CAPÍTULO 16

Los archivos

Begoña me estaba esperando impaciente. Por el camino le fui enseñando los informes y el atestado de las tres muertes que se habían producido en Madrid de aquellos tres expolicías. Los iba revisando detenidamente y le iba ocurriendo como a mí, no había nada raro en todo aquello, eran dos accidentes totalmente fortuitos sin ningún tipo de negligencia ni de intencionalidad y un suicidio con fecha de entrega. Por su parte, ella había llamado a la prensa de Gijón para que le mandasen todas las fotos por correo electrónico que tuvieran sobre el expolicía ahogado en sus playas. Tampoco había nada anormal en ellas. En todas se veía el cadáver en bañador, tumbado en la playa con varios curiosos alrededor y, en algunas, la policía cuando acudió al lugar. No había nada raro en todo lo que teníamos. Aún nos quedaba el atestado del atropello en las calles de Alicante que había puesto fin a la vida del quinto que nos faltaba. Tenía esperanzas de que los archivos de la Dirección General arrojasen algo de luz en todo aquello.

—Disculpe, ¿el señor Damián? —le pregunté al policía que custodiaba la puerta y hacía de portero improvisado.

—Déjenme sus carnés. Les tomo los datos y pasan al despacho del fondo —le enseñamos los carnés, tomó los datos añadiendo la hora de entrada y entregándonos una tarjeta con la indicación de «visitantes» que deberíamos llevar colgada.

Fuimos hasta el despacho del fondo, dónde se podía leer en la puerta: «Jefe de archivos». Piqué suavemente en la puerta y pedí permiso. Una voz grave nos indicó que pasáramos.

—Buenos días, soy el agente de policía Héctor Álvarez Montoya. No sé si el comisario López le dijo algo.

—Efectivamente, me llamó y me puso al corriente de lo que quieren investigar. Usted —dijo dirigiendo su mirada hacia Begoña—, debe de ser la hija del jefe Martín, la que estudia periodismo.

—Si, soy Begoña, encantada de conocerle —le dijo mientras le extendía la mano para saludarle.

—Bueno, pues si les parece, síganme, les enseñaré donde están los archivos.

Le seguimos hasta el ascensor que descendió hasta la segunda planta del sótano. Esa tensión que siempre se produce en los ascensores por la ausencia de palabras que sólo se rompe con comentarios triviales sobre el tiempo, allí no se produjo. Aproveché el viaje para mi deporte preferido, observar y especular sobre la vida de las personas. Damián se me antojó el inefable bibliotecario que siempre asociamos rodeado de libros de olor rancio en lúgubres y húmedos lugares sólo iluminados por luz artificial. De unos sesenta años, mal llevados, con pelo escaso y blanco, encorvado y con unas gafas de monturas gruesas y negras. Si alguien, en aquel momento, me hubiese preguntado si podría decirle dónde había nacido le hubiese respondió sin dudar, que en una biblioteca. Llegamos a la planta segunda del sótano. El ascensor se abrió y el espectáculo que se presentó ante nosotros nos dejó a Begoña y a mí con la boca abierta. Aquel sótano era casi tan grande como un campo de fútbol, o eso me pareció, estaba lleno de estanterías que apenas contenían todo el montón de archivos que rebosan por doquier. Revisar aquello nos llevaría toda una vida, pensé en aquel momento.

—No se asusten —Damián nos alentaba al ver nuestra cara de asombro—. Es fácil buscar en estos archivos. No tienen nada más que ir consultando uno de esos ordenadores que tienen ustedes en ese lateral sobre la materia que quieren y les dará el número de estantería, la balda y el número de informe que habla del tema —respiramos tranquilos al oír aquello—. No crean, nos llevó mucho tiempo clasificar todo este material, más de dos años a diez personas, y fuimos capaces de crear una base de datos adecuada para la consulta de investigadores o historiadores.

