CAPÍTULO 17

Vuelta al pueblo

Begoña volvió de Tailandia y fue entonces cuando me di cuenta que hacía cinco semanas que llevaba escribiendo la historia del asesinato de Leroux. Sólo me había dado tiempo a escribir dieciséis capítulos, que aún no había ni repasado, y eso me daba miedo, pues nunca había abordado una narración tal extensa. Le entregué todos los folios a ella para que los leyera y me fuera dando su opinión. También le pedí que me hiciese las anotaciones que considerase oportunas. Yo desde ese momento me abandoné a la rehabilitación, iba poco a poco sintiendo los pies, ya iba flexionando las piernas; recuperarme sería cuestión de unas semanas más. Me dieron el alta en el hospital a condición de que todos los días de diez a once pasase por la sala de rehabilitación en traumatología. A ella acudía cada mañana, con mis dos muletas, con mi rostro de hastío y dejándome llevar por la pereza, esa sirena que nos atenaza a todos. No volví a escribir, ni a continuar la historia del asesinato de Leroux, no estaba motivado, no sentía la necesidad.

Transcurrían mis días paseando por el barrio, hablando con los jubilados en los parques, haciendo la compra y la comida, esperando a Begoña que volviese de la redacción del periódico y sin ganas de continuar la historia que había comenzado en el hospital. Begoña seguía insistiendo en que la retomase, que acabase de escribir lo que había comenzado, pero no estaba entusiasmado en ello. Me encontraba en esa fase en la que uno tiene que reflexionar sobre muchas cosas en su vida; sobre quien es uno, de dónde viene y adónde va. Y, para ello nada mejor que volver al pueblo que me vio nacer. Pedí a Begoña que solicitase permiso en el periódico y nos fuéramos juntos unos días para alejarnos de Madrid. Estaba hartándome su bullicio, su ritmo de vida, me molestaban sus calles que me traían recuerdos que debería controlar. Las manifestaciones contra la guerra de Irak habían casi desaparecido. La gente volvió a sus casas. La guerra aparentemente había terminado, las tropas norteamericanas e inglesas hacía días habían tomado Bagdad, Irak había sido convertido en un solar. Transformaron una gran mentira en verdad. Así son los poderosos: fabrican la verdad todos los días, crean cosmovisiones de la realidad que nos obligan a creer. Ahora nos intentan convencer de que la mejor manera de evitar las guerras es crearlas. Me asqueaba todo. Quedaban dos días para las elecciones municipales y el folklore propagandístico inundaba las calles. Necesitaba urgentemente escapar de Madrid. Necesitaba sumergirme en la tranquilidad de mi tierra, alejado de muchas cuestiones del pasado y del presente.

A Begoña no le daban el permiso hasta unos días después de las elecciones. Todo el mundo tenía que trabajar, había muchas entrevistas que cubrir. No podía esperarla, tenía que escapar de Madrid. Marché hacia el pueblo en el tren, todavía no podía conducir; Begoña vendría a recogerme la semana siguiente.

Necesitaba volver a mi pueblo para reconciliar el presente y superar ese punto de inflexión en la curva de mi vida. Debería buscar las respuestas en el pasado; en las raíces de mi valle, allá en El Bierzo profundo que surca el río Tremor; en las encinas que pueblan sus laderas; en las sendas que recorrí; en las escombreras que surgen por doquier; en los tejados de pizarra de esas casas oscuras con persianas siempre bajadas. Pero lo que de verdad necesitaba era alimentarme de la energía que aún quedaba en la fuerza de puños cerrados de rabia contenida por la mueca del desdén y sentir que por mis venas rezumaba el vigor de almas que construyeron el mundo destruyendo las entrañas de la tierra.

