CAPÍTULO 13
Ivana
Desde el hotel Colón hasta mi piso en Cuatro Caminos había un trecho largo. Pero no tenía ganas de coger un taxi, ni el metro, necesitaba pasear, reflexionar sobre todo aquello. Era demasiada información en poco tiempo, sólo habían pasado unas horas desde que apareció el cadáver de Leroux, y todo el mundo que me rodeaba se iba tambaleando de una forma inusual. López parecía que tenía el caso controlado y los presuntos asesinos darían en la cárcel dentro de poco. Martín le estaba dando vueltas al asunto, algo le inquietaba, algo estaba merodeando por su cabeza y yo no sabía lo que era. Begoña me tenía encandilado, tenía lo que siempre soñé en una mujer. María era encantadora e inteligente, su conversación me entusiasmaba y me acercaba a un pasado que yo desconocía. Mi padre se había convertido en un misterio que se desvelaba a cada paso, en todo este asunto que se desarrollaba ante mí. Y, yo parecía que estaba disfrutando con todo aquello, me había convertido en una especie de protagonista secundario de una trama que me era ajena y que parecía tenía sus raíces en el pasado, un pasado que se iba mostrando en el presente. Pensé en el libro que llevaba en mi mano, en SIR, los otros libros de Leroux me interesaban menos. Pensaba en eso de las «Subjetividades de Imposible Reducción», tenía gracia el nombrecito, pero definía a la perfección lo que yo había conocido en mi casa. No sólo estaba el caso de mi padre, también el de muchos de sus amigos. A todos les había visto de pequeño estar todo el día pendientes de la organización del sindicato, de afiliar a compañeros, de defenderlos ante la adversidad, de los encierros heroicos en los pozos, de repartir panfletos, de acudir a manifestaciones, de despidos que ponían en peligro el futuro de la familia. Todavía me acuerdo cuando despidieron a mi padre por un encierro contra las medidas de seguridad en la mina. En casa quedamos sin sustento, salvo las miserias que nos llegaban a través del fondo de resistencia que habían formado sus compañeros, incluso mi madre tuvo que ir a fregar escaleras a casa de señoritos que no eran nada más que basura rentista de un pasado que los había enriquecido sin que nadie supiera la razón, aunque se especulaba que con el estraperlo y con todos los chanchullos que les permitió la dictadura. Pero aunque la situación era difícil, mi padre nunca se achantó, ni mermó su energía en el combate. No entendía la vida de otra manera que no fuese luchando contra la explotación y por sus compañeros, aquello debía ser lo que el libro llamaba un SIR, un militante heroico.
Necesitaba asimilar todo aquello, reflexionar sobre ello, era demasiado para un muchacho que había abandonado periodismo antes de iniciar el tercer curso y se había enrolado en los paracas buscando no sabía ni qué, creyendo, tal vez, que era una forma de hacerse hombre, pero no era nada de eso. Me dijeron que el ejército me formaría como hombre, es verdad que todos los que allí fuimos estábamos sin hacer, pero allí no nos forjamos, allí no nos hicimos, fuimos sin hacer y marchamos deshechos. Si alguien piensa que pasear con una boina azul y un fusil de asalto por las calles de Sarajevo forja el carácter, es un imbécil, un perfecto imbécil, que desconoce lo que es vivir bajo la tensión de que no te alcance un proyectil lanzado desde una ventana por un loco francotirador, o sentir la miseria y la rapiña que desata una masacre que enfrenta a hermanos con hermanos. Pero tuve que dejar todo eso, asqueado, e ingresé en la policía buscando algo que no encontraba en ningún sitio y que, tal vez, no encontraría tampoco vistiendo un uniforme azul.
Pensaba en Martín, si había escrito el libro, ¿cómo se calificaría?, ¿se consideraría a sí mismo un SIR?, ¿lo habría escrito él? Y de repente me acudió a la mente la inscripción del libro que me había regalado María: «A María… de un Denis Gálvez cualquiera». Supongo que no tendría importancia y se tratara de alguien que simplemente le regaló el libro en un cumpleaños, o con motivo de otra ocasión.