Nos dejó solos en aquel tenebroso sótano, no sin antes recordarnos que no se podía sacar material, ni fotocopiarlo, que sólo se podía leer allí. Aquello suponía un fastidio, pero las normas eran las normas, y deberíamos respetarlas si es que queríamos que nos dejasen revisar todo lo que nos interesaba. Fuimos directos al ordenador, Begoña se colocó delante de él con seguridad, se notaba que dominaba aquello, yo me limitaba a mirarla.

—¡Mierda! —exclamó de repente.

—¿Qué ha pasado? —no entendía nada de lo que le había pasado.

—Nada, que marqué directamente la solicitud de información sobre la Brigada K y me dio «archivo inexistente».

—Cómo se te ocurre poner Brigada K —dije sonriendo—. Si es que existió, estará en otros archivos no accesibles al público y si no existió, pues no estará en ningún sitio.

—Tienes razón, ¡qué idiota soy!

—Vete marcando el nombre completo de cada expolicía muerto y busca su expediente personal, a lo mejor tenemos más suerte.

Algo mejor nos fue con ese método. Allí iban apareciendo datos de todos, pero no los personales, estos estarían fuera del alcance de curiosos, sólo nos daban indicación de referencias que los diferentes boletines internos de la Dirección General habían hecho de ellos e incluso los números de la revista oficial de ministerio del interior que en alguna ocasión les había nombrado. Begoña tecleaba aquello con una maestría asombrosa, mientras yo me limitaba a ir tomando notas de las estanterías y repisas donde se encontraba lo que estábamos buscando.

—Ya está todo, ¿lo anotaste? —remataba satisfecha por ver cercano el fin de nuestra búsqueda.

—Espera un poco, aún nos queda el jefe del servicio secreto, habíamos quedado en que estaba en la misma situación que los otros cinco —le fui dictando el nombre y los dos apellidos, mientras ella lo consultaba.

—Aquí está, igual que los otros.

Fuimos directamente a los archivos, no era difícil localizarlos, estaban perfectamente numeradas. Extrajimos cada uno de los dossieres y los llevamos hasta la zona de lectura, fue ahí dónde Begoña me sobrepasó en astucia. Extrajo de su bolso una cámara fotográfica en miniatura y comenzó a fotografiar hoja por hoja, con una frialdad que crispaba aún más mis nervios. Yo miraba a derecha e izquierda vigilando que no apareciese nadie y nos viese en aquella actitud.

—¿De dónde has sacado esa cámara? —le pregunté con perplejidad.

—Si quiero ser una buena periodista de investigación tengo que estar preparada para todo —me respondió con rotundidad.

Cada expediente que había fotografiado lo recogí y examiné con detenimiento. No contenían nada que desvelase algo sobre la Brigada K. Simplemente recogían datos de destinos, entrevistas y condecoraciones en su carrera profesional, todo ello publicado en los boletines internos. Me fijé en el periodo en que supuestamente habían pertenecido a esa infausta unidad, no había nada que denotase una existencia efectiva de la misma ni que ellos hubiesen sido destinados a la misma. Pero, algo llamó mi atención, en los seis expedientes tenían una referencia que ponía «destino K».

—¡Claro! Ahora lo entiendo —dije con satisfacción.

—¿Qué has visto? —me preguntó ella mientras terminaba de fotografiar las últimas hojas que le quedaban.

—Fíjate, en todos hay una diminuta indicación que pone «destino K», ¡está claro!

—¿Qué está claro? —preguntó algo desorientada.

—La Brigada K no era el nombre oficial, fue el nombre que le debieron dar para distinguirla de otras parecidas. En realidad todos los policías a los que se les encomendaban esas tareas se les marcaba con «destino K» y se les encomendaba diferentes misiones en diferentes unidades o brigadas.

—Luego… —no la dejé terminar.

