CAPÍTULO 1

Espoleando el recuerdo

Las columnas de soldados ingleses caminaban protegiéndose detrás de los carros de combate, escoltados por helicópteros Cougar. Era la ocupación final de Basora. El miedo y el hastío se reflejaba en el rostro de todos ellos: habían llegado a esa tierra para matar y no sabían el motivo y, sin éste, ya no hay épica, ya no hay orgullo, por tanto no entendían la necesidad de estar allí, sólo querían terminar, llegar vivos a casa, lo demás, importaba un carajo.

Sólo el ruido mecánico de las cadenas de los blindados rompía el silencio de las calles vacías, del hermetismo de ventanas por las que nadie asomaba, del mutismo de una ocupación triste, de una victoria sin gloria. Nadie ganaría una medalla allí. Los edificios que aún quedaban en pie mostraban en sus fachadas los impactos de metralla que sobraron cuando se destruyeron los que estaban a su lado y que pasaron a formar parte de esa ruina monstruosa, en esa masacre de castigo. Ni el estrepitoso sonido de los rotores de los helicópteros, ni las aplastantes máquinas de casi quince toneladas que arrastraban sus tripas mecánicas en hilera, ni el sordo sonido de las botas militares, ni las órdenes del sargento mayor Nick Jordan, un veterano de no sé cuantas batallas, interrumpían el silencio de ese sepulcro. Los soldados caminaban desconfiantes en filas, vigilando su flanco contrario, las paredes servían para cubrir las espaldas; el frente lo aplastaba el blindado. Si todo proseguía así, de forma militar, no tenía que surgir ningún problema.

A los cámaras de la televisión italiana y a nosotros, nos habían destinado a la columna 6-R, perteneciente a la División Airborne, bajo el mando de Jordan, Nick Jordan, sargento mayor de los Royal Marines, que comprendía a la perfección que allí, en ese momento, no habría contienda, y si ésta no hacía su aparición, no colgarían medallas en su pecho. Nos trataba bien, llevaba muchas heridas en su piel para saber que necesitaba un poco de fama si quería gloria. Siempre se debió creer un héroe, pero sólo era un buen soldado, en una guerra que ni le iba ni le venía. Sólo se necesitaba una ligera mirada a su rostro para sentir una desilusión que nadie llegaba a comprender: no había honor en esa ocupación, nadie resistía la toma de la ciudad, las diezmadas tropas iraquíes se habían retirado a las montañas para la prolongada resistencia que todo el mundo sospechaba comenzaría a partir de ese instante.

Eso no parecía una ocupación, era más bien un desfile militar, y todos nos íbamos relajando al mismo ritmo que avanzábamos. Una relajación que encabronaba a Nick, consciente de que en ella estaba la muerte. Las tropas todavía conservaban un toque de inquietud, no se dejaban apoderar por ningún tipo de confianza, pero los corresponsales que les acompañábamos comenzábamos a caminar más distendidos por un asfalto quebrado, levantado de lo que en otro tiempo debió de ser una gran avenida. Buscaba en las esquinas una placa, una señal, algo que me indicase cuál fue, cuál era, su nombre, para saber dónde me encontraba, para ubicarme en un espacio transido de sangre pero no veía nada, sólo fuego y destrucción.

Silvio, el cámara italiano, iba delante de nosotros, era el más próximo a las tropas, paseaba confiado en medio de lo que fue esa avenida, incluso se atrevió a encender un cigarro, desobedeciendo las órdenes recibidas, en un acto de temeridad manifiesta. Siempre decía que era demasiado pequeño para que le acertara ningún francotirador y que eso le permitía tomar buenas imágenes sin arriesgar su vida, y lo decía con ese cinismo habitual que parecía natural, mientras su cigarro se sujetaba sin ayuda en la comisura de sus labios, acostumbrado como estaba a filmar con las dos manos y fumando, arte de verdadero malabarista del cual se vanagloriaba. De repente, a sus pies, hizo impacto un disparo, no lo vio, no se percató de él, había sido realizado con silenciador, por eso no hubo estruendo. Le gritamos, no nos oyó, no estaba atento, cuando se apercibió de lo que ocurría, bajó de repente la cámara con la misma velocidad que su rostro emblanquecía. Quedó paralizado, por el miedo, por la estupidez, mirando a no se sabía qué ni a dónde, hipnotizado por la muerte que le acechaba, en medio de la calle, solo, esperando el tiro de gracia o desgracia, helado por el terror. Salí corriendo del portal que servía de parapeto a mi integridad y salté sobre él para que se cubriera, tumbándole en el suelo, tal vez, para que reaccionara. Y, en ese instante la sentí, la maldita, cual picadura de avispa, se incrustó en mi espalda; esa puta bala que iba para Silvio me atravesó la columna, como si traspasase una tableta de chocolate, y me hizo perder el conocimiento. Un instante antes de despedirme de la conciencia aún me dio tiempo a oír la voz de Jordan ordenando: «fuego». Más de cuarenta fusiles de asalto dispararon en dirección a una ventana en la que alguien aseguró ver algo. El ruido de los disparos sirvió de nana para un sueño que al parecer duró varios días.

