CAPÍTULO 14

Las pruebas de López

Aquella mañana me encontraba en forma, el día se presentaba bastante duro y había que hacerle frente. Eran las ocho menos diez minutos cuando me presenté en jefatura. ¡Por fin!, un día me había dejado caer por el trabajo antes de tiempo. Pero daba igual, Martín había llegado antes que yo. Mejor dicho, parecía que había pasado allí la noche. Observé que sobre su mesa había algunas migas, debía de haber cenado o desayunado allí. Su mente estaba trabajando a una velocidad inusual, seguía sin entender el porqué, pues López parecía que lo tenía todo controlado y bien atado. Estaba dándole vueltas a las manchas de sangre del lugar donde se había encontrado el cadáver y del vídeo salía la cinta de grabación de las cámaras de tráfico, aquello me ofendió, ya las había revisado yo y me había dicho que había hecho un buen trabajo. Acaso, ¿no se fiaba de mí? Los partes de incidencias de todas las patrullas estaban en el lado izquierdo de la mesa, una incidencia estaba subrayada en rojo, no sé lo que era, posiblemente fuese la que señaló el cabo Castro. Le saludé y le pregunté cuál era la tarea de la mañana. Su mirada no estaba en el presente y sospeché que su mente tampoco. Sin mirarme apenas, me respondió.

—Vamos a ir a ver a López, el caso lo tiene prácticamente cerrado y quiero que me enseñe algunas cosas —se levantó y guardó en una carpeta la lámina con las manchas de sangre y el parte de incidencias de aquella noche con la anotación en rojo.

Camino del despacho de López miré de soslayo a Martín, se le veía hundido. Estaba sin afeitar y sin cambiar la ropa del día anterior, me preguntaba qué rondaba por su cabeza. Desde luego no era el Martín que yo conocía, no parecía un jefe de policía, era más bien un hombre preocupado por demasiados problemas personales y el asunto de Leroux era como si hubiese sido la puntilla que le había rematado. No habló nada en el camino, yo tampoco estaba dispuesto a sacarle de ese ensimismamiento.

Llegamos al despacho de López y, si los comparaba a ambos, el balance era desalentador para Martín. López se encontraba eufórico, estaba alegre como un niño el día de reyes, con un traje recién estrenado como si fuese a dar una conferencia o a recibir una medalla. Martín por el contrario era la estampa de la derrota. López nos ofreció asiento y sonriendo se dirigió a Martín.

—No tienes buena cara. ¿No dormiste bien?

—Dormí poco y mal —respondió Martín sin mucho entusiasmo.

—Vamos al grano. Exactamente, ¿qué le interesa saber? —en el tono de López había satisfacción, como la del prestidigitador que tiene la chistera y pide al público que le digan qué quiere que saque de ella.

—Me gustaría leer las declaraciones de los dos policías y de los otros dos —hizo una pequeña pausa y pasó su lengua por el labio superior ensalivándolo, debería de tenerlo reseco, pensé que posiblemente había fumado demasiado aquella noche.

—¿Declaraciones? —dijo con aire de satisfacción—. ¿Querrás decir confesiones? Esos han cantado de plano. El asunto está cerrado —Martín no dijo nada, se limitó a mirarle como increpándole a que dejase de vanagloriarse y le enseñase lo que le pedía.

Qué lejos habían quedado las declaraciones de Martín del otro día en las que me aseguraba que a López había que hacerle creer que él dirigía las investigaciones. Es como si el desarrollo de los acontecimientos le hubiesen dado un gran mazazo y le hubiesen destruido su seguridad. López cogió el archivador que tenía detrás de él, en cuya solapa se leía, «Leroux - 17/03». Lo abrió y buscó entre aquel tocho las hojas que le interesaban a Martín. Abrió las anillas y extrajo cuatro hojas.

—Estas son las declaraciones de los dos policías; mejor dicho —se corrigió con satisfacción—, sus confesiones —se hizo un silencio de unos minutos que a mí me pareció eterno mientras Martín las leía.

—O sea —interrumpió Martín aquel silencio—, que ambos confiesan que son miembros del Frente Patriótico Español, la organización fascista que se ha creado recientemente. Que era su deber como patriotas darle un susto a Leroux, pues lo consideraban un comunista que quería destruir la patria. Que fueron a por él para darle un escarmiento, que lo alcanzaron a la altura del Teatro Real y lo esposaron. Que después lo introdujeron en una furgoneta, la que ya conocíamos, y se lo entregaron a otros fascistas de la organización, que le iban a dar su escarmiento. Pero que en ningún caso nadie tenía intención de matarlo.