—Luego tenemos que buscar en el ordenador «destino K». Begoña se lanzó sobre el teclado del ordenador y marcó «destino K», y allí apareció la indicación de la estantería donde estaba toda la documentación que poseían. La anoté deprisa y nos dirigimos a la búsqueda de la sección correspondiente. Todo estaba en una ligera carpeta con escasamente una docena de folios, menos es nada, pensé. Repasamos concienzudamente hoja por hoja. Poco había, todo eran números y números, ningún nombre ni una indicación que demostrase las misiones que se le encomendaron a esas unidades ultrasecretas ni los agentes que la integraban. Fue algo decepcionante, pero Begoña no se amilanó y sacó fotografías de todo.

Nuestra expresión era de una decepción apabullante. No habíamos encontrado nada de interés que nos condujese a clarificar, aunque fuese sólo un poco, todo aquello. Llevábamos más de tres horas tecleando aquel ordenador sin que consiguiésemos más de lo que ya teníamos, coincidimos en desistir hasta que se nos ocurriese algo o encontráramos algún dato por otro lado que aportase algo de claridad. Cuando salimos, el señor Damián no se encontraba en su despacho, casi lo agradecimos, era la forma que nos permitiría abandonar los archivos sin tener que dar muchas explicaciones de lo que habíamos encontrado o investigado.

La tarde se fusionaba con la noche en esos días de otoño y el frío comenzaba a congelar los huesos. Necesitábamos un café o un chocolate caliente como el que habíamos tomado ayer, por eso me pareció buena idea entrar en la cafetería que teníamos enfrente. Y, al calor del chocolate y de la luz artificial más generosa que disfrutábamos, comenzamos a repasar todo lo que teníamos. Pero seguíamos en blanco. De repente Begoña apuntó algo que era estimulante.

—Fíjate, hay algo que me ha dejado sorprendida desde el momento que lo vi. En los artículos que reflejaron el suicidio de este expolicía —recogía el dossier del que me hablaba—, él vivía con un hijo toxicómano que en ese momento no estaba en casa, al parecer se encontraba en un hospital en un programa de desintoxicación.

—Y… —no sabía hasta dónde quería llegar.

—Que vivían aquí al lado, en la calle Atocha. Pensaba, que si ese hijo suyo no ha cambiado de domicilio, podíamos acercarnos hasta allí. Y si tenemos la suerte de que se encontrara en su casa le podríamos preguntar por todo esto.

—Me parece bien.

Recogimos todos los papeles que habíamos distribuido encima de la mesa, abonamos la consumición y nos dirigimos hacia la calle Atocha. Fueron unos escasos diez minutos. El edificio en el que vivía y desde el que supuestamente se había lanzado aquel expolicía era lo suficientemente grande para que tuviese una portería con un portero permanente. Lo agradecimos; era lo mejor para que nos informase perfectamente de lo que queríamos. Al parecer, el hijo de aquel expolicía todavía vivía allí y se encontraba en ese momento en casa. También nos informó de que se había recuperado casi en su totalidad de su adicción a la heroína, que fue el suicidio de su padre el que le dio fuerzas para continuar con el programa. Nos acompañó hasta el sexto piso. Es lo que les ocurre a todos los porteros. Necesitan como el respirar estar al corriente de la vida de todos sus vecinos, sin más interés que para cuando otros le pregunten saber qué responder. Pero en aquel momento lo agradecimos, pues fue la razón por la que el hijo del suicida al verle no mostró reticencias y nos abrió la puerta. Nos presentamos como periodistas y que estábamos realizando un trabajo sobre el estrés policial que en casos extremos podía provocar el suicidio. Que teníamos los datos de su padre y que queríamos hacerle algunas preguntas para el estudio, que nada le comprometería ni, tampoco, iba a salir su nombre en ningún sitio. Se mostró complacido. Tuvimos la sensación de que tenía gran aprecio a su padre y necesitaba contar a alguien cómo había sido él. Comenzamos por ir ganándonos su confianza, alabamos la labor policial, los méritos que conocíamos de su padre y la desgracia que le llevó a una gran depresión que le apartó del cuerpo policial. Luis, que así se llamaba, iba sintiéndose cómodo con nosotros. Nos dio la impresión que no recibía muchas visitas y aquel era un buen momento para desahogarse. Aún le temblaban algo las manos y mantenía esa actitud de ansiedad permanente que da la sensación de que va a saltar hacia algún sitio sin que se supiese hacia dónde. Son los residuos de las adicciones.