No recordaba nada más de Basora, ni de sus calles, ni de la guerra, ni de sus muertos, ni de los soldados, ni de Nick Jordan, ni tampoco de Silvio que desapareció de mi vida sin unas gracias, sin un adiós. Desperté, unos días después, en ese hospital de Madrid, con dolor de cabeza y poca sensibilidad en los pies, en las piernas. La bala que había atravesado mi zona lumbar, rozando mis vértebras, no consiguió dejarme inválido, aunque lo intentó, ¡la muy hija de puta! Estaba condenado al reposo, a la rehabilitación y a montones de analgésicos durante semanas. La dieta era sencilla: reposo, inyecciones y mala leche.

Cuando mis ojos se abrieron, la imagen de Begoña fue lo primero que vi. No se había separado de mi lado desde Irak, siempre tan guapa, como el día que la volví a encontrar, y de eso hacía más de cinco años, con sus largos y lisos cabellos que cubrían parte de su bello rostro, aumentando aún más su belleza natural y aquella piel morena que aún conservaba del último viaje a los campamentos del Frente Polisario en Argelia. Siempre buscando, conmigo, la noticia real por muy cruel que fuese, que mostrase al mundo el horror en el que vivimos sin percatarnos, en el infierno al que estamos condenados junto a miles de seres inocentes en este desconcertante planeta. Sentí la dulzura de sus manos acariciando las mías, su fina piel me traía recuerdos de momentos en los que sólo la tuve a ella para sujetarme a la realidad. Al verme despertar, una sonrisa iluminó su rostro, secó las lágrimas que tenía detenidas en sus mejillas y me besó.

—Bienvenido al mundo de los vivos —me dijo mientras alejaba su rostro y sus labios de los míos, era el mejor despertar que podía tener después de estar soñando durante todo ese tiempo en toda aquella basura.

Estaba deseosa de hablar, me narró lo de la evacuación desde aquella calle perdida, de lo que en otro tiempo fue la segunda ciudad de Irak, hasta un hospital de campaña en la retaguardia, allá en Kuwait, donde me extrajeron la bala con una precisión matemática de especialistas. Es lo que ocurre en las guerras, ser extractor de balas es una especialidad médica de las más cotizadas, como un dentista en tiempos de paz. Es posible que en un mundo que camina al holocausto, sin saber el rumbo que debe tomar para evitarlo, sea la profesión más cotizada, salvas vidas y vives en la retaguardia, no ves la sarracina aunque la presientas. De allí me trasladaron a una base de la OTAN en Turquía, en un transporte militar y, luego, cuando el consulado español hizo las gestiones, me evacuaron a Madrid, todo eso duró sólo cinco días. Me dijo que fui protagonista de la portada de nuestro periódico, en ese periodo. Los textos los había escrito ella, no los había leído, pero sabía que habría tratado bien el asunto, estábamos de acuerdo en lo principal y, como decía ella siempre, lo principal es que estuviésemos de acuerdo.

Siguió detallándome lo ocurrido esos días de mi ausencia de la consciencia. Al parecer había tenido suerte, algunos compañeros de prensa habían caído en esa contienda sin sentido, me habla de Couso, de Anguita, de algunos otros de cadenas extranjeras que no conocí. Entre las bajas no se encontraba Silvio, por lo menos supe que le pude salvar la vida y que mi gesto sirvió para algo. Me enseñó una carpeta con recortes de lo que los periódicos dijeron de Couso, de Anguita, de mí. No quería leerlos, quería olvidar aquello lo antes posible. Aquello era una masacre sin sentido, y toda esa gente que estaba en las calles protestando tenían razón, había que parar esa locura. Encendió la televisión, sólo daban noticias de aquello, le pedí que la apagase, en ese momento ya tenía bastante con mis recuerdos, con mis pesadillas, con mis punzantes dolores.

