CAPÍTULO 10
Otra vez María
Me desperté a las seis. Cuatro horas y media durmiendo y soñando con manchas, con manchas de sangre. Mi padre estaba en Madrid y no había quedado con él ni para comer, creería que sólo había ido a buscarle a la estación para que me facilitase información. López parecía que tenía resuelto el caso del asesinato de Leroux. Martín seguía dándole vueltas en su cabeza a manchas y anomalías, como él decía, en ese momento pensaba de él que era tan inteligente y sabía tanto, que estaba un poco chiflado. Me apetecía quedar otro rato con Begoña, lo deseaba de verdad, esa muchacha tenía algo que me embrujaba. Pensé también en Ivana, Talia o como se llamase, en su necesidad de amistad sin sexo. Mi mente recordó, mientras me duchaba, la imagen de aquellos dos traficantes y extorsionadores que se hacían pasar por policías. Tenía un mal presentimiento con ellos, pero lo dejé estar, no podía hacer nada. Demasiada gente en sólo dos días, demasiada gente. En todo ese asunto me quedaba una asignatura pendiente, me habían hablado de los libros que había escrito Leroux, no los conocía, no sé porqué en ese momento necesité imperiosamente leer algo de lo que él hubiese escrito. Tomé un café bien cargado, lo necesitaba para despejarme de ese sopor que me envolvía al haber roto el ritmo del sueño. Podía ir a buscar sus libros a cualquier librería de Madrid, pero decidí volver a la librería de María, algo sentía en mi interior que me empujaba a ir allí y no sabía qué era.
Llegué a la librería hacia las siete, estaba cerrada, era lógico. En aquel momento me llamé a mi mismo idiota, el marido o el ex de María había sido asesinado, era lógico que cerraran la librería unos días, el letrero lo decía. En fin, viaje de balde, pensé. Miraba el escaparate, los libros, demasiados títulos de autores que ni conocía. Mi paso por la Brigada Paracaidista me había lavado el cerebro, era como si mis dos años en la universidad no me hubiesen servido para nada. Entonces la vi; María estaba dentro de la librería, sola, daba la impresión de que estaba haciendo inventario. Toqué el cristal para que me viera. No me oía, toqué más fuerte. Entonces se percató del sonido y giró su vista hacia mí. Quedó unos segundos parada, mirándome. Pensé que estaba buscando en su mente mi imagen, intentando ubicarme en un tiempo y lugar. Se levantó y se dirigió a la puerta para abrirme.
—¡Hola! —me dijo de forma cortés—. Está cerrada, por defunción.
—Lo sé, perdone —intenté buscar en mi habla el tono más amable que pudiera conseguir—. No sé si se acuerda de mí. Soy el policía que acompañaba al jefe Martín, a Simón, ayer cuando vinimos a darle la noticia de la muerte de Leroux, de Víctor Leroux.
—Sí, me acuerdo —su semblante, noté, se había crispado un poco—. También eres el espía que ayer por la noche pasó por aquí disimuladamente escuchando mi conversación con Paco —su respuesta me dejó helado.
—Le pido disculpas —me sonrojé y rápidamente intenté excusarme—, no era mi intención. Pero si le sirve de algo, gracias a lo que oí decir a Paco, se ataron cabos y se pudo dar con los presuntos asesinos de Leroux.
—Ya oí la rueda de prensa del Ministro —la maldita rueda de prensa, que no la había oído por quedarme dormido—. Me alegro de que eso fuera así, aunque no sirve para devolver la vida a Víctor.
—Lo siento —seguía en mi tono amable y de disculpa eterna—. Le puedo asegurar que no hubo mala intención, mi objetivo siempre estuvo en ayudar.
—Creo que eres sincero —sonreí, lo había conseguido, me abría su alma—. ¿Qué te trae por aquí?
—Verá, resulta… —hice una pausa, tragando saliva, y dándome unos segundos para pensar—. Resulta que hoy me he enterado de que mi padre era amigo de Leroux, e incluso éste había estado en mi casa en El Bierzo, en León. Ambos militaron en la Liga.
—Y…
—Pues que… me dijo mi padre que Leroux había escrito varios libros sobre política, sociología y filosofía.
—Sí, es cierto —dijo un poco intrigada.
—Pues verá, me gustaría conocer su pensamiento. Mi padre me habló muy bien de él. Y por eso he venido. No se me ocurrió ningún otro sitio para encontrar sus libros que venir aquí.
—Pasa —abrió la puerta del todo, dejándome entrar—. Sígueme.
