CAPÍTULO 15

François Leroux

François Leroux era un hombre de negocios. Su aspecto estaba acorde con toda su estampa. Cincuenta y algún años, pelo canoso, aire solemne, traje a medida. Su traje podría valer casi mi sueldo de un mes. Martín le dio el pésame, en ese momento me di cuenta que no sólo podía ser pariente de Leroux por el apellido, sino que además era su hermano. Había ido a ver a Martín por la amistad que sabía existió entre él y su hermano Víctor. Y, también por las sugerencias de María, que al parecer le había indicado que Martín estaba detrás del asunto y que un joven colaborador que tenía le había ayudado a descubrir a los asesinos de su hermano. Era yo, me sentía halagado.

—Vamos a mi despacho —le indicó Martín con cortesía. Desde la sala de espera hasta el despacho de Martín iban los dos juntos. Yo iba detrás. Mi papelito de perrito faldero me estaba molestando pero me iba acostumbrando a él. Cuando entraron en el despacho quedé fuera, no me atrevía a entrar, pensé que tendrían mucho de qué hablar y yo pintaba poco en todo aquello. Pero Martín, como si leyese mis pensamientos, me indicó:

—Héctor, pasa —aquello me alegró, era la primera vez que me llamaba por mi nombre, y dirigiéndose a François le preguntó—. ¿No te importará que esté presente? Al fin y al cabo él fue el artífice principal de que hoy estén detenidos los presuntos asesinos de tu hermano.

—No, no me importa. Es más, estoy orgulloso de conocerlo y agradecido de que su intervención ayudase a resolver el asesinato —últimamente me estaban halagando demasiado y todo por haber sido un cotilla que se puso a escuchar una conversación privada entre María y el Paco ese.

—¿Qué te trae, en realidad, por aquí? —le preguntó Martín mientras con un gesto le apartaba una silla para que se sentase alrededor de una mesa redonda donde recibía a las visitas que quería mantener en un plano de igualdad, no desde la distancia de su mesa de despacho.

—Pues verás, sabes que nuestra familia era bastante pudiente…

—Estoy al corriente —le interrumpió Martín, y lo maldije, que él conociera el asunto no quería decir que yo estuviese al corriente de ello y ese tema me tenía intrigado, pero François me rescató de mis dudas.

—Bueno, pero hay una parte que posiblemente no conozcas. Víctor y yo heredamos una fortuna enorme, no sólo de nuestros padres, también de nuestros abuelos. Víctor por sus convicciones se negó a siempre a recibir ese dinero, sobre todo el del abuelo, pues consideraba que ese dinero era sucio, ya que el abuelo hizo su fortuna con la especulación en el régimen de Franco.

—Soy conocedor de que vuestro abuelo tenía muchas tierras en Andalucía, cortijos, supongo —interrumpió de nuevo Martín.

—Tenía de todo —prosiguió François—. Tierras, casas y varias inversiones inmobiliarias. El patrimonio estaba valorado en más de tres mil millones.

—¿Tres mil millones? —interrumpí perplejo, me miraron los dos de repente ante mi expresión de sorpresa.

—Sí —continuó François—, a lo que hay que añadir varios cientos que heredamos de nuestro padre. Mi parte la invertí en negocios y tengo que reconocer que me ha ido bien. Sabes que tengo varias empresas constructoras y una petrolera. Vamos, que me va bien.

—¿Qué me quieres decir con todo eso François? —la expresión de jugador de ajedrez se había apoderado de la mirada de Martín, como sospechando la razón de todo aquello.

—Sabrás que en Francia ayudé a la campaña electoral de Le Pen.

—Sí, lo sé —me parecía que Martín sabía todo, de todos, aquello me sacaba de quicio.

—Bueno, pues al enterarme que la muerte de mi hermano se debía a miembros ultraderechistas de un partido político que en España es seguidor de Le Pen, no quería que surgiera ninguna duda, sobre mi posición en este asunto.