Mi mente se evadió observando la habitación, no escuchaba a Begoña, sólo sentía su suave mano sobre la mía, acariciándome, era su gesto lo que más apreciaba. La habitación no tenía nada especial, su color blanco, su olor a yodo, una televisión apagada y un gran ventanal, para que entrara la luz, como símbolo de vida, de alegría, que hiciera olvidar toda la tristeza que existía en ese lugar. Desde la planta donde me encontraba se podía ver Madrid, esa maldita ciudad que conocía tan bien, sobre todo sus alcantarillas, lo primero que forjaba una ciudad. Llega un momento en el que uno desconoce si la ciudad genera las alcantarillas o son éstas las que crean aquella, son algo así cómo el huevo y la gallina, nunca sabes qué fue lo primero.

Había visto esa ciudad en sus tinieblas, en sus calles de luna llena, había sentido cómo se vive en sus sótanos sin velas. La villa oscura que pocos conocen, ajena a turistas ociosos que se deslumbran con su historia, con la Puerta de Alcalá, con la Cibeles, el Prado o el Paseo de Recoletos, que sólo sienten lo que se yergue sobre su asfalto. Ni siquiera sus vecinos la conocen. Como mucho se dejan escandalizar por niños sucios, sin padres, que roban en los supermercados o piden en las aceras; mujeres sin futuro ni pasado que venden lo único que les queda, su cuerpo, en las rebajas sempiternas del sexo; mendigos en bocas del metro, al anochecer, cubiertos con cartones que en otro tiempo embalaron electrodomésticos; camellos que venden porquería en cualquier esquina; luces rojas que destacan en la oscuridad, indicando el refugio de noctámbulos, los últimos reductos de una noche sin final. Pero todo eso no es más que el acné de un gran tumor maligno que posee la ciudad. Unos pequeños granitos que escandalizan y ofenden a cínicos, a escrupulosos justicieros, a legionarios cristianos. Por debajo de todo eso también hay otra ciudad donde la vida tiene un precio, más caro que en Buenos Aires, más barato que en París, ya sabe usted, cuestión de inflación, cuestión de la bolsa, siempre cuestión de dinero. En el fondo es otra ciudad que se debate entre la agonía de su ajetreo diario y la muerte que acecha cuando las luces de neón hacen su entrada. Pensaba en Madrid, mi Madrid. Recuerdo que inmediatamente abrí de nuevo los ojos y dejé que mi mente se volviera a centrar en lo que me estaba diciendo Begoña.

—Has tenido muchas visitas estos días.

No sabía quién había venido, pero no tenía ganas de ver a nadie, necesitaba silencio, necesitaba estar solo con mi miseria, necesitaba reconciliarme con el mundo, conmigo mismo. Por eso, me desconcerté a mí mismo cuando me oí preguntar:

—¿Quién vino?

—Ayer estuvo por la mañana Toni, quedé en llamarle cuando recobraras la consciencia.

El pequeño Toni, cuando le conocí no era más que el hermano pequeño de Begoña, tímido, introvertido, en busca de un modelo a quien imitar, no era capaz de espantar una mosca por miedo a violentarla. Ha pasado el tiempo y ha ido cambiando. La última vez que le vi, su físico enjuto se había transformado, portaba una estética más agresiva, y su timidez había dejado paso a una mirada valiente. Siempre anduvo buscando un modelo a quién imitar y me tomó como camino a seguir. Pero eso no me gustaba, desearía que tuviese otros modelos, yo sólo he sido un maldito hijo de puta, autosuficiente, y esa independencia no había hecho más que crearme problemas y muchas veces me había pasado factura, que he tenido que pagar a un precio muy alto.

—También vino… —continuaba citándome la gente que había venido a verme, le presté poca atención, en realidad no me interesaba si había ido el director del periódico, el redactor jefe o la mitad de la plantilla del periódico, me importaba un carajo, sólo quería que se terminasen esos dolores, sólo quería recuperar mis piernas para seguir caminando, de repente oí mencionar un nombre y un escalofrío recorrió la parte sensible de mi cuerpo.