La seguía como un corderito, era el segundo día que llevaba siguiendo a todos como un becerrito manso: a Martín, a Begoña, a Ivana o Talia, a mi padre y en ese momento a María. Iba detrás de ella y observaba su figura. Usaba ropas que resaltaban su cuerpo, sus formas. Ni siquiera su rostro reflejaba sus cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años, pues su talle era de treinta. Sus andares sofisticados, sus modales elegantes, su habla pausada y culta. Sentí que aquella mujer era capaz de conseguir lo que se propusiera en la vida. Y, además, de volver loco a cualquiera por ella, de convertir al más prudente de los hombres en asaltante de caminos, todo ello para colmar sus caprichos. Me llevó hasta su despacho, donde ya había estado el día anterior con Martín.
—Siéntate —me ordenó, últimamente, pensé, todos me daban órdenes—. Espérame un momento que te voy a buscar los libros.
Me parecía impropio sentarme y acomodarme en aquellos sillones, teniendo en cuenta que la librería estaba cerrada. Esperé de pie. Mientras tanto observaba el despacho. Todo ordenado, ni un papel fuera de lugar, hasta los bolígrafos estaban distribuidos por colores. Libros de contabilidad en la estantería que se tenían en vertical gracias a un sujeta libros de bronce con la efigie de Goya. Me extrañó que sólo hubiese una pieza de esa efigie, los sujeta libros suelen venir en parejas. A lo mejor la tenía en otro lugar o aquella era una pieza única y carecía de pareja. Dejé mis reflexiones cuando María hizo su entrada.
—Sólo nos quedan estos tres —me los mostró formando una especie de abanico con ellos—. Ruptura o Reforma, fue su primer libro, analizaba la situación política de la España de los setenta y la muerte de Franco y abogaba por la necesidad de la ruptura para depurar el estado de todos los elementos afines al régimen —me lo entregó—. Este otro, Los caminos de la transformación social, es un libro dialogado con varios teóricos que reivindicaban el marxismo revolucionario y analizaban cuál podía ser la forma más adecuada de transformar socialmente las sociedades occidentales sin caer en los vicios de los antiguos países del este —también me lo entregó—. Este último, Aporismas del trotskismo, analiza varias escisiones y debates que se dieron a lo largo de varios años dentro de la Liga, incluso en el seno de la IV Internacional, debates que acabaron en escisiones y que fueron destruyendo poco a poco la organización. En este libro encontrarás un debate de mediados de los setenta entre Víctor y Simón —el debate del que me habló mi padre, murmuré—. El debate que acabó con su amistad —hizo un gesto de desagrado y me dio el tercer libro—. No nos quedan más. Los otros libros que escribió están descatalogados, sólo se encontraran en librerías especializadas en libros antiguos o de ocasión. Yo los tengo en mi casa. Si tuvieses mucho interés te los puedo dejar.
—Muchas gracias, pero con estos ya tengo bastante. Llevo mucho tiempo sin leer y me costará un poco de trabajo coger el hábito de la lectura.
—Este cuarto libro —su portada era roja y negra, formando una especie de bandera—, «S. I. R.», está escrito con seudónimo, el autor aún es anónimo. Los lectores asignaron su autoría a Víctor, pero él siempre lo negó. Yo sé que él nunca lo escribió. Tuvimos sospechas de quién fue su autor, pero nunca lo supimos a ciencia cierta.
—¿De quién sospechaban? —pregunté intrigado, degeneración profesional pensé, preguntaba quien lo había escrito y no de qué trataba, pero en realidad era algo que me importaba un carajo, me estaba sorprendiendo a mí mismo con mi manía de preguntar sobre todo.
—Ya no tiene importancia. Déjalo estar —dijo con cierta desazón y me lo entregó mientras recogía las llaves de la librería que tenía encima de la mesa de despacho—. Si no tienes prisa, te invito a un café.
—Le acepto de buen agrado la invitación —me sorprendió aquel gesto, a lo mejor necesitaba hablar con alguien, me sentía adulado—. ¿Qué le debo por los libros?
—Nada, es un obsequio.
—Gracias, pero no sé si debo…
—Tómatelo como un regalo de Víctor por haber ayudado a encontrar a los autores de su asesinato —aquel comentario me halagó.
—Pues, que le voy a decir, que… muchas gracias. Pero deje que por lo menos, invite yo al café.
—Acepto la oferta —comenzó a caminar hacia la puerta con ese estilo de gacela y yo detrás de ella como un corderito, en fin, ya me estaba acostumbrando a ese papelón.