No quería escuchar las noticias de la televisión, ni de la radio, ni siquiera leía los periódicos. Las noticias me llegaban mediatizadas por mi padre, por mi madre, por amigos de la infancia que habían quedado en estas tierras. Mi vida transcurría tranquila, me levantaba tarde y paseaba por el pueblo con una sola muleta; la otra ya la había desterrado de mi vida. Me encantaba subir por la cuesta que iba desde la carretera general, lo que en otra época fue la antigua nacional VI, hasta la casa de mis padres. Esa pendiente me parecía enorme de pequeño, un pequeño trozo de ladera que se incrustaba en el pueblo. Me agradaba recorrerla día a día, era como si me cargara de energía cada vez que era capaz de subirla sin esfuerzo. Conseguí remontarla más de cinco veces al día sin que mis piernas se resintieran. Me iba recuperando. Pasaba los días charlando con algunos amigos de la infancia que no encontraron hueco en el mundo y se quedaron allí, manteniendo un espíritu que agonizaba. Pedro, mi fiel amigo de la banda del barrio de arriba, uno de los pocos compinches que había quedado allí, había entrado en la mina y era ya barrenista. Me hablaba de las reconversiones del sector minero, de las explotaciones a cielo abierto que no necesitaban tantos mineros, menos mano de obra, más producción. La racionalidad del sistema, me decía. Me explicaba cómo la crisis del sector se estaba sintiendo más en León que en Asturias. En León la minería es privada, la coges o la dejas por cuatro duros; perdón, por unos céntimos. Si te meneas eres sustituido por trabajadores venidos de Mozambique, Angola, que aceptan trabajar por menos dinero, reivindican menos y se les daban los puestos peores. Me hablaba de cómo la ideología racista ha ido calando entre los mineros: les han hecho creer que las condiciones de trabajo han disminuido por culpa de los trabajadores extranjeros. Que daba igual que les explicases que la culpa la tenía el sistema; no lo entendían. Sólo sentían que ya no podían tener un BMW como hacía años, y que ahora se tenían que conformar con un Renault o un Peugeot y de tamaño pequeño. Les dijeron que la culpa era de los extranjeros que les quitaban el trabajo y ellos se lo creyeron. Estaba hastiado de esa visión del mundo que nos conducía a un nuevo fascismo.

También pasé algunos ratos con Jesús; él había sido el jefecito de la banda del barrio de abajo; muchos años habían pasado desde entonces. Su vida era más tranquila en su tienda de comestibles, atendiendo a los clientes, pesándoles las peras, la carne, robándoles unos gramos por cada kilo, sintiendo el peso del proceso de racionalización del sistema en sus carnes sin analizarlo en sus justos términos. Cada vez vendía menos, por el éxodo de la gente a la ciudad de Ponferrada, por la crisis, por la competencia de las grandes superficies. Pero él seguía sin entenderlo, le echaba la culpa a los impuestos, al gobierno municipal, a los políticos, y reivindicaba un pasado que según él fue siempre mejor. Se hundía su negocio, se hundía su vida y refugiaba su ideología en un nacionalismo «garbancero», reivindicando una autonomía exclusiva para su tierra, cómo si esa fuese la respuesta a los problemas del mundo. Me acordé de Martín y su famosa frase: «cuando no tenemos respuestas, creamos justificaciones, hipótesis ad hoc, que nos permiten que no cuestionemos el mundo, que nos hagan soportable vivir en él, que la realidad se nos presente más llevadera».

Pero con el que mejor me pasaba los ratos era con mi tío Ángel, el hermano mayor de mi madre, «el solterón» como lo llamaba ella, «el ácrata soñador» como lo llamaba mi padre, «el madroño» cómo le llaman sus amigos. Nunca entendí la razón de ese nombre, no sé si era por el árbol o por su fruto rojo y sin aristas. Estaba viejo, bueno, siempre fue viejo, con su eterna barba de días, su ducados en los labios, sus pelos revueltos de chico malo y sus grandes ojos que seguían mirando el mundo con ironía. Era como un notario del pasado, el último superviviente de una hecatombe y siempre estaba allí, en el bar de Chelo, con su vaso de tinto, contando relatos del pozo a quien quisiera oírlos: de las huelgas eternas y encierros heroicos; de sindicalistas amarillos y chivatos del patrón; de jubilaciones basura y amigos que no están; de los pozos que se cierran y de los chamizos que abren. Y, entre historias verdaderas o verosímiles sólo el alba nos rescataba con su resaca en algún tugurio. Es difícil olvidarme de los paseos con él por el parque del pueblo.

—Mira este parque —me repetía siempre que estábamos en él—. Apenas tiene cincuenta metros de largo y diez de ancho. Pero es el único que tenemos y, como ves, nadie viene a pasear por él.

—Tal vez —le respondí—, es porque es demasiado pequeño.