—Más o menos esa es su confesión —le entregó otras cuatro hojas y le comentó—. Aquí verás la confesión de los sujetos que iban en la furgoneta —le entregó las hojas a Martín y mientras las iba leyendo, López le explicaba—. Como verás se les localizó rápidamente, la furgoneta estaba a nombre de uno de ellos. En el interrogatorio dijo sin necesidad de presionarle mucho quién era el compinche que le acompañaba. Como verás, dicen, sin ocultar nada, que llevaron a Leroux a un zulo que tienen en Lavapiés, ya está localizado, encontramos sangre de Leroux allí. Al parecer le golpearon y cuando perdió el conocimiento de la paliza que le dieron para sacarle el nombre y direcciones de otros militantes antiglobalización, lo arrojaron en el sitio que lo encontramos por la mañana.

—Aquí dicen que no tenían intención de matarlo. Que sólo querían darle una paliza para que escarmentara y «dejase a la Patria en paz» —añadió Martín.

—Eso es lo que dicen, pero evidentemente se les fue la mano.

—¿Tienes el resultado definitivo de la autopsia?

—Sí, llegó ayer a última hora —buscó entre las hojas del dossier y extrajo tres folios sellados y rubricados por el forense—. Aquí están —se los entregó a Martín que con gran habilidad, hojeó las páginas y se dirigió a la parte que le interesaba.

—Aquí dice el forense que el cadáver presentaba múltiples contusiones… —no le dejó terminar López.

—Lógico, de la paliza que le pegaron esos desgraciados.

—Ya, pero el forense asegura que lo que le produjo la muerte fueron varios golpes contundentes, con un objeto posiblemente metálico, en la cabeza.

—Y qué…

—Que ellos confiesan que le golpearon con los puños…

—Están mintiendo y se acabó. Se darán cuenta que si encontramos ese objeto metálico cualquier tipo de atenuante se les viene abajo.

—Posiblemente tengas razón —apostilló Martín—. Dice el forense que la muerte se produjo entre las cinco y las seis, más cerca de las seis que de las cinco.

—Y… —López se empezaba a cansar de las preguntas de Martín.

—Que las cámaras de trafico detectan la furgoneta pasar sobre las 4 horas y 55 minutos.

—Y… —López se encogía de hombros como si lo que Martín dijera le importase un comino.

—Que en ese momento Leroux iba vivo, los golpes no lo habían matado todavía, debería de ir inconsciente como ellos dicen.

—Pues iría inconsciente —de nuevo López se encogió de hombros—. Pero está claro que luego murió y fue de la paliza que le dieron. Me da igual que el delito sea homicidio que lesiones con resultado de muerte. Eso que lo decida el juez. Yo hice mi trabajo y lo hice bien —López se estaba enfadando con Martín, ya que sentía que le estaba cuestionando su investigación.

—Estoy de acuerdo contigo —Martín intentaba tranquilizarlo—, el caso está cerrado. Pero no dejo de darle vueltas a las puñeteras anomalías que se presentan.

—A ver, ¿qué anomalías? —López encendió un cigarro y adoptó pose de quererle escuchar o, mejor dicho, de estar dispuesto a explicarle cualquier tipo de anomalías que le dijese que se presentaban.

—La primera, las cámaras de tráfico detectan el paso de la furgoneta a las 4 horas y 55 minutos. Leroux iba vivo, aunque posiblemente inconsciente.

—Hasta ahí, de acuerdo —dijo López que parecía estaba disfrutando en esos momentos contestando las dudas de Martín.

—Del lugar de las cámaras a donde se encontró el cadáver se tarda cuatro minutos, uno más para desembarazarse del cuerpo, evidentemente no se podían entretener, y cuatro de vuelta. En total nueve minutos.

—De acuerdo sigue —López disfrutaba con aquello.

—A las 5 horas y 4 minutos, la misma cámara detecta que vuelven a pasar en sentido contrario. Luego, cuando marchan, Leroux sigue vivo aunque posiblemente inconsciente. El forense dice que murió más cerca de las seis que de las cinco.

—Bueno, y qué. Lo dejaron allí inconsciente, desangrándose y murió. Todas esas dudas, esas anomalías como tú las llamas, no anulan nada de las conclusiones.