—Intentas decirme —interrumpió de nuevo Martín—, que todo eso pudiera hacer sospechar que tú o alguien cercano a ti pudiera haber pagado a esos para que lo mataran. ¿Es eso?

—Efectivamente, pero quiero dejar claro dos cuestiones y quiero que me asesores ante quién debo decirlas. La primera, que no volví a tener más relaciones con los grupos de Le Pen desde la penúltima campaña electoral, con lo cual no he tenido relaciones con ellos desde hace años. Otra cuestión es que se pudiera pensar que la fortuna de mi hermano la iba a heredar yo con su muerte.

—Supongo que esto último no será cierto, la primera beneficiaria sería María, que yo sepa todavía eran marido y mujer.

—Efectivamente, pero eso no iba a ser así. Él hacía unos meses había donado todos sus bienes, eran privativos y podía hacerlo, modificó todo sin que nadie se enterara.

—¿Se sabe a quién le dejó todo? —preguntó Martín.

—Al parecer donó todos los bienes a una Fundación, según me han dicho mis abogados. No dejó nada ni para mí, ni a su mujer. Es una Fundación de esas de ayuda al tercer mundo, exactamente desconozco su nombre.

—O sea, que no es que hiciese un nuevo testamento, hizo una donación —Martín seguía apostillando lo ya dicho por François.

—Exactamente, él ya no tenía bienes, los había donado todos hacía varios meses antes de su muerte.

La Brigada K, pensé, estaba detrás de ella y sospecharía que le podían matar, prefirió dejar todo bien atado por si lo asesinaban al igual que a los expolicías.

—Si no te entiendo mal —añadió Martín—, quieres dejar claro que aunque tú tuviste relaciones con la ultraderecha no tienes nada que ver con este asunto, pues esa donación que tu hermano realizó a esa fundación demuestra que tú no le beneficiarías en nada con su muerte. ¿Es eso?

—Cierto. Además, aunque yo tenía muchas discusiones con él, políticamente hablando, no dejaba de ser mi hermano, y yo le quería.

—No creo François que nadie sospeche de ti. De todas formas puedes ir a ver al comisario López, exponle todo esto y haz una declaración voluntaria, tus abogados te pueden asesorar mejor que yo de todo.

—Lo haré Martín, gracias por escucharme, necesitaba que alguien lo hiciese.

—Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites y más desde que te alejaste de todos esos seguidores de Le Pen.

—Si, eso es agua pasada, te lo puedo asegurar. Fue una equivocación que pagaré toda mi vida.

—Deja de pensar en ello, deja de torturarte —Martín se levantó indicando con su gesto que la conversación se había terminado. Aunque había sido muy amable con François, había algo que me decía que en el fondo lo despreciaba. Serían sus millones, serían sus idilios con los ultraderechistas de Le Pen, o todo junto, nunca llegué a saberlo.

François Leroux se despidió de nosotros dándole las gracias a Martín por todo. En aquel momento me preguntaba la verdadera razón por la que había venido a verle. Era como si quisiera calmar su conciencia ante Martín, como si le debiese una explicación que no le había pedido nadie. Todo lo que había comentado se lo podía haber dicho a sus abogados, tanto de España como de Francia y le hubiesen dicho lo mismo, casi estaba seguro que ya se lo habían dicho aunque no hubiese comentado nada al respecto. Le acompañarnos hasta la salida. Antes de marchar preguntó:

—¿Nos veremos en el entierro?

—Si, allí estaremos —respondió Martín.

—A propósito, he mandado a mis abogados que gestionen una fundación con el nombre de mi hermano, el capital lo voy a poner yo, con la idea de que se divulgue su pensamiento.

—Mejor eso, que dar el dinero a Le Pen —dijo irónico Martín.

—No me tortures más, por favor —François había bajado la mirada al decirlo—. Aquello pasó y fue un error en mi vida, espero que con esta Fundación pueda remediarlo y calme mi conciencia.

