CAPÍTULO 12
S. I. R.
Tenía veinticinco años y hasta esa mañana no había conversado de verdad con mi padre. Siempre le sentí en otro mundo ajeno al mío. Siempre su trabajo, sus reuniones en la fábrica, sus reuniones en el sindicato, las manifestaciones, las huelgas, los encierros, repartir periódicos del partido, pegar carteles, campañas electorales. Nunca le sentí a mi lado. Era como si viviese en un planeta paralelo. Nunca entendí las razones que le llevaban a subordinar una familia, una vida, a una idea o a un sueño, en definitiva a una entelequia. Nunca sentí la comunicación con él, parecía que me había traído a este mundo para esperarle, para desear que un día hablase conmigo. Mi madre le quería tanto que nunca se cuestionó todo esto. Es más, siempre encontró una excusa para justificarlo. «Tú estudia, que es lo que tienes que hacer», eran las palabras con las que me despachaba. Por eso, tal vez, un día dejé la facultad y me enrolé en los paracas. A lo mejor, pensé, no es estudiar lo que tengo que hacer. Pero tuve claro, que tampoco era saltar desde más de mil metros en apertura manual. Ingresé en la policía preparándome a fondo mientras estaba en el ejército, noches sin dormir, fines de semana sin disfrutar, todo por un fin, hacer algo, sin saber el porqué. En el fondo era mentira que me apasionaran los detectives de ficción, eso era una excusa para justificarme, para defender unas razones que no existían del porqué había ingresado en la policía. Ingresé en ella buscando un futuro, una seguridad, no deseaba pasarme la vida picando de puerta en puerta suplicando un trabajo. Reconozco que es una razón muy vulgar pero les puedo asegurar que es la que mueve a la mayoría de los policías. Y, ese día sin quererlo, me había acercado tanto a mi padre como para empezar a entenderlo un poco. Era posible que el asesinato de Leroux nos estuviera redimiendo de nuestros pecados, si es que los teníamos. Me esperaba en el comedor del hotel. Cuando llegué estaba sentado ya, miré el reloj para cerciorarme de cuanto tiempo había llegado tarde, media hora, justo el tiempo que perdí paseando por calles que ni siquiera conocía. Le saludé y me senté a su lado, dejé los libros encima de la mesa y él los vio.
—Libros de Leroux —dijo extrañado y prosiguió—. ¿Los has leído?
—No, no he tenido tiempo —dije, mientras él los cogía y revisaba, como si le trajeran recuerdos, de esos que no se pueden borrar.
—Es de lo mejor que escribió, son una joya. El análisis de aquellos tiempos está perfectamente descrito en ellos. Y… ¿Este otro? ¡Ah!, S. I. R… Pero, éste no lo escribió él.
—Ahí pone que lo escribió un tal Denis Gálvez —farfullé sin decirle que María consideraba que ese nombre era una invención, que era el seudónimo bajo el que se ocultaba su verdadero autor.
—Denis Gálvez… —hizo una pausa—, ese era el nombre de un personaje de tebeo que leíamos de pequeños. Nos entusiasmaba. Sus aventuras eran despropósitos, pues nunca estaba donde deseaba y se pasaba la vida soñando que un día llegaría a un lugar en el que sí quisiera estar. El autor nos hacía ver que su personaje nunca estaba contento de por dónde iba y se echaba siempre la culpa de su situación, pero en realidad nos sugería que era el mundo el que no estaba bien —con aquello mi padre parecía que me estaba indicando que sabía o sospechaba quien había escrito aquello.
—Dicen que lo escribió Leroux —dije para tirarle de la lengua.
—¿Leroux? No, Leroux no fue. Todo lo que él escribía lo firmaba. Es más, hubiese deseado escribir este libro —y lo cogió entre sus manos, contemplándolo, como si tuviera en ellas una de las maravillas del mundo.
—¿Lo has leído? ¿Sabes de qué trata? —asintió—. Resúmemelo, por favor.
—Es muy complejo, al resumírtelo, tengo miedo tergiversar su contenido, es mejor que lo leas tú y saques tus propias conclusiones.
—Inténtalo, por favor.
Habían llegado para tomarnos nota. Algo ligero: una ensalada, un pescado y nos dimos el capricho de un buen vino blanco. Cuando el camarero se marchó volví a insistir.
—Por favor, resúmelo.
—Lo intentaré, pero comprenderás que no se pueden resumir en unas pocas palabras más de trescientas páginas llenas de contenidos políticos, sociológicos y filosóficos.
—Lo entiendo, pero inténtalo.
