CAPÍTULO 11

La brigada K

Tuve suerte y pude coger el primer taxi que pasó por la Gran Vía a la altura del hotel París. Tenía prisa, eran las ocho recién pasadas y había quedado con Begoña en la facultad a las ocho y media, no quería hacerla esperar y menos el primer día de nuestra primera cita, aunque no fuese oficial. Llegué justo a tiempo, estaba saliendo por la puerta acompañada de varias compañeras de clase.

—No baje la bandera —le dije al taxista mientras salía del vehículo haciéndole indicaciones con los brazos a Begoña para que me viera.

Cuando se percató de mi presencia, se dirigió hacia donde estaba parado el taxi en doble fila.

—Deja el taxi, podemos ir en metro —me sugirió.

—Mejor aprovechamos el taxi, si te parece, tengo prisa. Quedé con mi padre en el hotel para cenar dentro de dos horas. Así podremos aprovechar mejor el tiempo.

—Como quieras —dijo mientras se introducía en el taxi—, lo pagas tú.

El taxista nos miraba impaciente por el espejo retrovisor mientras ponía en marcha el vehículo, esperando le dijésemos hacia dónde tenía que dirigirse. Begoña le dio las señas de su casa y parecía que el aire inquisitivo del taxista se calmó.

—¿Conseguiste averiguar algo de esos recortes de periódico?

—Sí, aquí los tengo —dijo enseñándome una carpeta de la que sobresalían varias fotocopias—. Incluso conseguí ampliar un poco más todo buscando por otros sitios diferentes a los que me diste.

Le hice un gesto para que no siguiese hablando delante del taxista, nunca se sabe quien te puede estar escuchando. Llegamos, al cabo de quince minutos, a la puerta de su casa. Pagué el taxi y Begoña me llevó hacia un local mezcla de confitería y cafetería, donde todas las abuelas del barrio se reunían por las tardes a tomar el chocolate con churros. Un lugar pacífico, un lugar neutralizado del estrés de la ciudad. Pedimos nuestras correspondientes tazas de chocolate para no desentonar del ambiente y nos sentamos en una mesa apartada donde difícilmente nos pudieran oír.

—Pues, cuéntame qué averiguaste.

—Mira, aquí está todo —y desplegó las fotocopias de periódicos en cinco montones encima de la mesa.

—Explícame todo esto.

—Son los recortes de noticias aparecidas en los diferentes periódicos que se publicaron entonces sobre las muertes de cinco personas. Todas ellas eran expolicías —cogió el primer grupo de fotocopias, unas veinte, y prosiguió—. Esto corresponde a la muerte de Carlos Vela García, inspector jefe del cuerpo nacional de policía, jubilado. Al parecer conducía por la M-30 y otro vehículo se le echó encima provocando su salida de la calzada, murió a las pocas horas.

—No será difícil conseguir más información —dije mientras revisaba las fotocopias—. Las secciones de atestados e investigación de accidentes deben tener informes de todo esto, lo puedo mirar mañana.

—Este otro —dijo mientras cogía el otro bloque de fotocopias—, corresponde a Iván Flórez Gutiérrez, también inspector jefe. Tres días más tarde de la muerte de Carlos Vela, fue atropellado en las calles de Alicante, su muerte fue instantánea.

—Éste me llevará más trabajo, debo llamar a Alicante a ver si se dignan a mandarme el atestado. En caso contrario tendrá que echarme una mano tu padre —apostillé con cierta cara de fastidio.

—El tercero, otro inspector jefe, murió ahogado en la playa de Gijón. Se llamaba Ernesto Díaz Mejuto.

—Un ahogado —dije mientras pensaba quien me podría ampliar la información—, no sé, a lo mejor salvamento marítimo, no sé, ya veré…

—Aquí tenemos el cuarto, Luis Herrero Vega, inspector jefe jubilado igual que los otros. Este murió cuando parte de una cornisa de un edificio en demolición le cayó encima. El impacto le provocó diversos traumatismos que le llevaron a la muerte.