Cuando salí de mis pensamientos miré alrededor, estaba viendo la puerta de Alcalá, seguía sin tener ganas de volver a casa, eran más de las doce, seguí adelante sin saber dónde iba, no tenía prisa y todavía no tenía sueño. Seguí caminando y, esta vez, ya reflexionaba menos, me limitaba a observar mi alrededor. Vi los mendigos acomodarse en los bancos del paseo. Una puta me abordaba ofreciéndome sus servicios.
—Guapo, una mamadita, por mil.
No le presté atención, seguí caminado. Un cliente se acercó a un travestido a unos metros de mí, éste le abrazó, no debieron de llegar a un acuerdo, el cliente marchó. El travestido abrió deprisa una cartera, la revisó, extrajo el dinero y arrojó la cartera a una papelera, le había robado y el tonto ni se había percatado. No intervine. No estaba de servicio. Además estaba seguro que no presentaría denuncia, no querría saber nada de todo aquello, posiblemente sería un hombre casado y no desearía enfrentarse a un tribunal acusando a un travestido, ¿cómo lo explicaría a su mujer? En fin, seguí caminado.
Me detuve a contemplar la puerta del Sol, miré su reloj, la una. Seguía sin sueño. Miré alrededor y no vi nada especial que no hubiese visto antes. Pocos coches salvo los taxistas, algún pasajero esperando el autobús, los mendigos de costumbre en el mismo sitio de siempre, y el vendedor que ayer se llevó una patrulla policial, en el mismo sitio de todos los días. ¡Qué gran estupidez!, pensé, era todo aquello: retirar mendigos de las bocas de los metros; vendedores ambulantes de las esquinas; putas de las calles; yonkis de los portales. Y, todo, ¿para qué?, me preguntaba, si mañana volverían más o serían otros que se trasladaban de sitio. Pensaba que la labor policial en lo que llamaban seguridad ciudadana no era más que convertir a la policía en barrenderos de desechos humanos que la sociedad ya no quiere, que no necesita y le molestan a la vista, el sistema genera sus excrementos y nosotros no somos más que sus barrenderos. Ese era el gran salto que había dado la policía, de represores con la dictadura a barrenderos con la democracia neoliberal. Es como curar el acné de una piel juvenil sin atacar sus causas.
Pensaba demasiado y un policía no debe cuestionarse tantas cosas. Se supone que somos hombres de acción, la reflexión debe quedar para otros. Me acuerdo que quedé parado en el centro de la plaza mirando a mi alrededor como si nunca hubiese visto aquello. Pocos clientes en los bares que aún permanecían abiertos, en alguno estaban recogiendo en su interior y cerrando sus puertas. Era incluso tarde para Madrid, un día de diario. Estuve tentado a marcharme para casa, a leer aquel libro. No lo hice. A lo mejor mi inconsciente me estaba traicionando y desde que dejé en el hotel a mi padre había estado deseando regresar al club y tomar algo con Ivana, volver a verla. Me seducía indagar sobre su vida, aunque sé que su misión allí era servir de pañuelo de lágrimas a todas las almas patéticas que se le acercaban y necesitaban más unos oídos que los escuchasen en sus problemas diarios que un polvo mal echado.
Me dirigí al club, esta vez me fijé en su cartel, «Club Mariám», debería de ser el nombre de la madame. No pensé más en ello y entré. Igual que ayer, pocos clientes y chicas aburridas en los sofás de alrededor esperando. El camarero me reconoció y ejerció a la perfección su profesión, la de hacer sentirse importante a un cliente en el local, reconociéndole y acordándose de lo que le gusta beber.
—Havana 7, con hielo y una raja de limón —no me di cuenta si preguntaba o afirmaba, daba igual, asentí con la cabeza.