—Ayer por la tarde, nada más que llegó de Caracas, vino mi padre y te trajo este…

No oí nada más, no lo necesitaba, acababa de mencionar a su padre, al maldito Martín. El padre de Begoña, pero para mí, siempre fue algo más, mucho más. Fue un amigo, un maestro, de la vida, del conocimiento. Nunca conocí a nadie con una mente tan lúcida como la suya. Era capaz de partir de un hecho y remontarse a los orígenes de la civilización antes de que encendieses un cigarro; de analizar y desglosar un asunto en mil caminos que llevaran todos a un punto dónde sólo él se manejaba con claridad. ¡Pobre comisario López!, nunca entendió nada de nada, siempre estaba desconcertado con las deducciones de Martín. López siempre empleó su vida buscando pruebas, ADN, huellas, decía que sin ellas no se podía llegar a la verdad, «las pruebas hablan por sí mismas», repetía sin cesar. Y, Martín le hablaba de anomalías, de que la base de la investigación criminal no estaba en la búsqueda de pruebas, sino en la búsqueda de las anomalías y que las pruebas no hablaban por sí mismas, que éramos nosotros quienes las hacíamos hablar y lo hacíamos según nuestras creencias. Nunca le entendió, es más, creo que ni yo le entendía tampoco. Aquellas largas charlas en las que me explicaba que un investigador criminal era un científico y que debería comportarse como tal. Un científico que en realidad nunca llegaba a descubrir la verdad, lo más que hacía era elaborar construcciones verosímiles de la misma, que luego presentaría al juez, a un jurado, y estos aplicándole su peculiar método procesal las convertirían en verdad. Y, todas esas construcciones verosímiles se construyen buscando las anomalías, las piezas que no encajan en los puzzles. ¡Pobre López!, nunca entendió nada, se limitaba a mandarle a la mierda, recordándole que no se metiera, que no era de su competencia aquella investigación o aquel asunto. ¡Qué más le daba!, Martín nunca le hizo caso, siempre fue por libre. Todavía conservo su imagen de la última vez que le vi: esos hombros anchos en su porte autoritario; sus cabellos plateándose, dándole ese toque de distinción tan peculiar; esos ojos que miraban el mundo de frente, sin miedo, haciéndome comprender lo que significaba la jerarquía en la mirada; esa dosis de ironía que le hacía contemplar todo con un escepticismo inusual que rayaba el desprecio hacia lo que nos rodea.

—Mira lo que te he traído —otra vez la dulce voz de Begoña volvía a rescatarme de los recuerdos.

Miré de soslayo, abriendo un poco los ojos. La vi elevar el maletín negro de mi ordenador portátil, por la dificultad con la que lo levantaba intuía que llevaba el ordenador dentro. No entendí la razón por la que lo había llevado.

—¿No sabes por qué te lo traje? —se dio perfectamente cuenta de mi cara de desconcierto.

—No, no tengo ni idea —la verdad es que estaba intrigado y no tenía ganas de adivinanzas, ni de juegos, volvían esos malditos dolores.

—He pensado que —mal asunto, cuando Begoña, comenzaba con un «he pensado» me ponía en lo peor, estaba seguro que sería una propuesta que al final no podría resistir—, hasta que te recuperes, vas a pasar varias semanas aquí y sabes que yo no puedo estar contigo, marcho a Tailandia dentro de unas horas. Creo que deberías aprovechar estas semanas y comenzar a escribir —se dibujaba una sonrisa malévola en su rostro.

La miré desconcertado, lo mío era la crónica de guerra y jugarme el pellejo entre las piezas de artillería en cualquier lugar donde la locura se hubiese apoderado del ser humano: caminando entre metralla en las fronteras de Chad; saltando los cadáveres de las guerras civiles de Burundi, del Congo; eludiendo la malaria en Somalia, en Costa de Marfil.

—Yo sólo sé escribir desde la vivencia diaria, desde el horror, cada palabra que sale de mí ser es con sangre y con rabia, la misma que está a mi alrededor. No sé escribir postrado en una cama, desde la paz y el sosiego —seguía sonriéndome—. ¿Qué crees que soy como esos que se aíslan en los bosques y esperan la llegada de las musas a su retiro?

Se estaba percatando de mi desconcierto, me conocía muy bien, por eso apostilló:

—No me pongas esa cara. Mira, eres periodista y, ¿qué me decías tú de los periodistas? Periodista es aquel que no tiene el valor para ser policía ni el talento para ser escritor. Te acuerdas, ¿verdad? Pues bien, ya has sido policía, eres periodista, aprovecha estas semanas y da el salto, comienza a escribir ese gran relato.