Se alejó en dirección a un Mercedes verde aparcado enfrente con chofer de uniforme al volante y un guardaespaldas que le abría la puerta cuando se iba acercando. En realidad no entendía la razón por la que siempre tienen que llevar gafas de sol incluso en un día gris como aquel. Parecía el uniforme de todos los escoltas, eso era lo que pensaba entonces y lo que sigo pensando ahora cada vez que los veo. Parece que han ido todos a la misma escuela con los mismos profesores. El coche se alejó y volvimos al despacho. Cuando entramos no me pude refrenar y le hice aquel comentario a Martín:

—Si no hay motivo, desaparece el sospechoso —parafraseaba a algún autor de novela negra que en realidad no sabía ni quién era.

—Preocupémonos del cómo y cuándo lo tengamos claro aparecerá el porqué —me dijo sin apenas mirarme—. Si quieres vete para casa, yo voy a marcharme ahora, no he dormido nada esta noche.

—Begoña me dijo que la fuese a buscar, para el tema ese de la investigación que quiere hacer —Martín no se extrañó cuando se lo dije, eso estaba bien, no sospechaba nada de que lo que en realidad nos interesaba era averiguar todo lo que pudiésemos de la enigmática Brigada K.

Martín se marchó, pero yo no tenía mucha prisa, tenía que comer el menú del día en cualquier bar de los alrededores para hacer un poco de tiempo antes de ir a buscar a Begoña. Eran las dos y me estaba cambiando en los vestuarios cuando, antes de ducharme, me asaltó una duda y era el momento ideal para resolverla. El cabo Castro no salía de trabajar hasta las tres y no había tenido una conversación con él. Tenía ganas de preguntarle por aquella basura que había estado seleccionando y de la cual me libré por los pelos. Me dirigí a su despacho con ánimo de interrogarle y allí lo encontré, en el sitio dónde parecía que lo habían parido.

—Hola —le dije para entrar en conversación—, ¿ya marchó el jefe?

—Si —dijo mirándome de reojo—, hace apenas unos minutos.

—¡Vaya! —puse cara de fastidio, deseando que me preguntase el porqué, para iniciar una conversación con él.

—¿Querías algo? ¿Si te puedo ayudar? —perfecto, había conseguido captar su atención.

—Era sólo para preguntarle la hora a la que debía venir mañana —dije por decir algo, pues de sobra sabía la hora, el lugar y todo lo que rodeaba al tema de mi trabajo.

—A las ocho, aquí, como siempre —apostilló con seguridad.

—¡Ah!, gracias —y ahí comencé a preguntar—. ¿El jefe se mete siempre en estos casos que corresponden a la policía judicial?

—No, siempre no —seguía archivando malditos papeles sin mirarme.

—Eso quiere decir que sólo lo hace a veces…

—La mayoría de las veces es López el que viene a verle, cuando está atascado con un caso y necesita otra visión del asunto.

—O sea, que López le consulta sobre casos…

—Siempre andan reñidos, pero se tienen aprecio. Muchos de los casos que ha resuelto López ha sido por la ayuda que le ha prestado el jefe. Incluso algunos le han merecido más de una medalla. En realidad esas medallas se las tenían que haber dado al jefe.

—Este caso de Leroux le tiene preocupado…

—Demasiado —Castro hablaba sin necesidad de pincharle; eso me agradaba, indicaba que tenía confianza en mí—, esta noche no debió de ir a casa, la pasó aquí, delante de los monitores de vídeo repasando las cintas, los dibujos de la sangre del lugar y las incidencias de la noche que se cometió el asesinato.

—Eso me pareció a mí cuando le expuso a López esta mañana una serie de anomalías que no veía muy claras. Pero no le dijo nada de la basura del otro día —ahora venía mi pregunta—. Pero a lo mejor eso no tenía nada que ver con el caso.

—No lo sé —por su expresión era sincero—. Trajo esa bolsa de basura y me dijo que fuera separando lo orgánico de lo inorgánico. Y, que esto último lo metiera en bolsas precintadas y tirara lo demás.

