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CUANDO Marcelo se entera de que Miranda salió en libertad con una orden falsificada le da un ataque de furia que deja helados a todos sus colaboradores. Los gritos y puteadas de este joven habitualmente educado y compuesto que se está graduando de argentino, resuenan por el laberinto de los Tribunales como la furia desatada de un dios griego. Miranda le había hecho lo mismo por lo que había llamado incompetente a Lascano. Se jura a sí mismo que ese tipo no se le va a escapar, por escurridizo que sea, que no va a parar hasta que lo tenga esposado en la silla que reemplazará a la que demuele a patadas. Cuando se agotan sus fuerzas se deja caer en el sillón y se queda mirando la puerta entreabierta como si en cualquier momento fuera a entrar el Topo Miranda. Pero eso no sucede. En cambio por el hueco se asoma tímidamente su secretaria con gesto entre asombrado y temeroso y le propone suavemente que se tome el día. Marcelo siente el deseo de saltar por encima del escritorio, agarrarla por el cuello y estrangularla, lo cual es una indicación clara para aceptar su sugerencia. Sale dando un portazo. Ya en la calle, cruza apresuradamente la Plaza Lavalle hasta Libertad. Allí se arremolina un grupo de alumnos de la secundaria. Las chicas le recuerdan a Vanina cuando la conoció. Tiene que verla. Detiene un taxi, se desparrama en el asiento, cierra los ojos y abre la ventanilla para que el aire de la calle le enfríe la calentura.

A Lascano le duelen los brazos por la tensión de haber sostenido en vuelo el avión durante todo el viaje. Cuando comienza a atravesar la capa de nubes, San Pablo empieza a dibujarse en su ventanilla. Cuanto más cerca está la tierra, mejor se va sintiendo. Un río caracolea hacia el mar abriéndose paso trabajosamente en una intrincada orografía de casas, casuchas y mansiones de cuento de hadas arremolinadas en barrios breves con calles circulares y sin salida, barrios heridos por autopistas de cemento en las que se embotellan automóviles, ómnibus y camiones de todo pelaje.

Por la Marginal que bordea el Tieté, ese río negro, hediondo, que tiene la consistencia de un flan, compiten por un metro de espacio el lujoso Mercedes Benz azabache con el calhembeque que apenas sostiene en pie un atado de alambres, desde el hipermoderno camión volcador hasta el colectivo destartalado poblado de obreros circunspectos y agotados. El tránsito, como el río, avanza, se detiene, avanza, se detiene. La autopista se corta, se desvía, se retoma, se vuelve a cortar. En uno de esos desvíos, el taxi que conduce a Lascano desde Guarulhos hasta la Rodoviaria se detiene junto a un enorme depósito. Por un hueco que hace las veces de enorme ventana se asoma una gigantesca mulata de cartón piedra con un par de monstruosas tetas desnudas apoyadas en el dintel. Los ojos coloridos y alucinados de la muñeca de carnaval se clavan en Lascano como un presagio. El taxi retoma su avance, observa al resto de los automovilistas. Nadie le presta la más mínima atención al monumental demonio sexual asomado a la avenida. Acá la mujer colosalmente erótica viene a formar parte del paisaje. El Perro desea en este momento no haber dejado de fumar.