—¿Pequeño? —me dirigió una mirada asesina—. Si es el único que tenemos. Ni es pequeño, ni grande, es el único.

—A lo mejor la gente prefiere pasear por otro lado.

—¡Qué va! La gente no pasea, se van a las discotecas o se quedan en casa embruteciéndose con la televisión. Pero si ya casi no van ni a los bares, con lo bueno que es emborracharse —me dirigió esa mirada maligna mientras sonreía.

—¿Por qué crees tú que no vienen?

—Les jode verme…

—¡Cómo va a ser por eso! —respondí sorprendido.

—Es por eso, aquí no hay espacio para que se escapen de mí. Conozco su vida y soy como su conciencia. No quieren oírme, les duele. Hasta tu padre no viene por aquí.

—¡No digas tonterías! —le miré un poco enfadado—. Mi padre anda liado con el asunto ese del ayuntamiento, y más desde que se le ha abierto la posibilidad de ser el próximo alcalde…

—Lo que tú digas, guaje… —otra vez se repetía, Martín me llamaba muchacho, chaval; mi tío guaje lo que es lo mismo, hacía tiempo que creí que ese estigma había desaparecido de mi vida.

—Lo que ocurre es que eres demasiado crítico con todos, no les das tregua, no haces más que darles estopa.

—Se la merecen, se han aburguesado. Ya no quieren asaltar los cielos. Caminan cómo decía Píndaro, «en el campo de lo posible», que por cierto era un poco maricón.

—¿Quién? —le miré desconcertado.

—Píndaro.

—Y tú, ¿qué sabes? Además, que más te da a ti lo que fuera.

—¿A mí? A mí me da igual, lo que pasa que siempre lo digo para que la gente se dé cuenta que sé de lo que hablo, que lo he leído, que conozco su vida. Vamos a tomar un vaso de vino ahí.

—¿Ahí? ¿Quién tiene ese bar? —era la primera vez que lo veía.

—Unos chavales muy majos. Son de Mozambique, dejaron la mina y montaron este bar. Es donde se reúnen la mayoría de los extranjeros de por aquí. Vamos, te va a gustar.

Atravesamos la puerta y miré su interior. Se notaba que era un local antiguo, me parece que antes ahí se ubicaba el economato de las minas, que ya está en el lugar de los justos. Había sido remodelado con cuidado, sin grandes ebanistas, ni eminentes decoradores. Era el trabajo artesanal de unos hombres que habían dedicado todo su esfuerzo en ir puliendo los detalles para que sus compatriotas se sintieran a gusto. Un local de refugio en sus ratos de ocio, que no serían muchos. Un billar americano al fondo, dos máquinas tragaperras en los laterales, una luz tenue en todo el local y un futbolín de segunda mano restaurado. Cuatro mozambiqueños jugaban en él con cervezas apostadas en sus esquinas. Otros dos, estos eran blancos, hablaban en portugués acodados en la barra. Al fondo cuatro mujeres con sus retoños daban de comer a los niños alrededor de una mesa redonda bajo una lámpara de apenas quince vatios. El camarero o el dueño, también era de Mozambique, no lo podía negar. Detrás de él una muchacha mulata, de unos quince años, bajaba música de la red, debía ser su hija, detrás de ella una mujer blanca a la que llamaba «mama».

—¡Hola, negros! —aquel saludo de mi tío me dejó helado, vi clavarse las miradas de todos de golpe.

—Ya llegó «el madroño» —repitieron casi al unísono los cuatro del futbolín.

—¿Qué tal estás blanco? —era el dueño el que saludaba a mi tío. Me relajé; comprendí que era todo una broma entre ellos llamándose por el color de la piel.

—Como siempre. Os presento a mi sobrino… mi sobrino Héctor, es periodista, está herido de una bala en Irak —había cierto orgullo en sus palabras—. Este es el más negro del lugar —dijo dirigiéndose al camarero—, Mohamed, un buen amigo mío. Aunque un poco moro —ambos se reían con las palabras de mi tío, mientras le estrechaba la mano.

—Encantado —respondí.

—Espero que seas tan buena persona como tu tío —me espetó, y comprendí de repente que todas las lindezas que se habían dirigido no eran nada más que la fórmula de saludarse que tenían todos los días.

