdad es que lo intenta, pero te puedo asegurar que de eso y de quedar preñado me voy a librar bien.

—La maestra, sería buen partido —inquirí, sólo para que se molestara un poco—. Tú es que no la miras con buenos ojos.

—¿Con buenos ojos? —me miró desconcertado—. Pero no ves que tu madre me quiere casar con ella. Desde luego tu madre no entiende que yo voy por libre. No me veo con una vida en casa, encendiendo la chimenea, poniéndome zapatillas y preparando la comida para dos. En fin, déjalo, no creo que me case en este siglo y si vivo lo suficiente tampoco en el siglo que viene.

Caminábamos los tres en dirección a la cafetería Kaplan, bajamos en el metro de Santo Domingo y subíamos por la pendiente de la Gran Vía en dirección a la calle Libreros charlando de mil y una cuestiones del mundo, de Dios, de los vivos y de los muertos. Así era el tío Ángel, daba igual el tema que se sacase él los dominaba todos. Llegamos a la cafetería Kaplan, un grupo de jóvenes rodeaban a Paco alrededor de una serie de mesas que habían sido colocadas para la ocasión. Cuando nos vio entrar se levantó a saludarnos. Mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que también conocía a mi tío, la verdad es que pensé en ese momento que tenía un tío que parecía embajador en la ONU.

—O sea, Ángel, que éste es tu sobrino —dijo Paco un poco sorprendido.

—Carne de mi carne, sangre de mi sangre —ante aquella ocurrencia de mi tío todos rompieron a reír.

—Sentaros aquí —y nos ofreció tres sillas para que entráramos en el círculo que formaban todos—. Antes de que pidamos algo para beber, atentos todos —dijo dirigiéndose al grupo y se hizo un silencio—. Este compañero que tenéis aquí —me pasó su brazo por encima del hombro—, ha sido el artífice de que los asesinos del compañero Leroux estén ya en la cárcel —comenzaron a aplaudir y me sonrojé.

—Yo… en realidad no hice nada, pasé una información que oía Paco al comisario que dirige la investigación y… bueno… parece que dio resultado.

—No seas modesto. Venga, sentaros aquí con nosotros. Tú, Ángel, a mi lado, que tenemos mucho que hablar.

Corrían las jarras de cerveza demasiado deprisa, mi tío me miraba inquisitoriamente, preguntándome sin hablar: ¿dónde está el vino? Le pedimos una botella al camarero, sólo tenían de marca, un Marqués de Cáceres, ¡chapeau!, por el paladar de mi tío. El vino y él eran las dos caras de una moneda, el yin y el yan.

—Esto tuyo del vino —le interrumpió Paco—, ¿no tendrá nada que ver con tu frustración por no haber sido cura? —volvíamos a reír.

—Tal vez, Paco, tal vez —y dio un trago a su copa.

Cinco muchachos que rondaban los ventitantos, más o menos de mi edad; tres muchachas algo más jóvenes; una feminista de más de cuarenta, amiga personal de Paco, casi seguro; mi tío Ángel, Paco, Begoña y yo, todos formábamos aquel círculo. Viejos militantes contra la dictadura y jóvenes luchadores contra la globalización, dos generaciones que se daban cita en aquel momento y que la muerte de Leroux había puesto en diálogo. El muchacho del fondo, el que tenía el pelo más largo y portaba un arete en su oreja, comenzó a liarse un peta. Paco le reprendió.

—Luis, aquí no. Esto es un lugar público y se pueden molestar los demás clientes, déjalo para tu casa.

—Visto —respondió el tal Luis.

Aquella contestación no me dejó indiferente, yo conocía a ese muchacho, yo lo conocía y no era capaz de ubicarle, esa contestación de «visto» era propia del ejército, tuvo que ser allí, pero no acababa de situarlo. Una tal Lorena me sacó de mis reflexiones cuando dirigiéndose a Paco y a mi tío les preguntó:

—Yo voy a todas las manifestaciones, sobre todo las antiglobalización y siempre me encuentro viejos luchadores de diferentes ramas del anarquismo, del comunismo, y todo me pilla muy lejano, me gustaría que me indicarais un libro que hablara de todas esas tendencias para conocer un poco de su historia.