—¿Dónde fue esto?

—Aquí en Madrid.

—Bien, de éste será más fácil recabar información, algo tendrán las secciones de vigilancia urbanística de la policía de Madrid.

—El quinto y último. Daniel Martínez Juárez, sufría depresiones constantes y lo jubilaron antes de tiempo, al parecer se suicidó arrojándose desde la ventana de un sexto piso.

—¿Dónde?

—En Madrid, al igual que el otro.

—De éste, también, será fácil recabar información.

—Yo por mi cuenta —prosiguió Begoña—, estuve realizando algunas investigaciones.

—Y, ¿qué tienes? —le pregunté sorprendido por la rapidez que se había dado en todo aquel asunto.

—Mira —desplegó un par de folios sacados de internet—, aquí tengo los datos de la promoción del setenta del desaparecido Cuerpo Superior de Policía, los famosos «chapas» del franquismo…

—Déjame —y le arrebaté aquellos dos folios de sus manos.

—Tranquilo, tranquilo —me decía mientras sonreía al ver mi impaciencia—, que te los iba a dejar ver, no pensaba tenerlos escondidos.

—¿Cómo hiciste para conseguir esto? —mi sorpresa era mayúscula, esos datos se suponía que deberían estar bajo siete llaves, protegidos de cualquier visita.

—Secretos de mujer —dijo adoptando una pose misteriosa.

—Has tenido que entrar en algún archivo protegido, estos datos no están al alcance de cualquiera.

—Te equivocas. Nada más hay que consultar el Boletín de la Dirección General de ese año y verás que publicaron esos datos. En aquella época las promociones de la academia de policía, al igual que las del ejército se publicaban en sus respectivos boletines. Bueno, en realidad también hoy se publican y hasta en el BOE.

—No me lo puedo creer —no sabía si lo que más me desconcertaba era ver la habilidad con la que Begoña había conseguido aquello o lo que allí estaba viendo.

—¿Te estás fijando en lo subrayado?

—Sí, ya veo, los cinco eran de esta promoción.

—Y, ahora, una sorpresa —a su rostro se le unió una sonrisa malévola.

—¿Qué es?

—Mira esto —y desplegó otros dos folios delante de mí.

—Son los destinos de todos los policías de esa promoción publicados en el boletín interno de la Dirección General veinte días después.

—¿No ves nada raro?

—Curioso, no aparece el nombre de esos cinco.

—Efectivamente, es como si hubiesen desaparecido. Al resto de sus compañeros les asignaron destino, menos a ellos.

—Es como si los quisieran tener ocultos en algún sitio.

—Ahí tenemos, posiblemente, la misteriosa Brigada K —remató con aire de satisfacción ante el desconcierto que se apoderaba de mí.

—Tal vez tengas razón —mi sorpresa ya no tenía límites ante la sagacidad de Begoña.

—Todavía hay más —añadió mientras le volvía la malévola sonrisa.

—¿Más todavía? —debí de abrir los ojos como platos pues no pudo contener una carcajada ante mi expresión.

—Miré en otros archivos de años anteriores y posteriores buscando si el asunto se repetía. Llegué hasta el setenta y cinco, el año en que murió Franco.

—Y…

—Sólo ocurre lo mismo con otro policía en el año sesenta y nueve.

—¿El año anterior?

—Sí, da la impresión de que primero prepararon a éste y luego reclutaron a los otros cinco.

—¿Estará vivo ese otro?

—Míralo tú —y otra vez desplegó ante mí otro folio, parecía que me estaba pasando la información a cuenta gotas.

—Juan Carlos Aguirre Tola, no sé, pero su nombre me suena.

—¿No sabes quién es?

—Me suena pero no lo sitúo.

—Es el nuevo jefe de los servicios secretos, recientemente nombrado, no hará más un año.