Miré alrededor, no estaba Ivana, tampoco aquellos dos que se hacían pasar por policías. Ninguna chica se acercaba. Ayer me habían visto marchar con Ivana y entre ellas no se pisan los «novios». En su pensamiento eso sería ser una «verdadera puta», y ellas son putas a secas, lo hacen para vivir, para salir de aquel agujero hasta que alguien las rescate, esperando a su capitán Trueno. Un capitán Trueno que generalmente viene disfrazado de solterón timorato que sólo busca compañía en su vida, sin que le importe la forma que adquiere esa compañía. Abrí el libro de SIR y comencé a reírme para mis adentros, mientras veía la escena desde fuera: alguien leyendo aquel libro en un club de alterne bajo las luces tenues de colores rojos y azules que sólo iluminaban trozos de la barra. Me sentí ridículo y cerré el libro.
Apareció Ivana y se sentó a mi lado, tenía los ojos rojos de haber llorado todo lo que una persona puede llorar.
—Hola —se acercó y me dio dos besos—. ¿Me invitas?
—Por supuesto, tómate lo que quieras —hizo un gesto al camarero que sin que le dijesen nada había entendido que tenía que ponerle una invitación.
—Y, ¿esos libros? ¿Qué estudias?
—No estudio nada, dejé la universidad hace tiempo. Son sólo para leer, para pasar el rato.
—No me dijiste ayer a qué te dedicabas —mi mente se puso a trabajar a cien por hora, no podía decirle que era policía, se hubiese separado inmediatamente de mí, tenía que inventar algo y rápido.
—Estoy en paro —no se me ocurrió nada mejor—. Vine hace poco del ejército y estoy buscando trabajo.
—¡Ah!, el ejército. Mi abuelo también fue militar en Ucrania. Lo mató Stalin en uno de sus procesos a comienzos de los años cuarenta, le acusaron de trotskista y de estar detrás de una conspiración para derrocar a Stalin junto a varios militares más —parecía que últimamente me perseguían todos los fantasmas del trotskismo.
—Y, ¿era trotskista tu abuelo?
—No lo sé. Me dijo mi padre que en aquellos tiempos todo el que se oponía a Stalin era acusado de monaguillo del imperialismo capitalista o de trotskista. A mi abuelo no lo podían acusar de amigo del capitalismo pues estuvo, siendo muy joven, con los bolcheviques, por eso lo acusaron de trotskista —volvió a secarse una lágrima.
—Debieron de ser tiempos difíciles —dije para distender la situación.
—Hoy también son duros para algunos y para algunas —otra lágrima afloró a su mejilla.
—Ya, te entiendo —y la abracé sobre mí—. ¿Por qué lloras?
—Por mi compañera de piso —dijo entre sollozos.
—¿Qué le pasa?
—Esos hijos de puta…
—¿De quién hablas?
—De esos policías que vienen por aquí —estuve a punto de decirle que no eran policías, pero me abstuve, tendría que dar muchas explicaciones y no tenía ganas, más bien no era el momento, ni el lugar.
—¿Qué pasó?
—Mi compañera llevaba varios meses sin probar la heroína, estaba en un programa de esos para salir de la droga. A esos cabrones se les escapaba una clienta, no consienten que nadie se les escape, perder clientes es perder dinero y mientras le tienen enganchado dependes de ellos, tu vida es suya. Al final acabas trabajando para ellos, no sólo les consumes, también acabas vendiendo para poder drogarte.
—Y, ¿qué hicieron?
—Ayer, acabaron presionándola y la forzaron inyectándole una dosis. Hoy está destrozada, no quiere salir de casa pues volverá a buscar heroína. Ella quería desengancharse pues le habían quitado la custodia de su hija y quería recuperarla.
—Ya entiendo —me resultaba difícil entender cómo la gente caía en la droga, sería por evadirse de la realidad, por el mero hecho de la diversión, o vaya usted a saber el porqué.
—Esto es una vuelta atrás para ella, no consigue desembarazarse de la droga, pero nunca lo hará si esos tiparracos no la dejan en paz.
—En realidad, ¿a qué vienen?