—Y, ¿había algo interesante?

—Para mí todo era basura, en realidad no sé lo que buscaba. Metí en bolsas precintadas unas gafas a las que les faltaba un cristal, unos zapatos manchados de barro y una especie de sujetalibros. Todo lo demás eran restos de comida, los dejé donde estaban según me había dicho.

—¿De quién era la bolsa? —esperaba que tuviera la respuesta.

—No me lo dijo. Ni había nada dentro de la bolsa que me lo indicara.

—En fin, supongo que el jefe sabe lo que se hace.

—De eso puedes estar seguro, chaval —otro que me llamaba chaval, ya estaba cansándome de todo aquello: que si muchacho, que si chaval, que si rapaz, parecía que no tenía nombre.

—Parece muy inteligente…

—Y, buena persona —supuse que decía eso porque le tenía allí sin pisar la calle, atediado de por vida hasta la jubilación, con calefacción, cuando el resto de la plantilla chupaba la calle, la lluvia, el frío, en fin, la puta calle.

—Me dijo usted ayer que no era ni bueno ni malo, que era justo, ahora me dice que es buena persona. Le tiene usted gran aprecio —era lógico que le tuviese aprecio si lo había rescatado de la calle, pero otra vez me equivocaba.

—Claro que le tengo aprecio, chaval —otra vez chaval, aquello ya se salía de castaño oscuro—. Él me rescató de la marginación —¿de la marginación?, no le había entendido por eso le pregunté.

—¿De qué marginación?

—Mira, chaval, cuando yo entré en la policía hace veinticinco años empezaba a fraguarse el movimiento sindical. En la policía nacional empezó a gestarse de forma clandestina el Sindicato Unificado y dentro de las policías locales comenzaron a funcionar la Unión General de Trabajadores y las Comisiones Obreras. Yo fui uno de los que organizó el primer sindicato de esta policía, fueron tiempos difíciles para los que empezamos, te lo puedo asegurar. Me marginaron, y hasta me abrieron un expediente disciplinario y me expulsaron durante tres años del cuerpo. Cuando me incorporé me tacharon de todo, en fin, mejor ni recordarlo.

—Y el jefe, ¿cómo interviene en todo esto? —no sé que me estaba ocurriendo pero últimamente sólo hacía que encontrarme con viejos luchadores contra la dictadura, cada uno a su modo había peleado contra aquel despropósito de la historia.

—Cuando el jefe Martín ingresó, hace más de quince años, me requirió para su unidad, allí me protegió contra toda la cúpula que pedía mi cabeza. Cuando ascendió a jefe de distrito me trajo con él. ¿Comprendes ahora la razón por la que le estoy agradecido?

—Sí, creo que sí.

—Sólo estos últimos años con él he empezado a amar esta profesión. Tuve temporadas difíciles, estuve a punto de abandonar y dejarlo todo.

—Me alegro que no lo dejase, parece usted un buen profesional —estaba cultivando su vanidad para que continuase hablando.

—No creas —se sonrojó ante mi comentario—, esta vida que he tenido que llevar estos años no han hecho más que engordarme y no es bueno para mi salud, tengo la tensión alta.

—Pero supongo que los disgustos que pasó tampoco serían buenos para su salud…

—De eso, también puedes estar seguro —y me lanzó una mirada cómplice.

Me empezaba a caer bien ese hombre, le había juzgado mal, como siempre me adelantaba demasiado a juzgar a la gente y luego patinaba estrepitosamente. Pero en aquella ocasión tenía al cabo Castro donde quería, era el momento de pedirle un favor.

—Quisiera hacerle una consulta.

—Tú dirás.

—¿Cómo puedo ver un atestado de un accidente en la M-30 que ocurrió hace un año? —era el maldito accidente que terminó con la vida de uno de aquellos expolicías que supuestamente pertenecían a la Brigada K.

—Eso es fácil, si se tiene la clave —dijo sonriéndome.

—¿Cómo es eso?