Cuando el taxi se detiene, la ve. Está sentada en una escalinata del pabellón de la Facultad de Arquitectura. A su lado Martín, el arquitecto pintor, afectando una pose prácticamente femenina le hace el verso. Marcelo casi puede imaginarse lo que le estará diciendo y piensa que no lo va a dejar que le robe la mujer así nomás. Cruza a grandes trancos la calle que los separa. A juzgar por el gesto de sorpresa de Vanina y el de terror de Martín, el suyo debe ser de loco furioso. Las siguientes acciones de Marcelo corroboran la impresión. Sin decir palabra, lo toma por las solapas de su cuidadosamente descuidado saquito de corderoy, lo pone en pie y lo empuja. Martín tiene un arresto como de macho, pero Marcelo se acerca amenazante hasta que sus rostros quedan a pocos centímetros. El cuerpo de Martín va realizando una extraña combinación de movimientos. De la cintura para abajo, vacila, retrocede y quiere huir. De la cintura para arriba quiere mostrarse desafiante y valeroso. Pero la dicotomía no dura mucho, el cantero de plantas secas pone un límite a la reculada de Martín, pero Marcelo sigue avanzando sobre él. Sin poder ya retroceder más, Martín levanta un pie y lo coloca sobre el cantero en una pose que quiere ser canchera, pero la parte de arriba de su cuerpo ya está pidiendo pista y sus cejas, clemencia. La impostura le provoca risa a Marcelo, y también piedad, pero está decidido a humillarlo. Le apoya un dedo en el pecho, hace una leve presión y el arquitecto se derrumba sobre el cantero. Al caer, su cabeza golpea contra un pedazo de cemento armado produciendo un ominoso bum hueco que paraliza a Marcelo y a Vanina. Ella reacciona, se inclina sobre Martín, le toma la cabeza y le pregunta si está bien. Martín abre los ojos, se toma la cabeza y dice que sí. Marcelo se vuelve y sale caminando por donde vino. Por primera vez en su vida siente la intensa satisfacción de haber hecho algo muy, muy incorrecto. Piensa que con esto la embarró para siempre con Vanina. Es de los que creen que las mujeres siempre se ponen del lado de los más débiles. Por eso se sorprende cuando ella lo alcanza, lo toma por el brazo obligándolo a volverse y le pregunta si está loco. Se enganchan en una discusión que finaliza en el Etcétera, el hotel alojamiento de la calle Monroe, casi llegando a Figueroa Alcorta, que tiene una vista espléndida del final de los bosques de Palermo. Allí, en la paz del sexo satisfecho, contemplándose magníficamente desnudos en el espejo del techo, Marcelo le propone matrimonio. Vanina contesta que sí inmediatamente y se acurruca contra su cuerpo. El muchacho piensa en lo contentas que van a ponerse su mamá y su suegra cuando ella se lo cuente y le entra como una congoja: tiene la sensación de que su vida ha empezado a convertirse en una eterna tarde de domingo.

Lascano llega a Juquehy cuando ya es de noche. Sólo consigue alojamiento en un hotel para turistas construido en medio del mato. Las habitaciones, de una rusticidad elegante, están dispersas y rodeadas de bromelias y orquídeas. El pueblo es muy pequeño. Toma la cena en el hotel, luego se da una ducha y se tira en la cama. El sueño le cae encima como un cross a la mandíbula. Despierta a la mañana siguiente como si hiciera dos minutos que se hubiera dormido. Por las calles polvorientas de Juquehy su traje blanco impresiona como si fuese un hacendado o un pai de santos que salió a dar una caminata y las gentes comunes lo miran con reverencia. Preguntando llega a la Rua Lontra. Es una calle de tierra labrada por las lluvias. A medida que avanza, la pendiente se hace más y más empinada, el suelo más abrupto, la vegetación más frondosa. Al sortear una curva se abre una pequeña laguna alimentada por una diminuta cachoeira cantarina. Detrás hay tres casas. Ninguna tiene numeración ni señales claras. Parecen deshabitadas. Golpea la puerta de chapa de la primera, nadie responde. La entrada de la segunda está cubierta por una reja. Toca timbre y acude un mastín escalofriante, callado como una sombra, que se pasea entusiasmado sin quitarle la vista de encima. Se lo ve ansioso por hincarle los colmillos a ese pedazo de carne que se atreve en sus dominios. La tercera, enclavada en lo alto de la pendiente, tiene una pequeña puerta de madera cerrando una escalera de troncos que conduce a una terraza en la que se agita una hamaca y, detrás, unas celosías verdes. No hay timbre, bate palmas, pero quien le responde es un hombre que viene bajando la pendiente con una bicicleta al hombro.