—¡Dios! —no se me ocurrió otra exclamación y eso que siempre me había negado a nombrar a cualquier tipo de dioses, santos o vírgenes.

—Es mucho especular, pero esa supuesta Brigada K debería de tener un mínimo de seis miembros. Cinco de ellos mueren en extrañas circunstancias casi todos en el mismo periodo y coincidiendo con el nombramiento del jefe de los servicios secretos. Mucha coincidencia, ¿no te parece?

—Demasiada coincidencia, demasiada, pero no tenemos ninguna prueba —lo dije mientras miraba desorientado todo aquel volumen de fotocopias de periódicos y de boletines.

—Pues, amigo mío, ¡pongámonos a buscarlas! —y otra vez la sonrisa malévola volvía a su rostro—. Tú por tu lado y yo por el mío.

—De acuerdo —ya no había ningún tipo de turbación en mi voz, era el momento de ponerse a buscar aunque fuese debajo de las piedras—, yo iré buscando todo eso en los archivos de la policía y tú en los periódicos.

—Ok. Héctor, de momento no le digas nada a mi padre, será nuestro secreto.

—Cómo quieras —no entendí la razón por la que no le podía decir nada a Martín pero lo respetaba, ella era la que hasta ese momento había llevado el peso de todo aquello.

—¿Nos vemos mañana a la misma hora?

—De acuerdo, te recojo en la facultad.

—Antes de marchar —dijo mirando la bolsa que llevaba llena de los libros de Leroux—, qué libros llevas ahí.

—Son libros de Leroux. ¿Quieres verlos?

—No, déjalo, ya he leído todo lo que escribió.

Ya los había leído, pensé, y yo sin tener conocimiento de su existencia. Aquella muchacha cada día me sorprendía un poco más. Nos despedimos con dos besos en el portal de su casa. Cada vez que la veía me dejaba un poco más fascinado y me estaba gustando demasiado, posiblemente me preguntaba sino me estaría enamorando de ella.

No tenía prisa por llegar a la cita con mi padre, tenía que ir asimilando toda la información que me había dado Begoña. Tal vez fue por eso por lo que no hice caso a ningún taxi que circulaba con la luz verde. Caminaba por la calle abstraído en todo lo que me había ocurrido en algo más de veinticuatro horas. Pensaba en Leroux, en una vida dedicada al activismo social, a la protesta permanente contra un mundo que habían fabricado en contra de la humanidad. No es justo, pensaba, dedicar una vida a los demás y acabar en un descampado asesinado, tirado como un maldito perro, como si fuese un despojo humano. Por otra parte, estaba ese asunto de la Brigada K, que al parecer estaba investigando. Si de verdad existió una brigada creada por la policía secreta del franquismo con la idea de neutralizar, de anular, a la juventud en las zonas de mayor asentamiento obrero sumergiéndola en la droga, estábamos ante una bomba para la investigación policial y periodística. Pero, si ese fue el origen del asesinato de Leroux, me preguntaba, qué detendría al autor o autores a terminar con la vida de Begoña y la mía si seguíamos investigando. Todo parecía indicar que si esa brigada fue organizada por el tardofranquismo, y esos cinco expolicías pertenecían a ella, alguien acabó con ellos por alguna razón. El único que quedaba posiblemente con vida de todo aquello era, desde hacía un año, el actual jefe de los servicios secretos, y estaba claro que a él no le podíamos ir a preguntar. Todo estaba enredándose alrededor de nosotros y desconocíamos qué comienzo había tenido y por supuesto nos era ajeno hacia dónde conduciría todo aquello.

Me detuve en una marquesina perdida en las calles de Madrid. La línea del «circular» se detendría allí, era el autobús que necesitaba; me llevaría hasta el hotel donde me esperaba mi padre y lo haría bordeando toda la ciudad, dándome tiempo a reflexionar y digerir todo el volumen de información de esos dos días, mis primeros dos días de trabajo, mejor dicho de prácticas.