—Es buen chaval —le dijo mi tío—. Estará unos días aquí con nosotros para recuperarse. Necesita vino de la tierra y los mimos de mamá —así era él, siempre irónico, sin que le importase si lo que decía o callaba pudiera parecer bien o mal. No me extrañaba que nadie quisiera pasear por el parque; no querían encontrárselo.

—¿Dos vinos? —preguntó Mohamed.

—Dos vinos —respondió mi tío.

Detrás de aquellos vinos, vinieron otros, detrás otros más, tenía pánico de levantarme del taburete en el que estaba sentado por miedo a caerme de la borrachera que estaba presintiendo. Mi tío seguía como siempre. «Como sigas todos los días con tu tío en vez de recuperarte de la columna, vas a coger una cirrosis», decía mi madre, no sin una cierta sonrisa. Tal vez fue el alcohol, o a lo mejor que necesitaba oír su opinión, pero en ese momento fue cuando se lo pregunté:

—Begoña quiere que escriba sobre el asesinato de Leroux, está empeñada en que el mundo necesita saber lo que pasó. Empecé a escribir algo en el hospital pero me he estancado; me falta motivación.

Dio un trago a su vino, el último. Su vaso quedó vacío. A continuación añadió un golpe con él en la barra, un gesto que sin palabras indicaba a Mohamed que tenía que llenarlo. Sacó su ducados y encendió un cigarro, dio la calada sin quitar el cigarro de sus labios, dejando que el humo le inundara los ojos. Le conocía bien, me iba a soltar una de sus frases favoritas, lo presentía.

—«Vale más morir como Ícaro, que no haber intentado volar».

—Miguel de Unamuno —añadí.

—Veo que estudiaste la lección. ¿Qué quieres que te diga? —su cigarro se consumía en sus labios, sin que le añadiese otra calada—. La crónica del mundo no es sólo la historia de la libertad o la lucha de clases, también es la epopeya de los hombres. Si escribes sobre el asesinato de Leroux, deberás conocer las razones que mueven a algunos individuos a no dejar de soñar jamás.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué debo entender perfectamente lo que es un SIR?

—Creo que entiendes perfectamente lo que es un SIR. Pero no es eso, es otra cuestión. Responde a una pregunta que planteó hace tiempo Santo Tomás: ¿qué es más poderoso; un rey, el vino, la fascinación por una mujer o la verdad?

—Supongo que un rey —dije sin mucha convicción.

—¿Por qué?

—Pues… un rey puede fabricar la verdad, puede fascinarse y tener más acceso a las mujeres que cualquier otro y el vino, no creo que sea más poderoso que los otros.

—Te sorprendería la cantidad de batallas que se han ganado o perdido con o por el vino. Guaje, cuando a esa pregunta respondas sin dudar: «la verdad». Cuando la necesites buscar, o contar, aunque nadie te entienda, ese día sabrás si debes escribir o no sobre el asesinato de Leroux.

—¿Estás seguro de que la verdad existe?

—No te he dicho que exista. Te he dicho que cuando necesites buscarla o contarla.