Lascano descubre que la bajada es más penosa y también más peligrosa que la subida. El hombre al que sigue es un mulato flaco y fibroso cuyos pies conocen a la perfección cada piedra, cada obstáculo, cada grieta del camino. El Perro opta por seguirlo poniendo los pies donde él lo ha hecho. Al llegar a la calle que bordea el mar el hombre se sube a su bicicleta y comienza a andar. Lascano lo ve alejarse sin volver la vista atrás y sigue en su misma dirección. El tipo dijo que habría algo de color naranja. ¿Dijo «ellos estarán allí» o le pareció? A Lascano se le aprieta el corazón de pensar que quizás tenga que aceptar que Eva haya formado otra pareja. Pero debe saberlo. No sabe qué hará si esto es así. No sabe siquiera si se acercará a ella en tal caso. No quiere que su presencia pueda acarrearle algún problema, que su vida, ahora ajena, venga a perturbar lo que ella haya podido construir. Y, sin embargo, Eva es lo único que concibe como futuro. Sin ella el mundo le parece baldío, inútil, sin sentido. Tiene miedo de lo que pueda encontrar, pero continúa caminando detrás de un recuerdo preciso.

Al cabo de diez minutos de caminata por esa calle hecha de baldosones octogonales de concreto observa al mulato junto a su bicicleta, treinta metros adelante, que señala hacia la playa. Cuando Lascano le contesta con la mano, vuelve a montar la bicicleta y se aleja. A su derecha, entre dos casas, se abre un pasillo, al fondo se ve el mar. Se mete por allí. A la salida, queda un poco por encima de una terraza con sombrillas color naranja. Cuando va a dar un paso hacia allí oye una voz que le es familiar que llama a Victoria. Una niña aparece corriendo en la terraza. La pequeña va riendo y lleva en la mano una muñeca negra de trapo con un vestido a lunares. Detrás de ella aparece Eva. Tiene el cabello suelto, está muy bronceada, lleva el corpiño de una biquini y un pareo en el que, animados por su andar, se dan batalla unos dragones multicolores. Lascano tiene la misma impresión que tuvo la primera vez que la vio. La misma emoción. El mismo desasosiego. La misma sensación de irrealidad. ¿Cómo acercarse? ¿Cómo presentarse? ¿Con qué palabras? ¿Con qué gestos, ahora que sólo siente deseos de gritar y de llorar y de morir?… Pero un hombre aparece en la terraza de espaldas a él. Se acerca a ella. La niña da un brinco y salta a sus brazos, él la abraza y la alza contra su pecho. La niña mira en dirección de Lascano. Nuevamente, los ojos familiares que parece que giran al mirar. Los ojos de Eva, de su madre, del pequeño Juan, ahora los de Victoria. El hombre se acerca a Eva, la toma por la cintura, ella medio se vuelve y lo besa en los labios. Se la ve iluminada, se la ve feliz, se la ve hermosa, pero cuando el tipo se da vuelta Lascano tiene la impresión de haber sido alcanzado por un rayo: ese hombre es su amigo Fuseli.

Siente que las rodillas se le aflojan y se deja caer hasta quedar sentado en el escalón que marca el final del pasillo y el comienzo de la arena. Arena por la que Eva, Fuseli y la pequeña Victoria caminan tranquilamente hacia el agua. Detrás de ellos el mar lame perezosamente la orilla, más atrás, el islote selvático se puebla de pájaros. Siente que la cabeza le da vueltas, cree estar a punto de desmayarse. No quiere de ningún modo encontrarse con ellos en este estado. Quiere estar a mil kilómetros de distancia, quiere alejarse, siente que está a punto de estallar. Se pone de pie, desanda a los tumbos el pasillo, sale a la calle donde el sol lo deslumbra. Frente a él hay un hombre. Hace visera con la mano y lo reconoce: el Topo Miranda.

Como obedeciendo a un acuerdo tácito, Lascano y Miranda se ponen a caminar calle arriba. El Topo mira las baldosas octogonales, el Perro la playa.

En la playa, Eva y Victoria construyen un castillo. Fuseli enciende un cigarro toscano, se vuelve y mira hacia el pasillo que conduce a la calle. Unos minutos antes le pareció ver allí una figura familiar, piensa que la nostalgia le está jugando una mala pasada.

A muy pocos metros de allí, conversando, Lascano y Miranda encaran la pendiente.