—Espera, hay más —extrajo de su carpeta el parte de servicio de esa noche dónde había subrayado algo en rojo y se lo mostró a López—. Mira a las 5 horas y 10 minutos se recibe una llamada desde este móvil al 092, de una persona que comunica que en la cabina que está a 200 metros de dónde se encontró el cadáver hay un individuo que responde a la descripción de Leroux llamando por teléfono y que iba manchado de sangre. Cuando la patrulla de la zona llegó allí, hacia las 5 horas y 15 minutos no vieron nada, pero si indicaron en su parte que en la cabina había rastros de sangre.

—Eso no quiere decir nada. No tenía por qué ser Leroux. Podía ser cualquiera. Además no vieron nada tus policías.

—De acuerdo, de acuerdo —Martín no quería contrariar a López para que le dejase continuar toda su exposición—. Ahora queda el asunto de las manchas.

—¿Qué manchas?

—Las de sangre en el lugar dónde se encontró el cadáver.

—¿Qué pasa con ellas? —Martín extrajo de su carpeta la lámina que estos días le había visto observar con tanto detenimiento, que parecía lo tenía hipnotizado.

—Observa —y extendió la lámina en la mesa de López—. Aquí están las marcas de las ruedas de la furgoneta, esto ya lo habrás comprobado. Llegan a este punto y hay una mancha de sangre, que por los análisis sabemos que todas esas manchas de sangre son de Víctor, y ahí es dónde posiblemente dejan el cuerpo.

—Continúa, que te escucho —le dio otra calada al cigarro.

—Pero a continuación de este punto sale un reguero pequeño de gotas de sangre, como si Leroux se hubiese levantado y se alejase del lugar. Son gotas que se pierden. Y después, aquí —Martín le señalaba el punto marcado con una X—, a más de quince metros se encontró el cadáver, sin rastros de sangre alrededor.

—No veo que eso contradiga mis investigaciones, ni sus confesiones. Leroux, posiblemente, estaba vivo cuando lo dejaron y se levantó aturdido, deambulando por ahí, hasta que cayó al suelo y murió.

—Posiblemente —Martín no había prestado mucha atención a lo que había dicho López y prosiguió—, pero al lado de dónde se encontraba el cadáver hay, como puedes ver en las fotos, un sendero que se marca por la hierba doblada, como si lo hubiesen trasladado, arrastrándolo de nuevo, desde otro coche posiblemente hasta el punto donde lo encontramos.

—Especulaciones tuyas —corrigió rápidamente López—, nadie te dice que esas marcas en la hierba sea la prueba de que arrastraran a Leroux hasta allí. Qué me intentas decir, que da la impresión de que Leroux se levantó y marchó del lugar y que más tarde lo volvieron a dejar allí, a quince metros, otra vez, pero en esa ocasión muerto.

—Pudiera ser… —Martín dejó la frase en el aire.

—Pruebas, pruebas —dijo en tono alto López—, no sirven las especulaciones para nada.

—Tal vez tengas razón, pero piensa una cosa. Todas estas anomalías que yo veo en el caso las puede sacar un buen abogado, y ellos pueden pagar a los mejores abogados, tienen el dinero. Esto podría sembrar la duda en el tribunal o en un jurado y si apareciese la duda, ya sabes lo que quiere decir. Toda tu investigación se iría al carajo —en esta ocasión López se daba cuenta de que Martín tenía razón, apagó su cigarro y prosiguió escuchando a Martín con atención—. Por el bien de la investigación, no deberías dejar esto así. Remátala. Comprueba la sangre de la cabina, a ver si es de Leroux. Comprueba qué llamada se efectuó a esas horas desde ahí y a quién. Si la sangre no es de Leroux, y la llamada no corresponde a nadie relacionado con este asunto pues el caso está rematado. Comprueba también si hay otras marcas de un segundo vehículo, aunque se llegue a la conclusión de que a lo mejor no tienen nada que ver con el asunto.

—Lo haré, puedes estar seguro, para que ningún leguleyo de tres al cuarto los pueda sacar nunca de la celda y, también, para que quedes tranquilo y no me molestes más.