Caminar con mi tío era como caminar con una enciclopedia parlante. Era capaz de citar a Plutarco o Marco Aurelio con la misma facilidad con la que yo respiraba. Iba para cura, pero algo se torció en el seminario, dicen que una mujer, que un día saltó la tapia del muro que circundaba el histórico seminario de Astorga en busca de ella, que le absorbió el cerebro y que nunca fue el mismo; eso decía mi madre. Pero ella era una romántica y sé que en el fondo le hubiese gustado que fuese así. Mi padre era más pragmático y nunca se creyó aquella historia, siempre decía que fue el Concilio Vaticano II y Juan XXIII, que le hicieron ver que la iglesia podía ser de otra manera, que había otra forma de ver el catolicismo. Todo eso le hizo dejar los hábitos e ingresar en la HOAC, Hermandad Obrera de Acción Católica, quería difundir el evangelio de los pobres, por eso siempre su película preferida había sido Las sandalias del pescador. Aquello era más creíble que lo de la novia que le hizo saltar las tapias del seminario. Pero sé que todo aquello lo mandó a paseo, se introdujo en la mina a predicar el evangelio a los obreros, se convirtió en un cura obrero, sin ser cura. El resto era más conocido para todos, se convirtió en un luchador contra la dictadura con los evangelios en la mano. Sufrió cárcel y tortura. Cuando salió de la cárcel, sintió la necesidad de volver a la mina. La misma de la que hoy aconseja no entrar pues dice que ya no queda épica, y que se acabó cualquier epopeya. Hoy vegeta su prejubilación narrando historias verdaderas o verosímiles a los que le quieran escuchar y dando fe de un futuro incierto que ya no necesita carbón. Hoy pasea su pensamiento libertario, satinado de ironía, por las calles del pueblo. Mi madre lleva años intentando convencerle de que se debe casar con Irene, la maestra de primaria, una soltera de unos cuarenta y tantos años que es amiga suya. Una mujer que lleva su soltería sin mucho orgullo, reflejando en su rostro esa patética imagen de que se le ha pasado el arroz, los garbanzos y hasta las lentejas. Emplea su tiempo libre paseando con mi madre por la «ruta del colesterol», como irónicamente llama mi tío la senda que circunda la colina que va a dar al otro pueblo, cinco kilómetros de paseo, dos horas de charla sobre la vida, el pasado, el futuro y los vecinos. Y en las noches de melancolía se le oía tocar un chelo, que sonaba como el lamento de una gata en la oscuridad de un tejado perdido. Mi tío no estaba interesado en ella; bueno no estaba interesado en ninguna que le pudiera robar o sustraer de la vida bohemia que llevaba, de los ratos de paseo por «su» parque, de sus vasos de tintorro, de sus libros de la Grecia clásica y de las noches de tardío amanecer.

El día que Begoña vino a buscarme mi madre nos invitó a los dos, a mi tío y a su amiga Irene a comer, para celebrar mi recuperación y el triunfo de mi padre en el ayuntamiento. Mi padre ya era el futuro alcalde del pueblo. Había un pacto tácito entre el PSOE e IU, que le permitiría ser el alcalde. La comida no es que fuera tensa; eso no fue así, en realidad ver a mi padre y a mi tío discutir era un privilegio, pues era un debate intenso de ideas, de sueños frustrados, de anhelos contenidos. Y siempre terminaba de la misma manera, cuando mi tío cerraba las discusiones de esa forma tajante y sugerente. Aquel día fue algo así cómo:

—Fueron buenos tiempos, Ángel, ¿qué nos ocurrió?

—Tú abandonaste —dijo mi tío de forma tajante.

—Los tiempos han cambiado, ya no es lo mismo, hay que adaptarse.

—Vosotros habéis cambiado: bajasteis los puños, cerrasteis la boca a viejas canciones y retirasteis a Marx. De aquellos militantes heroicos, de aquellos SIR, ya no quedan ni las huellas y os burlasteis voluntariamente de la memoria histórica.

Unos días más tarde me darían el alta y tendría que volver a trabajar. El periódico me esperaba. Me había recuperado, tenía ganas de volver a escribir sobre crónicas de guerra, sobre crónicas de miseria, sobre crónicas de lo que pasa en este mundo. Mi batería estaba cargada, estaba dispuesto a volver. El día que me despedí de todos no me podré olvidar nunca de las palabras de mi tío.

—Recuerda guaje, si decides continuar escribiendo sobre el asesinato de Leroux, hazlo cuando sientas que necesitas contar o buscar la verdad. Y, si ese momento le llega, recuerda a Marco Aurelio, cuando dijo: «Coteja cuidadosamente la idea y las palabras. Penetra, con la consideración, los efectos y las causas».

Nos despedimos de él y allí quedó, en el bar de Chelo, rodeado de viejos carteles con la efigie del Che y del subcomandante Marcos sobre viejas fotos de Zapata y Villa en un Méjico mítico. Y, se quedó con sus pelos revueltos, su expresión de niño malo, su ducado en los labios y su sempiterno vaso de vino en la mano, mientras sonaban canciones de Ismael Serrano.

Si no ves más allá de tu horizonte,

estaremos perdidos.

Seguía siendo el gran notario de la hecatombe que había destruido nuestro pueblo. «Cuando necesites buscar o contar la verdad», me dijo. Eso fue lo que me motivó a volver a escribir. Y, hasta el día que volví al trabajo aún me dio tiempo a terminar algunos capítulos.