—No lo necesitas —interrumpió mi tío— es bastante fácil de comprender —se hizo un silencio y todos le escuchaban, hasta Paco parecía que quería aprender algo que seguro dominaba del todo—. Mira, a finales del siglo XIX los anarquistas y los comunistas estaban unidos en una internacional que se llamó la primera. Las dos máximas figuras eran Marx y Bakunin, personajes grandiosos en cuanto a tamaño y sapiencia, siempre andaban discutiendo como hermanos mal avenidos. Los problemas internos y la presión de los gobiernos dieron al traste con aquella internacional. Se formó la segunda internacional en la que ya no estaban los anarquistas. Pero esta segunda con la primera guerra mundial y el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, se rompió. Por un lado quedó la segunda internacional, defendiendo que se podía caminar hacia otro mundo con reformas del sistema y por otro se creó la tercera internacional que preconizaba la revolución frente a la reforma. Pero la tercera internacional que preconizaba la revolución, a la muerte de Lenin y la subida al poder de Stalin se resquebrajó. Quedó por un lado la tercera internacional con Stalin a la cabeza y por otro los seguidores de Trotsky que defendían que la revolución había sido traicionada por Stalin. Así llegamos más o menos a la altura de la guerra civil española. El bando republicano estaba dividido principalmente en esas tendencias. La CNT representaba a los anarquistas, el PSOE a los socialistas de la segunda internacional, el PCE a los comunistas de la tercera internacional y el POUM estaba cercano a la cuarta internacional. Anarquistas, socialistas, comunistas y trotskistas, ese era el panorama. Con el triunfo más tarde de la revolución China, los seguidores de la tercera internacional se resquebrajan otra vez en prosoviéticos y maoístas. En la transición española existían grupos y partidos de todas estas tendencias. El PSOE socialista; el PCE comunista; la CNT anarquista; la ORT, el PTE y el MC más o menos maoístas; la Liga y algún grupúsculo más como el PST, el POSI etc, trotskista. Todos fueron dejando algo de carne en las alambradas de la represión, unos más que otros, es cierto. A principios de los ochenta, el PCE y la ORP se fusionan en el PT, y al mismo tiempo que se unen, se disuelven. A mediados de los ochenta el PCE se va transformando en una coalición que es lo que hoy conocemos como IU. A finales de los ochenta el MC y la Liga se unen y les ocurre lo mismo que a los otros, acaban desapareciendo del mapa. Al final llegamos a este momento donde sólo queda el PSOE e IU, los restos de todos aquellos luchadores de los otros grupos terminaron en sus casas frustrados, quemados, o pidieron el alta en el PSOE o en IU. Alrededor de todo eso quedaron grupos de feministas de una u otra tendencia, ecologistas y cristianos de base que pululan por ahí sin saber a ciencia cierta a que mástil agarrarse. Y esa es la historia, muchacha, nuestra historia, la historia de todos los vencidos. Y aquí estamos todos de nuevo, socialistas, comunistas, anarquistas, trotskistas, y todos los ex de los anteriores, unidos, luchando contra un mundo injusto, sin saber donde ir, reivindicando utopías que soñamos y queremos alcanzar.

Se hizo el silencio, se miraron unos a otros, así era mi tío, había sido capaz de resumir más de cien años de movimiento obrero en un santiamén y a continuación se fumaría un ducados con toda la flema del mundo.

Yo seguía mirando al muchacho del peta estaba seguro de que le conocía pero no era capaz de ubicarle, de repente él rompió el silencio.

—Todos os equivocasteis, por eso fuisteis derrotados. El único camino es la lucha armada.

—Luis —interrumpió Paco—, no seas tan radical. La lucha armada está demostrado que no conduce a nada.

—Es la única forma de que los que mandan nos hagan caso —respondió Luis, seguro de lo que decía.

—No guaje —interrumpió mi tío—, ese no es el camino. Te lo aseguro.

—¿Que no es el camino? —interrumpió el del peta—. Y, ¿cuál es el camino? Acaso, ¿estas manifestaciones que parecen procesiones?