—Está bien —adoptó una posición recostado en su silla con las piernas cruzadas que parecía iba a impartir una lección magistral—, vamos allá. S. I. R., son las iniciales de Subjetividades de Imposible Reducción.
—Y, eso, ¿qué quiere decir? —aquello sí que me había dejado perplejo.
—Es largo de explicar, de momento quédate con que, más o menos, quiere decir, individuos que por su forma de ser o actuar hacen casi imposible que algo o alguien pueda someterlos.
—Y, ¿por qué no lo tituló rebeldes?
—No es lo mismo. Déjame que prosiga.
—Perdona, prometo no interrumpirte más.
—El libro, cuando salió, recibió toda una lluvia de comentarios, de críticas. Desde que era más literario que filosófico, o que era más filosófico que político. Que si era más romántico que realista. Que si el autor era más idealista que materialista. En fin, todo el mundo tuvo que hacer algún comentario, pero a todas las personas que conocí, independientemente de lo que opinasen del libro, lo leyeron varias veces y, te puedo asegurar que, disfrutaron con su lectura.
—No te enrolles y hazme el resumen —sonrió al ver mi impaciencia.
—Tranquilo, no tenemos prisa —hizo una pausa mientras nos ponían el vino.
—Tú, ¿cómo viste este libro?
—Creo que en el fondo es todo un homenaje —bebió un sorbo de vino y remató—, un gran homenaje.
—¿A quién? —la forma intrigante que tenía de contar las cosas me desesperaba.
—Lee la dedicatoria.
Abrí el libro, no había nada en la primera página. Pasé la hoja y allí estaba. Leí para mí aquellas palabras: «A todo/as lo/as que soñaron y lucharon, que sueñan y luchan, y que soñarán y lucharán por un mundo mejor». Debajo, a bolígrafo, alguien había escrito: «A María, con cariño… De un Denis Gálvez cualquiera». Bebí un sorbo de vino y miré interrogativamente a mi padre.
—Ya la leí; ahora, explícate un poco.
—Yo creo, es mi opinión —ya estaba con esa forma de contar las cosas tan peculiar—, que esa dedicatoria es el mejor resumen del contenido de todo el libro. El autor comienza jugando literariamente con ese personaje de tebeo que siempre se echaba la culpa de todo lo que hacía, pues pensaba que el mundo estaba bien hecho, lo había hecho Dios, así es que el problema era de él, por eso siempre estaba deprimido, y preocupado buscándose sin resultado. A él le contrapone otro personaje que dialoga con Denis, este personaje, se pregunta por todo e intenta sembrar la duda en Denis, con preguntas que no es capaz de responder: y si, ¿Dios no fuese tan perfecto?; y si, ¿el mundo no estuviese tan bien hecho?; y si, ¿el problema estuviese en el mundo o en Dios y no en nosotros? Así sucesivamente. Su objetivo era destruir en nosotros cualquier sentimiento de culpa sobre el mal en el mundo. La culpa del mal nos la habían introducido artificialmente para que no viésemos dónde verdaderamente está.
—Y, ¿dónde estaba? ¿En el fondo del mar?
—Si vas a tomártelo así —su rostro se volvió arisco de repente—, te lo lees, sacas tus propias conclusiones y se acabó la conversación.
—Perdona, perdona, es que —intentaba disculparme—, estoy impaciente y parece que le estás dando tantas vueltas que no acabas nunca.
—Pues, si quieres que te lo resuma tendrás que acostumbrarte a mi ritmo —seguía serio.
—De acuerdo, ni te interrumpo, ni hago comentarios.
—Espero que así sea —me sonó a amenaza—. Va mostrándonos que el mal está en un sistema injusto, un sistema social, económico, dominado por muy poca gente que ejerce su dominio sobre el resto de la humanidad que en realidad lo sufre y no tiene capacidad de decisión ni maniobra para decidir su futuro. Nuestro «tiempo» y nuestro «espacio» son controlados y hasta dirigidos. Y lo peor de todo es que nadie parece darse cuenta. Vivimos felices en un mundo que nos ofrece de todo, con lo cual sólo pretendemos vivir una felicidad fabricada que en realidad es ficticia. No se mira al futuro, ni al pasado, sólo el hoy importa. Sin entender que el hoy no es más que un tránsito. Cita aquella anécdota descrita por Kierkegaard en la que un trasatlántico se aproxima a un iceberg y el capitán quiere alertar a toda la tripulación, y busca desesperadamente el altavoz pero éste no aparece, lo tiene el pinche de cocina que está informando a la tripulación del menú del día, a nadie le preocupa el iceberg, sólo el menú del día, esa es la gran paradoja de nuestro mundo. Ésa es la introducción, que estoy de acuerdo que es más literaria que filosófica, política o histórica. Pero es la forma que tiene el autor de introducirnos en lo que viene después.