—Pues mi padre entró en su depresión en el momento que tuvo conocimiento de que yo estaba enganchado a la heroína. Por eso su suicidio me dio fuerzas, como si fuese algo que le debía y tenía que desengancharme.

—Luego, según usted su suicidio no se debió al estrés policial —dije sin que me importase la respuesta, pero debía dar la sensación que ese era el lema de nuestro trabajo de investigación.

—No —negó rotundamente—. Llevaba mucho tiempo en la policía para que el trabajo le destruyese, en realidad fue mi culpa unido a su pasado que le torturaba.

—¿Su pasado? —preguntó Begoña con dulzura, como intentando conquistarlo y tengo que asegurar que lo consiguió.

—Sí, al parecer, él en el franquismo perteneció a una unidad —¡bingo!, aquello empezaba a tener algún punto de llegada—, cuyas misiones no eran muy legales ni éticas.

—Claro, aquello le torturaba, pobre —dijo Begoña mientras le cogía su mano temblorosa, aquel individuo estaba perdido, estaba bajo las garras de Begoña, e iba a contar todo lo que sabía de todo aquel asunto.

—Sí; la tortura debió ser más dura que mi adicción. Una noche bajo los efectos de la depresión, lloroso, me confesó su dolor. Me dijo que perteneció a una unidad secreta que la llamaban la Brigada K. Que tuvieron una misión durante los últimos años del franquismo que consistió en facilitar el acceso de droga en grandes fábricas y colonias de viviendas obreras. El objetivo era que los jóvenes cayesen antes en las garras de la droga que en las del comunismo.

—Pobre hombre —suspiró Begoña intentando seguir ganándose su confianza para que no parase de hablar y nos contase todo lo que supiese del asunto—, debió ser un choque muy duro para él saber que la droga que ayudó a introducir en España sirvió para destruir casi la vida de su hijo.

—Esos pensamientos eran los que le atormentaban día tras día y renegaba de su pasado, pero él no se suicidó por eso.

—Entonces… —Begoña dejó la frase colgada para que la continuase él.

—No se suicidó, lo tengo claro, lo mataron —aquella era la primera opinión que oíamos que volvía a arrojar dudas sobre todos aquellos accidentes y que en realidad no fuesen casuales.

—¿Entonces, lo mataron? —le dijo Begoña con más cariño y comprensión que perplejidad—. ¿En qué te basas para decir eso?

—Mi padre repetía varias semanas antes del suicidio, mejor dicho, del asesinato, que los estaban matando a todos.

—¿A quién se refería?

—A los integrantes de esa Brigada K. Decía que lo estaban enmascarando como accidentes. Unos días antes de su muerte yo me inscribí en un programa voluntario de desintoxicación y no lo volví a ver hasta que me dieron la noticia en el centro.

—Pero, eso no demuestra que lo matasen —apostilló Begoña con su tono dulce, esperando que nos dijese todo lo que sabía o sospechaba.

—El portero…

—¿El portero? ¿Qué tiene que ver él en todo esto? —interrumpí mientras sentía las uñas de Begoña clavadas en mi muñeca indicándome que me callase, que la dejase a ella, que mi tono no era el adecuado para que siguiese hablando.

—Al señor Moisés, al que ya conocen, no se le escapa ninguna de las personas que vienen al edificio. Ese día asegura que vinieron dos individuos a verle unos minutos antes de que mi padre cayese.

—¿Declaró eso a la policía?

—Dice que sí, pero no le hicieron mucho caso. Los antecedentes psiquiátricos de mi padre, la imposibilidad de que identificase a esos militares que le visitaron condujo a que el caso quedase como suicidio.

—Dice, ¿militares? —en ese momento la turbación era mutua en Begoña y en mí.