Tal vez, en aquel momento volví mi mente a lo que había dicho Martín días atrás, «dejemos que López crea que lleva la investigación», y empezaba a comprobar que era verdad. El método que seguía Martín era sencillo, le iba creando dudas a López y le impulsaba a que continuase investigando, era su forma sutil de dirigirle sin que se percatase de ello. Habíamos terminado allí, Martín se disponía a recoger todo y despedirse de López, pero yo no podía marcharme de allí sin pedir algo al comisario, de ahí que antes de abandonar su despacho le asaltara con lo que en ese momento me interesaba.

—Perdón, comisario, para poder tener acceso a los archivos históricos de la Dirección General, ¿con quién hay que hablar?

—¿Qué buscas, chaval? —me preguntó algo extrañado. Debía inventar algo rápido y creíble.

—Quería ayudar a la hija del jefe Martín —éste me dirigió una mirada de perplejidad—. Al parecer tiene que hacer un trabajo de investigación y le recomendé que estudiase la fusión de la Policía Nacional y de Cuerpo Superior en un solo cuerpo policial en el año 86. Le gustó la idea y si es posible me gustaría ayudarla —estaba mintiendo, pero no iba a contarles la verdad, de que quería investigar los archivos por si había algo de la Brigada K, Leroux nunca hubiese tenido acceso a esos archivos y a lo mejor teníamos éxito donde él fracasó.

—Habla con el jefe de archivos, Damián, le dices que vas de mi parte. Os hará un carné y podréis entrar cuando queráis.

Le di las gracias, casi temblando, tenía miedo de que descubriese cuál era en realidad nuestro juego. Pero luego me di cuenta de que López desconocía el asunto de la Brigada K, Martín había cogido esos archivos del despacho de María pero no le había dicho nada de todo aquello al comisario. De todas formas no era tan importante, pensé, el caso lo tenía resuelto López, eso estaba claro, o eso creía en ese momento, tenía las pruebas y las confesiones que eran lo más importante. Pero Martín le había presentado las anomalías y había que resolverlas si es que deseaba que aquello estuviese resuelto del todo. Como decía él, aquello podía presentar dudas en un tribunal, y todo se podía ir por el retrete. Me llamaba la atención la forma de razonar de Martín, buscando anomalías a una visión determinada de la vida. Era lo que explicaba aquel libro sobre la forma de llegar a un conocimiento de la realidad o de ver el mundo de otra manera. Toda visión del mundo permanecerá vigente hasta que se le presenten tantas anomalías que no pueda explicar, en ese momento surgirá otra teoría que si las pueda explicar y dará al traste con la antigua. Eso parece que fue lo ocurrió en la ciencia: la teoría del oxígeno derrumbó la del flogisto y desde aquel momento el agua y el aire dejaron de tener flogisto y pasaron a tener oxígeno; la teoría de Copérnico hundió la de Ptolomeo y desde ese instante fue la tierra la que empezó a girar alrededor del sol. Pero, para Martín aquello de las anomalías era algo más que una forma de entender todo aquello, era algo más. Era una especie de forma de comprender casi toda la realidad que nos rodeaba. Lo pude comprobar en el viaje de vuelta hasta jefatura.

—Parece que López, tiene todo controlado y bien controlado —le dije mientras conducía sin quitar la vista del frente.

—Eso parece —dijo sin mucho entusiasmo.

—De todas formas, si que es cierto que esas anomalías, que le comentaste, si no las resuelve pueden sembrar la duda en un tribunal y quedar el asunto en nada —dije para levantarle el ánimo y que se sintiera reconocido.

—Son algo más, muchacho —me lo decía sin salir de ese estado reflexivo, de esa especie de catalepsia en la que se encontraba desde primera hora de la mañana en que le había visto.

—¿Algo más? —dije un tanto desconcertado.

—Significan que si no se pueden explicar perfectamente —su vista se iba por los rincones de la ventanilla lateral del coche—, es posible que la explicación a todo esto sea otra.

—Pero López, da la impresión que explicó más o menos las anomalías que le expusiste —lo dije con dudas, pues a mí, sí me había convencido, pero a Martín tenía la sensación de que no le había encandilado demasiado.

—Mira muchacho —otra vez muchacho, rapaz, me desquiciaba que me llamara así—, la solución no es que López sea capaz de explicarlas. Él dentro de su visión crea «hipótesis ad hoc» para justificarse, para explicar las anomalías que le presento, defendiendo su teoría.

—¿En qué consisten esas hipótesis? —ya había oído antes ese nombre pero no terminaba de comprender su significado.