—Y, ¿qué viene? —me miró como preguntándome: ¿en qué habíamos quedado?
—A partir de ahí comienza una descripción histórica que va mostrando cómo siempre la historia ha llegado hasta donde está a pesar de los deseos e intereses de los poderosos, de los vencedores. Es la historia vista desde otro punto de vista, desde el de los perdedores, el de los vencidos. Y en esta historia de los perdedores, de los vencidos e incluso de los muertos, siempre es una lucha de conjunto, de masas, de pueblos, nunca de individuos aislados, iluminados por no se sabe que designio divino. En todas estas luchas hay siempre un hilo común, una serie de personas que hicieron posible toda esa lucha. Gentes que se sentían atrapados por una misión, por una vocación, si quieres, por una especie de llamada. Gente que sólo podía mirar hacia adelante costara lo que costase, renunciando a todo por una causa. Hasta la vida pasaba a un segundo plano para ellos y sólo muy levemente se comprometían con los asuntos propios. Lo que en boca del filósofo Kart Jaspers serían «los hombres decisivos», o lo que para Bertolt Brecht eran «los imprescindibles». Personas que han sacrificado su vida y la de los suyos para mejorar la condición del resto de la humanidad. Gente que nunca se dejó atrapar por el discurso del poder.
—¿Puedo…?
—Si, di me —estaba vez, sonreía.
—Y, esos, ¿son los que llama los S. I. R.?
—No exactamente. Hay gente que dedica su vida a una misión, a perpetuarse o perpetuar el poder. Esos no son S. I. R. Los que luchan siempre a través de los siglos contra todo tipo de injusticia, esos si lo son.
—Ya te entiendo. Pero pueden caer en una situación individualista, de fanáticos.
—Eso también lo explica. Nunca considera un S. I. R. si su actuación está desligada de las masas. Un S. I. R. quiere un mundo más justo, dedica su vida entera a ello y su actuación nunca se aleja de la realidad, lucha por lo posible y a veces por lo que los demás ven imposible.
—Y, ¿qué más? —aquello me sabía a poco, algo más tenía que contener ese libro.
—Luego va dando un repaso a determinadas situaciones que han ido ocurriendo en la historia de nuestro país mostrando, con casos prácticos como ha sido esa lucha. ¿Qué movía a los maquis a dedicar su vida por las montañas de Asturias y León? ¿Qué movió a militantes del partido comunista a dedicar su vida contra la dictadura? Y así sucesivamente el libro se inunda de ejemplos de personas en este mundo, y del momento histórico en el que viven, para irnos mostrando cómo se han dado estos casos en nuestra realidad.
—¿Llega a alguna conclusión?
—Sí y no. Llega a una conclusión, pero en realidad la deja abierta para que el lector encuentre la suya o la busque.
—¿Cómo es eso?
—Él plantea que el mundo no se ve igual por todos. Que es cómo una mancha de tinta que cada uno ve en ella diferentes cosas…
—«Interpretamos las pruebas según nuestras creencias» —le interrumpí parafraseando a Martín.
—¿Cómo dices? —o no me había entendido o no me quería entender.
—Ese asunto de las manchas, que cada uno vemos en ellas cosas distintas, ya me lo explicó Martín ayer, con un ejemplo. Con el asunto de Leroux, anda loco con unas manchas de sangre en el sitio dónde se encontró su cadáver. Pero perdona, ya sé que te he interrumpido, pero es que todo eso de las diferentes interpretaciones de manchas ya lo había oído. Sigue, por favor.
—Bueno pues al parecer según el autor del libro, el poder, los poderosos, nos hacen ver en la lámina de manchas la imagen que ellos quieren. Pero hay gente, individuos, que por más que los fuerces no consiguen ver esa imagen, ven otra.
—Fue el ejemplo que me puso Martín entre la imagen de la joven y de la anciana. Si ves la anciana, no puedes ver la chica joven.
—Ya sé que mancha de tinta dices, ya la conozco. Esa característica que acabas de mencionar la llaman «inconmensurabilidad», o ves una cosa o ves la otra, pero no puedes ver las dos al mismo tiempo. Y quién ve una no puede ver la otra. ¿Qué por qué es eso? Pues por motivos educacionales, sociales, políticos, de posición de clase, etc. Por eso los que el autor llama S. I. R. da igual que el poder diga que el mundo es de una manera determinada, ellos siguen viéndolo de otra y su visión es incompatible, «inconmensurable», a la que les dictan desde el poder. Por eso necesitan soñar y luchar para que el resto no sólo contemple la imagen que el poder les dice, sino la interpretación de las manchas que también está ahí y sólo ellos parece que ven. Es al final una cuestión de supervivencia. Una cuestión vital de búsqueda y reconocimiento de su identidad.