—Van a casi todos los lugares de alterne de Madrid. Presionan a las chicas para que consuman y vendan la droga en los locales a sus clientes. Algunas me han dicho que incluso les han robado su recaudación, a otras les han pegado palizas para tenerlas bajo su control.
—¿Pero vosotras en estos sitios no tenéis ninguna forma de protección?
—¿Chulos? No los queremos, eso forma parte del pasado. Trabajamos para nosotras, no queremos nadie que nos saque el dinero.
—Pero el dueño o la dueña de este club, en realidad se comportará con vosotras como un chulo a la antigua usanza y os sacará el dinero.
—El chulo moderno es la droga. Los que la venden tienen agarradas a las chicas más férreamente que los chulos del pasado. Ahora no necesitan pegarte palizas para sacarte el dinero, sólo necesitan un poco de labia para irte convenciendo para que entres en el mundo de la droga. A partir de ahí te tienen agarrada de por vida y tu vida, tu futuro, se acabó.
—Pero ¿podríais denunciarlos?
—¿Para qué? ¿Para que te maten en cualquier esquina? Esos no tienen escrúpulos.
—Yo conozco gente de confianza en la policía, gente de mucha confianza, que podrían ayudaros.
—No, no queremos. Muchas de nosotras estamos ilegales en este país y por eso se aprovechan. Saben que si les denunciamos, nosotras sufriremos, pues nos expulsarán de aquí. Y para muchas, es peor abandonar esto y enfrentarse a la vida en sus países que seguir viviendo esta pesadilla.
—Pero, yo creo que si os asesorarais bien, si encontrarais gente de confianza, os podrían ayudar a resolver todos los papeles.
—Algunas, aún siguen pagando a gente que las trajo de su país de forma ilegal, es como si les hubiesen hecho un préstamo a un alto interés, su propia vida.
—Y, ¿no os planteáis dejar esta vida que lleváis?
—Si, todos los días. Pero ¿dónde vamos?
—No lo sé, habrá alguna salida. Siempre hay una salida.
El camarero le hizo una seña, que se acercase, al parecer la llamaban por teléfono. Me dejó unos instantes, que aproveché para recorrer el local con la vista. Habían entrado dos clientes más, por su forma de vestir debían de ser comerciales de alguna empresa que les alojaría por los alrededores e irían al club a tomar la última copa. Vestían como ejecutivos, pero no lo eran, si lo fueran se alojarían en el Meliá y no hubiesen ido hasta allí, irían al Don Angelo. Les gustaba verse rodeados de chicas, les hacía sentirse importantes. Vaciaron su tarjeta de crédito y con aquella noche tendrían algo que contar por la mañana a sus amigos y algo que ocultar a su mujer. Vivimos en un mundo de mentiras y todos somos parte de ese juego.
Ivana volvió de nuevo al interior de la barra y la llamaron del fondo. Me fijé en quién era, una señora de unos cincuenta años, pelo rubio teñido, uñas largas pintadas de rojo, anillos y gargantilla de oro o eso era lo que me parecía desde el lugar en el que yo estaba. Debía de ser la dueña, posiblemente una antigua chica de alterne que no encontró más salida que poder ahorrar algo y hacerse con su propio negocio. Esa sería la posible dueña, Mariám, estaba casi seguro. Ivana venía hacia mí, su cara reflejaba un cierto disgusto.
—¿Ocurre algo? —pregunté sorprendido, al ver su expresión.
—Es la dueña, me saca de quicio. Me dice que llevo mucho tiempo contigo —me quedé extrañado por aquello—. No nos deja estar más de media hora con un cliente por copa y me dice que llevo más tiempo del estipulado contigo, que debo dejarte.
—Y, ¿si te invito a otra copa?
—Muchas gracias —y acarició mi cara con sus manos—, eres un cielo. Eres lo mejor que he encontrado en este tugurio —hizo un gesto al camarero para que le pusiera otro benjamín—. ¡Qué ganas tengo de marcharme de aquí!
—Y, ¿dónde irías?
—A un club de esos grandes.
—Y, ¿qué diferencia tiene con este?