—Mira guaje —mi tío se estaba enfadando con el chaval—, estas procesiones, como tu las llamas, son las únicas formas de luchar contra un mundo injusto. Sacar a todo el mundo a la calle, que la mayoría de la gente sienta la necesidad de que otro mundo es posible, que lo pida en la calle, en el parlamento, en las escuelas, en las fábricas, en todos los sitios. No sirve de nada la lucha de dos iluminados que se crean en posesión de la verdad y obliguen a los demás a seguir su camino. Y mucho menos provocando muertes. Hay que construir un nuevo mundo pero nunca sobre cadáveres.

—No estoy de acuerdo —volvía por sus fueros el chaval del peta, y yo le seguía mirando, con la seguridad de que lo había visto en algún lugar, pero no conseguía localizarlo—. La lucha armada crea una situación de terror en la población, el estado reprimirá más y la gente se echará a la calle.

—¡Qué ridículo eres guaje! —mi tío estaba realmente enfadado, le conocía bastante bien para saber que era así—. Un grupo de iluminados siembra el terror en la población, el Estado apoyado por esa situación reprime y la gente se echa a la calle pidiendo el cese de la represión. No ves que es un análisis kafkiano. Debemos luchar desde la libertad, que los ciudadanos asuman su camino desde la libertad. Además, no te das cuenta que el Estado utiliza el terrorismo para vender más seguridad contra libertad. Y nos lo presenta como antagónicos, o seguridad o libertad. Cuando en realidad deben ser parte de un mismo binomio.

Se hizo un silencio, Luis, el guaje, el del peta, no siguió hablando, estaba solo, nadie de los allí presentes le mostraba su apoyo, por eso cerró la conversación con:

—Visto —en ese momento me di cuenta de quién era.

Visto, era una forma muy particular de cerrar las conversaciones en el ejército. Aquel muchacho era, o había sido, un joven sargento del ejército que coincidió conmigo en la BRIPAC. No se acordará de mí, pensaba. Él acababa de llegar de la academia cuando yo me licenciaba, pero estaba seguro de que era él. Busqué en mi mente su nombre, estaba seguro de que no se llamaba Luis. Sargento Parra, eso era, sargento Parra. Cuando todos nos levantamos de aquella mesa me dirigí a él.

—Perdona, Luis —le dije.

—Sí, dime —dijo sin prestarme mucha atención, mientras buscaba en su bolsillo el peta que se había liado, con la intención de fumárselo en la calle.

—No sé si me equivocaré, pero te pareces mucho a un sargento que tuve unas semanas en la BRIPAC, se llamaba Parra —me dirigió una mirada que derretía el hielo, era como si le hubiese descubierto una tapadera que no sabía muy bien en qué consistía.

—Pues, te has equivocado, no tengo nada que ver con ese tal Parra —me estaba mintiendo, lo sabía, pero no entendía que hacía aquel sargento en aquel grupo y menos con aquellos planteamientos radicales de defensa de la lucha armada.

No le di más importancia al asunto, si era él, no quería que lo reconocieran, a lo mejor se arrepentía de su pasado. Pero podría ser que me hubiese equivocado. En aquel momento no tenía más importancia todo aquello, me fui olvidando del asunto mientras me iba despidiendo de todos. Se fueron retirando a sus casas, era tarde. Mi tío me recordó que mañana quedábamos a cenar a las diez en el hotel dónde estaba alojado y se despidió de nosotros. Yo acompañé a Begoña hasta su casa. Y fue ese día cuando, al despedirnos, me puso sus manos en mis mejillas y me plantó un beso en los labios. Quedé paralizado mientras se alejaba, había reaccionado tarde. Me habría gustado haberla abrazado y devolverle el beso, no me había dado tiempo, la vi alejarse y despedirse en el portal mientras me lanzaba un beso.

Caminé despacio por las calles de Madrid. No quería que la noche se terminara. No quería perder el calor de los labios de Begoña. Mi mente también repasaba el día, un día extraño. Seguía sin entender que hacía aquel sargento en aquel grupo de manifestantes pacifistas pregonando la lucha armada, espoleando a todos con un radicalismo trasnochado que nadie quería, ni que a nadie le interesaba. Todo me envolvía, todo se me enredaba. Dejé que el sueño pusiera fin a mis cábalas, me esperaba otro día duro.