—¿Dice algo más el libro?
—Mucho más. Yo te lo estoy resumiendo. Al final termina con dos capítulos interesantes pero muy polémicos —abrí el libro y busqué deprisa en el índice, para ver su título.
—«Anomalías» y… —no me dejó terminar.
—Ese capítulo trata de que la única forma posible de vencer una visión del mundo es crearle tantas anomalías que esa visión determinada no pueda interpretar. Entonces creará hipótesis «ad hoc», auxiliares, para justificar todas las anomalías que aparezcan, pero llegará un momento que si es capaz de crearle muchas, esas propias hipótesis chocan entre sí y ya no se ve el mundo igual, se necesita otra visión nueva.
—Es un poco complejo todo eso.
—Sí, pero el autor nos va poniendo ejemplos para irlo entendiendo, como el de los seguidores de Aristóteles y Ptolomeo que creían que el sol giraba alrededor de la tierra y los seguidores de Copérnico que veían como la tierra giraba alrededor del sol. Cuando ambos miraban al cielo, como si fuese una gran mancha de tinta, cada uno veía una cosa distinta. Sus visiones eran incompatibles, «inconmensurables». Sólo cuando fueron apareciendo tantas anomalías que los seguidores de Aristóteles no pudieron explicar, esa visión del universo se derrumbó y la otra triunfó.
—Vamos cenando, si te parece —la cena llevaba ya un rato puesta y no le habíamos prestado atención.
—De acuerdo.
—Pero sigue…
—El último capítulo, trata del «hombre nuevo». Se decía en nuestra jerga que cuando cambiáramos este sistema social por otro, nacería un nuevo tipo de hombre, de mujer. Un hombre nuevo. El libro es polémico en este punto, pues defiende que se han dado las condiciones sociales para que nazca este «hombre nuevo». Nos muestra cómo a lo largo de la historia de la humanidad se han dado este tipo de personas. Nos habla de Leonardo da Vinci, de Einstein, de Miguel Ángel, en fin, de genios. Que poco a poco irán naciendo más, y que el desarrollo de su genio irá oponiéndose a este sistema, pues es un sistema tan opresivo que destruye todo tipo de creatividad. El autor intenta mostrar cómo el genio, la creatividad, se podía unir a la utopía.
Le miraba desconcertado, pensando cómo mi padre, un minero prejubilado podía hablar de aquella manera que parecía más un viejo profesor que un dinamitero. Dejamos de hablar de aquel libro y nos centramos en cenar. Me preguntaba por mi nuevo trabajo, por si tenía intenciones de continuar la carrera. Empecé a sentir que se interesaba por mí, por mi futuro. Pero no tenía respuestas para él, de momento. Pensé de nuevo en ese polémico libro. En cierto momento me pareció que me daba a indicar que sabía su autor, no podía dejarle sin preguntárselo.
—¿Tú sabes, quién escribió este libro?
—No, pero tengo mis sospechas.
—¿En quién sospechabas?
—Es el capítulo de las anomalías…
—¡En Martín!, ¿es en él? —lo dije sin pensar, pero fue el nombre que me vino a la mente inmediatamente al decir lo de las anomalías.
—Sí, efectivamente, en Simón Martín. Pero no lo sé seguro.
—Y si fue él, ¿por qué puso seudónimo y no su nombre?
—Martín ha pasado momentos difíciles en su vida personal y profesional. Este libro apareció en un momento delicado para él, le estaban buscando las vueltas, se lo querían calzar de su puesto, incluso recibía amenazas, fue un momento duro, por eso también creo que fue él. Además, está el asunto del seudónimo, ese personaje de tebeo nos gustaba mucho de pequeños, nos reíamos de él, considerándolo un estúpido. Nadie mejor que él entendía la psicología de ese monigote.
La conversación fue conduciéndose por derroteros más mundanos. Hablábamos del pueblo, de nuestros amigos y conocidos allí. Fuimos terminando de cenar y el tema de Leroux y su asesinato apenas salió en la conversación. Me despedí con la intención de volverle a ver en el funeral del día siguiente, en la manifestación. Y, sin darme cuenta estaba de nuevo caminando por las calles de Madrid.