—Mucha, aquí la dueña se lleva la mitad de las copas y un porcentaje de los reservados que hacemos. Los nuevos locales que están abriendo llevan otra forma de funcionamiento. Son hoteles, que los han alquilado o comprado sociedades anónimas. Las chicas que están allí pagan todos los días su habitación como si estuviesen en un hotel alojadas. Con el primer servicio pagan la habitación y los demás son para ellas. Las copas suelen ir al cincuenta por ciento.
—Ya entiendo. De esa forma nadie puede demostrar que en ese lugar se practica la explotación sobre las chicas, que no hay proxenetismo. Legalmente tienen un hotel, no un club, y las chicas son clientes del hotel que pagan su habitación. Como la prostitución no está prohibida cada una en su habitación hace lo que quiere. Más o menos es eso, ¿no?
—Efectivamente, por eso estos sitios pequeños están condenados a muerte. Yo en cuanto pueda me largo de este.
—La concentración del capital ya llegó a los «puti-clubs» —parafraseaba a mi padre cuando hablaba de los supermercados que habían provocado el cierre de las tiendas pequeñas unifamiliares.
—¿Qué dijiste?
—Nada, no tiene importancia, me acordaba de algo que me dijo mi padre un día.
—Cuando José, el camarero, me llamó, era porque me telefoneaba mi compañera de piso, Fátima. Se encontraba mejor, al parecer los sedantes le han ido bien. Espero que se recupere y levante cabeza —miró el reloj y alzó las cejas como indicándome que el tiempo se acababa.
—Te tienes que ir, es eso, ¿no?
—Sí —me dio dos besos—. ¿Me esperas a las tres al salir?
—No, no puedo. Mañana tengo que tra… —casi metí la pata, no me acordaba que le había dicho que estaba en el paro y rápidamente corregí—, tengo que ir a una entrevista de trabajo, muy temprano.
—Mañana vienes y te invito yo —y se alejó en busca de una copa de aquellos dos vendedores que parecía que aún les quedaba algo en la tarjeta de crédito y estaban empeñados en invitar a todas las chicas de club.
—De acuerdo —le respondí mientras le guiñaba un ojo, en muestra de complicidad.
Quedé un poco más en el club, dos tragos cortos de mi copa. Me apetecía otra pero era muy tarde. Di el último trago y me levanté dirigiéndome a la puerta. Giré la vista para despedirme definitivamente de Ivana, pero no me vio. Atravesé la puerta y me enfrenté con el frío de la noche. No había caminado ni diez pasos y vi estacionarse otro vehículo de esos matones, de esos traficantes, que se hacían pasar por policías. Memoricé la matricula, tenía que comprobar ese nuevo coche. Caminé hasta la parada de taxis, solo quedaba uno, tuve suerte. Si tenía que llamar a la central de taxis, cuando llegara alguno estaría congelado.
—A Cuatro Caminos.
—Ok, allá vamos —bajó la bandera.
—¿No tendrá un bolígrafo?
—Sí —sacó uno del bolsillo interior de su americana—, aquí tiene.
—Gracias —anoté la matrícula en la primera hoja de uno de los libros y le devolví el bolígrafo.
—Hace frío, ¿eh? —tenía ganas de hablar, debería de llevar bastante tiempo en la parada esperando a un cliente y el silencio de la soledad se debía de hacer insoportable.
—Pues, la verdad es que ya nos está llegando el invierno —dije por seguirle la conversación.
El viaje hasta Cuatro Caminos se hizo corto, no había circulación a esas horas y parecía que habían abierto la fase verde de todos los semáforos. Cuando llegué a casa eran casi las dos, todavía podía dormir cinco horas, suficiente para recuperarme. Aquella noche no pensé en Leroux, sólo Ivana ocupaba mi mente, estaba preocupado, me hubiese gustado poder ayudarla pero en aquel momento no sabía el modo de hacerlo. El sueño me llegó de repente.
Me desperté a las siete, me duché y desayuné fuerte. El día se presentaba más intenso que el anterior y con muchas más sorpresas.