—El señor Moisés no se confunde, si dijo que tenían porte militar y que lo parecían, así debió ser, aunque nunca se les identificó.

—Ya le entiendo —Begoña seguía sin presionarle, se limitaba a preguntarle sutilmente, dejándole que él fuese el que hablase.

El método que empleó con él le dio resultado, nos estaba contando todo lo que sabía y sospechaba. Incluso, antes de que nos marcháramos nos ofreció el diario de su padre para que lo leyéramos y viéramos sus sospechas de esos supuestos asesinatos enmascarados de accidentes. A nuestra pregunta sobre si la policía había leído ese diario, nos respondió que no le dieron credibilidad debido al estado depresivo de su padre. Le dimos las gracias, con el compromiso de devolvérselo en cuanto no lo necesitáramos.

Acompañé a Begoña hasta su casa en el autobús. Era el mejor medio de transporte a esa hora, pues su iluminación interna nos permitía ir leyendo el diario. Nos centramos en las últimas hojas, no eran más de quince, donde mostraba sus temores y repetía frases como «por fin, vienen por nosotros». No me extrañaba que la policía, cuando lo leyó, lo desechase; parecían las palabras de un demente atemorizado por la llegada del fin del mundo. Nos fijamos en unas anotaciones que parecían unas pequeñas investigaciones que él había hecho y explicaban cada una de las muertes de los antiguos componentes de la Brigada K. Decía que a Carlos lo habían matado con un todoterreno en la M-30, con la forma típica de embestir que se hacía cuando se quería que el vehículo diera vueltas en tonel y no se quiere que nadie dentro quede vivo. Parecía que en algún sitio a él también le enseñaron a utilizar el coche así para no dejar huellas. A continuación anotó de Ernesto y Luis, que ni se había ahogado uno, ni la cornisa se le cayó por casualidad al otro. Del primero decía que era un buen nadador y que en las fotos de la playa al lado de su cadáver se identificaban militares del servicio secreto que él conocía. Del otro se remitía al informe de los bomberos que, al chequear la fachada, comprobaron que el trozo de cornisa desprendido no pertenecía al edificio en cuestión y que toda la fachada y las cornisas estaban en buenas condiciones. De Iván, el atropellado en Alicante, alguien había anotado la matrícula del vehículo que se dio a la fuga y pertenecía al ejército de tierra. Nunca se supo quién lo conducía.

Demasiadas anomalías, diría Martín si leyese aquello. Todo parecía que tenía algún sentido. Alguien estaba acabando con la siniestra Brigada K del franquismo, el próximo sería el actual jefe de los servicios secretos si es que también perteneció a ella, como sospechábamos. Buscamos en el diario si el padre de Luis, Daniel Martínez, decía algo de un sexto miembro de esa unidad y lo encontramos en un párrafo que indicaba que los componentes eran seis, ellos cinco y su jefe de brigada. Aquello significaba que podía ser como habíamos sospechado en un primer momento; que primero educaran y prepararan al futuro jefe de brigada y después reclutaran a los otros cinco. Si eso era así, el próximo en morir sería el reciente jefe de los servicios secretos o, como apuntaba Begoña, a lo mejor él era el asesino, con la intención de ocultar algo. Todo era posible. Pero no entendíamos qué sentido tenía la muerte de Leroux con aquello. Sabíamos que la muerte de los cinco la estaba investigando y consideraba que no eran accidentes, según María. Luego, a Leroux lo mataron pues llegó a saber algo que molestó al asesino o le condujo por el buen camino.

—No le olvides de otra posibilidad —añadió Begoña.

—¿Cuál? —pregunté intrigado.

—Que Leroux fuese el asesino de ellos y el supuesto sexto miembro lo descubriera y ordenase matarlo.

«Demasiadas anomalías», «la verdad es colectiva», repetía las mismas palabras de Martín para mis adentros. Aquello me sobrepasaba; nos sobrepasaba a Begoña y a mí. Decidimos dárselo todo a conocer a Martín y, si era necesario, a López.