Salimos a la calle y cerró la puerta, la ayudé a bajar la persiana, instaló la alarma y me indicó la cafetería de enfrente. Un lugar de bohemios, sus sillas y mesas recordaban tiempos pasados, no me hubiese extrañado encontrar a Machado allí sentado, escribiendo un poema. Música de fondo, era jazz. Cuadros acordes con el local, láminas de Toulouse-Lautrec, Le Moulin Rouge en primer plano. Hasta el camarero parecía sacado de otro tiempo, con su chaleco negro con rayas grises, su camisa blanca con manguitos en las muñecas que me hacían creer que había traspasado la barrera del tiempo, en fin, dejé mis especulaciones sobre él y sobre el local, pues estaba seguro que no me llevarían a ningún sitio al que descase llegar.
—Buenas tardes, María —dijo aquel camarero sacado de la época de entreguerras, era evidente que existía una amistad de años entre ambos, años de negocios colindantes—. ¿Qué tal te encuentras?
—Llevándolo como se puede, Jorge —dijo con tono de tristeza, tuve la sensación de que era una pose, pero qué más me daba a mí todo aquello.
—¿Qué os pongo?
—Una caña —dijo María y mirándome me preguntó—. ¿Qué te apetece?
—Yo prefiero un café con leche.
—Y un café con leche, Jorge. Nos los pones en la mesa.
—Sentaos, ahora os los llevo.
Nos sentamos ocupando la mesa del fondo, en su esquina izquierda, al lado de la ventana, por la que se podía observar a través de los visillos la puerta de la librería. Debería de ser la mesa que ocupaba siempre María, desde la que podía tomar algo y tener vigilada la librería por si entraba alguien en su ausencia. Quise comenzar la conversación para no dejar que la dirigiera ella y le pregunté:
—¿Habéis decidido la fecha y hora del entierro?
—El juez ha dado ya la autorización. Será mañana a las cinco.
—Espero que no se produzcan muchos disturbios.
—No. Con los autores detenidos, la manifestación será pacífica —extrajo un cigarro de su bolso y lo encendió con calma como observando la forma en que se encendía, expulsó el humo con más parsimonia de la que lo había encendido—. ¿Cómo conociste a Martín?
—Pues… —había conseguido dar la vuelta a la conversación y era ella la que la dirigía—, ingresé en la policía y él es mi jefe. Pero ya le conocía, pues él y mi padre fueron, bueno en realidad, siguen siendo amigos.
—¿Cómo se llama tu padre?
—Héctor.
—¡Ah!, ahora me acuerdo de tu padre. ¡Qué tiempos!
—¿Mejores?
—Ni mejores, ni peores, fueron distintos. Teníamos sueños. Hoy, ya, ni nos quedan. Nos los han robado.
—¿Se pueden robar los sueños? —me sorprendí a mí mismo haciendo esa pregunta.
—Se pueden robar, te lo aseguro —hizo un silencio y bebió un sorbo de cerveza—. Mira el caso de Víctor, le robaron los sueños. Al mismo Martín, con su aire de indestructible, ya no le quedan sueños.
—Fueron amigos, me dijo mi padre, ¿no? —no sé para qué hacía esa pregunta, si ya sabía la respuesta.
—Fueron amigos, muy buenos amigos —a su voz le acompañaba la tristeza—. Fueron dos personas que compartieron una misma alma —y una misma mujer, pensé en mi maldad, y como si hubiese leído mi pensamiento prosiguió—. Eran tan distintos y sin embargo los quise a los dos con toda mi alma.
—Mi padre me dijo que Martín era más aventurero, más un hombre de acción y que Leroux era una persona más introvertida, más reflexiva, más intelectual.
—No sería esa la definición correcta de ambos, y sé de lo que hablo. Ambos eran hombres de acción y también reflexivos, intelectuales. La forma de aplicar todo eso, era la diferencia entre ambos. Simón era más agresivo, la máxima de que «la violencia era la partera de la historia» la había hecho suya. Víctor era más calmado, creía que el diálogo relajado vencería a toda la violencia.
—¿Quién crees que tenía razón? —comencé a tutear a aquella mujer que sentía guardaba en un rincón de su alma más dolor del que se puede albergar.
—No lo sé, cada uno, a su manera, tenía razón.
—Desde aquel famoso congreso de las Juventudes de la Liga, ¿no se volvieron a hablar?
—No. Pero se seguían queriendo. Ya te dije que ambos compartían una misma alma, noble y soñadora. Una vez hubo un momento de encuentro… —hizo un silencio y me pareció ver sus ojos húmedos, aparté mi vista de ella y me centré en dar vueltas al café.
—Y… —me intrigó lo que me estaba diciendo.