—Si tienes clave de acceso puedes entrar en el departamento de atestados y consultarlo en la red interior.

—Pero, no tengo… —dije con resignación—. ¿Quién la tiene?

—El jefe y… —hizo un breve silencio y esbozando una sonrisa, añadió— yo.

—¿Usted?

—Si chaval —otra vez me llamaban chaval, cuando se acabaría todo eso, pensaba— dame los datos y te lo muestro.

Me apresuré a buscar en mi bolsillo las notas que había tomado de los recortes que Begoña extrajo de la hemeroteca. El cabo accedió a la carpeta de atestados, marcó la fecha e introdujo el nombre del fallecido. Allí, en la pantalla apareció todo el atestado. Le pregunté si lo podía imprimir, no me puso muy buena cara pero el ser el enchufado del jefe tenía sus ventajas. Me imprimió todo el atestado, no sin antes recordarme que tuviese cuidado con el uso que hacía de él. Le tranquilicé, no quería comprometerle. Pero aún le tenía que pedir otro favor, era el asunto del posible informe del fallecido por la caída de una cornisa y si no estaba muy desconfiado conmigo debía añadir la búsqueda del posible suicidio desde un balcón del otro. Le debí caer bien, pues no hizo preguntas y me imprimió todo lo que le pedí. No quería que todo aquello quedase sin una explicación y le dije que los tres eran expolicías, que habían fallecido en circunstancias un poco raras y quería conocerlas más de cerca. No me creyó, pero me entregó todo lo que le pedí con un guiño cómplice.

—Toma, chaval, espero que sepas lo que haces —dijo mientras me dejó de pie en medio del despacho con todos los informes en la mano.

Recuerdo que aquel día marché a comer a un pequeño restaurante que estaba al lado de la jefatura. Lo recuerdo, pues no me apetecía nada del menú, sólo beber cerveza y leer aquellos informes y el atestado. Demasiadas cábalas llegaban a mi mente. Ese día por la tarde había quedado con Begoña, teníamos que ir a husmear en viejos archivos de la Dirección General, en los que posiblemente no encontráramos nada, o lo que era peor, a lo mejor descubríamos algo que resultaba peligroso y nos colocaba en una situación delicada, como posiblemente le había ocurrido a Leroux. Y, en todo esto una gran manifestación de duelo se estaba formando para mañana. Pensaba que a lo mejor ese era, tal vez, el único homenaje que esos luchadores, que esos militantes heroicos, podían esperar, la única recompensa para sus esfuerzos, que el día de la muerte no fuesen sólo un espacio en blanco en un periódico cualquiera que hubiese que llenar con una esquela. La única recompensa a una vida pegándose con la cabeza contra muros de piedra. Tal vez, gracias a ellos viviésemos en esta sociedad que aunque no nos gustase no tenía nada de parecido con el pasado. Tomé la cuarta cerveza y miré casi con repugnancia la comida, no me apetecía comer. A lo mejor es que me empezaba a dar asco el mundo en el que vivíamos. Llevaba poco en la policía y no era un mundo modélico lo que estaba presenciando. Si miraba a mi alrededor todo me parecía como los sepulcros blanqueados del Evangelio, inmaculados por fuera, putrefactos por dentro. No comí casi nada, y tampoco encontré nada raro en los documentos que llevaba: uno era un accidente típico de alguien que no cede el paso en su incorporación a la M-30 y con su todoterreno colisiona contra el turismo del expolicía provocándole la muerte después de dar vueltas en tonel. Al parecer fue una avería, pues el vehículo causante de todo se quedó sin frenos; la caída de cornisa sobre el otro también era un accidente, un desprendimiento casual mientras él iba por el periódico siguiendo la senda de todos los días; el último, el del suicidio, llevaba varios años depresivo, no sorprendió a nadie la decisión que tomó. No había nada que indicase que alguien los estaba matando. Me levanté y me dirigí a casa de Begoña. En aquel momento sólo pensé en ella, necesitaba volver a verla.