—Mira, si tú cuentas una mentira, para que no se te descubra, todo lo que tenga que ver con ella, lo modificaras, no contarás la verdad, o contarás medias verdades. Te descubrirán cuando aparezcan algunas anomalías que no puedas explicar.

—Ponme un ejemplo para que lo entienda mejor —aquel asunto me estaba intrigando.

—Imagínate que faltas a trabajar porque coges una borrachera enorme, pero pones la disculpa de que no viniste pues estabas enfermo. Levantarás sospechas de que es una mentira si no eres capaz de explicar preguntas que estarán relacionadas con el asunto. ¿Qué enfermedad es esa que el médico no te da la baja? ¿Si estabas enfermo, te darías cuenta a primera hora de la mañana cuanto te levantaste a trabajar y no a las doce o a la una? Alguien te vería la noche anterior de copas y qué le dirías, ¿qué la enfermedad te vino de golpe por la mañana? Y, así sucesivamente. Tú irías creando hipótesis justificativas para que no se descubriera la mentira principal.

—Luego, mientras una teoría tenga anomalías, ¿no es la cierta?

—No es eso, toda teoría tiene anomalías, unas más y otras menos. Pero se acepta una teoría, aunque no responda muy bien a las anomalías, si no hay otra teoría rival que las explique.

—O sea, que aunque López no sea capaz de explicar esas anomalías, si no hay otra explicación, se dará por cierta la de López.

—Así es, veo que lo vas entendiendo.

—Y, ¿tú tienes la explicación alternativa?

—De momento no —dijo acariciándose la barbilla, como indicándome de que la razón de que no se hubiese afeitado y estuviese tan demacrado no era más que esa, que llevaba dándole vueltas a la cabeza en busca de ella.

—Nunca pensé que el conocimiento funcionase así —dije fascinado por lo que le había escuchado.

—El conocimiento no quiere decir que funcione así, es una forma de verlo, es una manera racional de interpretarlo. No quiero decir que funcione así, ni que no existan otras interpretaciones. Lo que ocurre es que esa forma de verlo sirve para entender más cosas.

—¿Cómo cuales? —aquello me desconcertaba tanto como me entusiasmaba.

—Piensa en la política.

—¿En la política?

—Si, mira, el PSOE estuvo gobernando hasta hace unos años. A lo largo de su mandato surgieron muchas anomalías: Filesa, los fondos reservados, el caso del Banco de España el aumento de impuestos, la recesión económica, el aumento del paro, el GAL, el caso Roldán… Todas estas anomalías las fueron explicando con «hipótesis ad hoc», con justificaciones que no les hicieron perder el poder. Lo perdieron cuando hubo otra alternativa que las pudo solucionar y la mayoría aceptó esa otra explicación. Al PP se le irán presentando anomalías en su gestión y perderá el poder no sólo cuando se le presenten tantas anomalías que no pueda explicar sino más bien cuando aparezca una alternativa que las explique mejor.

—Anomalías y una alternativa que las explique mejor, serían las dos necesidades para destruir una visión de la realidad determinada que esté en vigor —dije como si fuese un buen alumno.

—Te queda una, la verdad es colectiva. Sólo tendrá vigencia cuando la mayoría lo acepte. No olvides eso, la verdad es siempre colectiva, es el punto de vista hegemónico.

Anomalías, visiones del mundo que se tambalean o mantienen, «hipótesis ad hoc», la «verdad es colectiva», las pruebas no son objetivas «se interpretan según nuestras creencias», todo aquello me resultaba desconcertante y al mismo tiempo apasionante. Siempre había creído que encontrábamos la verdad a base de localizar pruebas. Ahora resultaba que eso era relativo, que esas pruebas las interpretábamos de diferentes maneras, que esa interpretación podría tambalearse y ser sustituida por otra que explicase mejor las «puñeteras anomalías».

No habíamos llegado a jefatura cuando dieron un aviso para el jefe por la emisora.

—Omega para J-1.

—Adelante para Omega —respondió sin muchas ganas.

—Hay un señor en «punto cero» que al parecer tenía una reunión con usted. Un tal François Leroux.

—Recibido. Cinco minutos y estamos en «punto cero» —su cara parecía que se había iluminado algo, no demasiado.

¿Quién sería ese François Leroux? ¿Sería pariente de Víctor Leroux? ¿Qué pintaría en todo eso? Era la una y cinco, la mañana se había perdido demasiado aprisa. Pero aún me quedaba mucho por ver y escuchar.