—Hace muchos años, en la universidad, Simón diseñó un sistema de protesta en las manifestaciones muy agresivo y violento. Nunca se llevó a efecto. Aunque nunca lo entendí muy bien, consistía más o menos en lo siguiente: lo normal en las manifestaciones ilegales es que cuando carga la policía, los manifestantes se dispersen desde un centro hasta los extremos, formando una especie de circunferencia que se expande hasta disolverse. El sistema de Simón era lo contrario consistía en conseguir reunirse en otro punto en el que la policía no estuviese en el centro sino más bien rodeándoles, no dejándoles salida.
—Pero, eso sería suicida —dije extrañado.
—Eso era lo que pretendía. Intentaba conseguir que los manifestantes no tuvieran salida y en ese momento, al ver que no la tenían, la desesperación podía aparecer cuando la policía cargase. Si alguien en ese momento filmase o fotografiase aquello, se apreciaría una situación desmedida de brutalidad policial, al tener rodeados a manifestantes sin dejarles una salida y cargar sobre ellos.
—No entiendo muy bien cómo se puede hacer eso y qué sentido tiene —la verdad es que aquello me sobrepasaba no entendía el objeto de ello.
—Yo tampoco entendí nunca cómo se podía hacer. Pero el objeto era claro, hacer aparecer a la policía como una máquina brutal y despiadada, que no deja salida a pacíficos manifestantes, cuando en realidad se había provocado artificialmente.
—Y, dices que no se llevó a efecto nunca.
—Lo ideó Simón, pero no lo llevó a efecto, no sé la razón. Pero resulta que hace unos años, recién ingresado Simón en la policía, era oficial-jefe de unidad, no era todavía jefe de distrito. Se produjo una manifestación espontánea que cortó varias calles. Acudió Simón con varios agentes para dar salida a los vehículos que iban quedando parados en la calle con motivo de los cortes de tráfico y para dialogar con los manifestantes. Simón tenía los policías distribuidos por la zona dando alternativas a los conductores, y estaba impidiendo que la prensa pasase. Simón se dio cuenta de que quien dirigía los manifestantes era Víctor y estaba observando su distribución, se dio cuenta que Víctor pretendía aplicar aquel método ideado hacía años por él. Si la prensa no entraba, el sistema no funcionaría, no habría publicidad. Para que aquello funcionase se necesitaba, unos manifestantes decididos a ello, la prensa voraz de espectáculo y un mando policial descerebrado que cargase contra ellos. Y, el milagro se produjo. Se presentó una unidad de antidisturbios al mando de un inspector-jefe, el cual se dirigió a Simón y en tono despectivo le dijo que se largase de allí con su gente que eso no era competencia de ellos, creo que Simón le miró y le intentó convencer de que no cargase contra ellos, que con desviar el tráfico era bastante. Aquel descerebrado le contestó que era responsabilidad suya y que ya vería lo que hacía con aquellos «rojos». Aquello provocó la ira de Simón y le dejó que se enterrase. Mandó retirar a su gente y cuando le preguntaron por la emisora que hacían con la prensa, dicen que se le oyó decir por ella: «déjenlos pasar, tienen derecho a informar». Todo estaba preparado: unos manifestantes decididos, una prensa voraz y un mando policial descerebrado. Y, se produjo lo que tenía que suceder. La situación que Simón proyectó sobre un papel, se desplegaba en la realidad. Aquella unidad acabó rodeando a pacíficos manifestantes y cargando sobre ellos, el resultado fue desastroso, más de una docena de heridos, casi todos con traumatismos graves, la prensa reflejó perfectamente la situación. Ante aquello se exigió la dimisión del Ministro, del Secretario de Estado, al final destituyeron sólo a aquel mando de la unidad de disturbios. El ministerio pidió la cabeza de Simón por dejar pasar a la prensa. Pero ésta le apoyó y aquel suceso le dio una publicidad exagerada, se convirtió en un héroe para ellos, por aquellas palabras: «tienen derecho a informar».
—Martín, es un tipo inteligente. La gente le quiere mucho.
—Sabe ganarse a la gente que le rodea, es su don. Se hace tarde —miró su reloj—. Ya son casi las ocho. Me está encantando hablar contigo pero tengo cosas que hacer, ya hablaremos otro día.
Nos levantamos, dejé el importe de la consumición encima de la mesa y nos despedimos de Jorge. Empezaba a llegar gente a la cafetería, debía de ser una hora punta. En la calle me despedí de María, comenzaba a tenerle afecto, ella también se dejaba querer.
Llamé al hotel y quedé con mi padre para cenar. Aún me quedaban cosas que preguntarle, pero antes tenía que ver a Begoña, quedaba pendiente todo aquel asunto de la Brigada K.