—Bego… —siempre la llamaba así cuando quería lograr su comprensión—. ¿Qué gran relato? No tengo de qué escribir. Todas las crónicas de guerra que he querido escribir están en los periódicos de cada día.

—No me estoy refiriendo a una crónica de guerra, me refiero a una historia que sólo mi padre y tú conocéis. Chico —siempre me llamaba así cuando quería espolearme—, ya sabes qué historia.

—El asesinato de Leroux, es eso, ¿no?

—Sí, el asesinato de Leroux. Es una parte de vuestra vida que sólo tú y mi padre conocéis. Y, además es un hecho que cambió el rumbo de muchas vidas, incluidas la tuya y la mía. La gente sólo conoce lo que apareció en la prensa y, que yo sepa, nada de ese asunto es secreto de estado.

Me estaba fustigando, llevaba mucho tiempo detrás de su padre para que escribiera la historia, pero Martín no lo iba a hacer, Leroux había sido amigo suyo y no estaba dispuesto a revolver en su tumba, por eso Begoña me presionaba a mí. Tal vez ella pretendía que esa época que provocó un cambio en el rumbo de nuestras vidas dejase de estar en el recuerdo y pudiera ser aprisionado en la letra impresa para que nunca la borrara el olvido, ni nadie pudiera ocultar en su memoria lo que ocurrió.

—Debería ser tu padre quien la escribiera, él fue el verdadero protagonista de toda esa historia —lo dije con toda la sinceridad del mundo, con el corazón en la mano—. En aquella época, yo aún no había dado la vuelta a la primera esquina de la vida y tu padre ya venía de recorrerlas todas.

—Mi padre nunca lo escribirá, lo sabes, debes ser tú. Nadie conoce mejor que tú lo que pasó, los detalles, los vericuetos, de todo aquello. Hay que escribir esa historia para devolver a alguien a su sitio en la historia —se levantó mientras hablaba y me besó en los labios, despidiéndose.

—Bego… —mi quejido era una súplica—, mi vocabulario es reducido para ponerme a escribir sobre ello.

—Reducido pero suficiente, las cosas importantes necesitan pocas palabras —dijo mientras desde el umbral de la puerta me lanzaba otro beso y apostillaba—. Sólo se necesita un diccionario para lo innecesario.

No volvería a verla hasta dentro de seis semanas. Marchaba a Tailandia a cubrir un reportaje sobre el turismo sexual para no sé qué cadena, ya ni me acuerdo. El turismo, el comercio, sexual, otra porquería de este asqueroso mundo. Cuándo se terminará todo esto y la miseria que nos rodea acabará de una vez.

Sentí cómo cerraba la puerta de la habitación despacio. Cerré los ojos intentando dormir un poco, pero con temor, pues sabía que la pesadilla de la guerra volvería a mis sueños. Volvería aquella avenida de Basora, reviviría el salto que salvó la vida a Silvio, de esa bala que atravesó mi espalda y me dejó condenado a la inactividad, durante semanas. Abrí tímidamente los ojos y vi el ordenador que me había dejado Begoña. No tenía ganas de escribir, mi mente no estaba para eso. Sólo las imágenes de los muertos llegaban a mi mente, esparcidos por las cunetas y trincheras del cerco a Basora. Estaba cansado, dolorido, volver mi mirada a Irak me producía angustia. Pensé en Begoña camino de Tailandia y en ese reportaje sobre el turismo sexual, y todo eso me revolvía el estómago, sentía en lo que habíamos convertido el mundo: en zonas de muerte; en zonas de sexo; en zonas de opulencia; en zonas de hambre. Y, seguimos pensando que vivimos en el mejor de los mundos posibles, acaso, ¿conocemos otros, para poder comparar?

Mi mente volvió a Basora, a la columna de soldados, a Silvio, a Nick Jordan, a la maldita pesadilla y a aquella puta bala.

Que escribiese sobre el asesinato de Leroux, me decía Begoña, en fin, ni tenía ganas, ni fuerzas, y tenía muy claro que ese asunto no le iba a interesar a nadie. El asesinato de Leroux, ¿a quién le podía importar lo que ocurrió? A nadie, estaba seguro.