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LASCANO sube a paso tranquilo y descalzo la cuesta de la Plaza San Martín que da sobre Maipú. Viene pensando que la vida, tal como la ha vivido hasta el momento, es una tremenda equivocación. Ahora se le hace claro el mensaje del personaje gris del sueño. Ahora entiende en qué sentido debe cambiar. Comprende que la vida es una sola vuelta en una calesita que no tiene sortija. Esta cosa de la austeridad, de considerar más digno el sufrimiento que la alegría, esta actitud de creer que la tragedia es más elevada que la comedia, es una soberana pavada, sobre todo para un no creyente. Si no se espera una recompensa en el más allá, ¿a qué viene esto de vivir como una rata?

Los tipos disfrazados que guardan la puerta del Plaza Hotel están a punto de detenerlo pero, por alguna razón, no se atreven. Al conserje le basta una propina de cien dólares para que le dé una habitación a pesar de estar sin documentos y sin equipaje y sin zapatos. Esa noche duerme con un sueño parecido a la muerte.

Por la mañana, envuelto en la estupenda bata de toalla que suministra el hotel y calzado con las pantuflas en las que brilla un escudo de armas, le pide a un botones que le compre unos mocasines marrones del cuarenta y dos en la zapatería de Marcelo T. de Alvear y San Martín. Ordena un espléndido desayuno continental y, mientras paladea el jugo fresco de naranjas recién exprimidas y contempla la maravillosa vista de las copas de los árboles de la plaza San Martín, siente que John Lennon le habla al oído: Hoy es el primer día del resto de tu vida.

El Topo Miranda, secundado por Troilo y el Cabezón, pasa toda la mañana asegurándose de que la casa de Chulo no esté vigilada. Se toma la tarea con calma junto con un sándwich de falso lomo en el Argos de Lacroze y Álvarez Thomas. Ameniza la espera mirando una partida de billar que juegan dos pibes que, sin duda, se están haciendo la rata al colegio.

Cuando le garantizan que la zona está limpia, se presenta en la casa de Chulo. Graciela lo recibe con una sonrisa que es un cóctel de tres partes iguales de alivio, alegría y reproche. La presencia del Topo en su casa, estando su marido adentro, sólo puede significar una cosa, ella sabe muy bien que esa cosa calmará en una buena medida la tremenda angustia que siente desde que a su marido lo encarcelaron. Le ofrece un mate.

Con las últimas palabras, Miranda la abraza, le seca las lágrimas, le pasa la mano por el pelo. En pocos instantes ella se recompone. Se separan. Miranda se encamina hacia la puerta. Allí le hace las últimas recomendaciones, la besa en la mejilla, ella le da las gracias y él sale a la calle. Graciela se seca las manos mecánicamente con el repasador, toma los dos sobres que le dejó encima de la mesa, suspira, abre la puertita del mueble donde guarda la vajilla de las visitas y los mete dentro de una jarra de cerveza. Ésa que toca Der Liebe Augustin al levantarla. Luego se acerca a la pileta y se pone a lavar la pila de platos sucios del almuerzo.

Por la tarde Lascano se prueba un elegantísimo traje de hilo peruano natural en el Rhoders de la calle Florida. La imagen que le devuelve el espejo lo complace. El pantalón precisa ser acortado. Dado el apuro, el vendedor le recomienda un sastre a pocas cuadras. Completa la compra con ropa interior, seis camisas, un cinturón, pañuelos y medias que pide le envíen al hotel. El pantalón se lo lleva consigo, se lo deja al sastre boliviano que tiene un localcito en el subsuelo de una galería ciega que está por Córdoba, debajo de Harrods. Camina hasta Santa Fe, se detiene frente a la vidriera de una agencia de viajes en la que se han dispuesto unas lonas magníficamente impresas con paisajes de playas doradas. Entra. Lo recibe con una sonrisa, un tipo alto, joven y seductor que tiene la sensación de que la vida le queda chica a su ambición. En un instante el joven ha sacado la cuenta del valor que tienen las ropas flamantes de Lascano y sabe que aquí hay un cliente, alguien que vino a comprar, lo hace pasar a su despacho y no le requiere ningún esfuerzo venderle un ticket a Guarulhos un treinta por ciento más caro que en cualquier otro negocio. Pocos minutos más tarde, en el Rosenthal que está frente a la plaza se hace de una valija pequeña. Regresa hasta la Galería del Este y allí, en el primer piso, se sumerge en la peluquería Susana, se instala en un sillón y pide corte de pelo, afeitada con fomentos y, ya que estamos, que venga la manicura.

Por la noche, donde Esteban de Luca forma con Chiclana una ochava de quince metros, hay un bodegón de camioneros en el que Doña Elvira prepara y sirve los mejores ravioles caseros con estofado que pueden encontrarse en la ciudad, probablemente en el país. Porciones abundantes de la pasta rellena con auténtica espinaca nadando en una salsa oscura como el destino, acompañada por una carne correosa a la que una larguísima cocción le ha quitado todos los ímpetus y en largas fibras se deshace en la boca o al toque del tenedor. Eso, con un tinto fresco y áspero, de damajuana, es una fiesta para los habitués del lugar. Por el aire, dejando una estela grasosa que aroma el salón y se pega a la ropa y al cabello, circulan parvas de papas fritas, milanesas a caballo, salchichas gordas con chucrut, guiso de mondongo con porotos, albóndigas del tamaño de una pelota de tenis, rabo de toro con papas. Éste es el reino del colesterol con ajo, del aceite con el picante, del postre tarantela, del vino con soda y de una camaradería gastronómica que no especula con la salud ni con el futuro, y que no le hace asco a la alegría de un plato fuerte en medio del invierno más crudo.

Con su vestimenta impecable, su peinado de coiffeur matizado de gel y sus modales de chico fino, Fernando desentona con el lugar. A nadie parece importarle demasiado, ocupados como están todos en su negocio de devorar lo que las manos de estos asturianos les pongan enfrente. El joven está un poco disgustado. Descubre que el lugar, a pesar de no haber cambiado nada, no guarda ninguna similitud con su recuerdo. No le agrada el ruido y menos aún la certeza de que va a salir de allí hediendo a fritanga. Cuando ve entrar a su padre ya está de bastante malhumor. Al pasar junto al mozo Miranda ordena dos ravioles con estofado, tinto y soda.

El mozo les sirve la bebida y los platos humeantes. A Fernando le disgusta que su padre haya pedido su comida sin consultarlo. Sabe que esa salsa espesa no le va a caer bien.

Fernando se pone de pie, le da la espalda y sale del bodegón. La puerta por la que acaba de salir, que se abre y se cierra al ritmo de sus resortes, le proporciona una imagen de película muda: Fernando caminando hasta el borde de la vereda, mirando a un lado, mirando al otro, alzando un brazo, abriendo la puerta de un taxi, hablando al chofer, la calle vacía. Pide la cuenta, paga, se bebe de un trago el resto de vino con soda, se levanta y sale a la calle. Allí, a la puerta, lo están esperando no menos de seis policías de civil apuntándole con armas largas y cortas, tres Falcon y un pibe joven. Alza los brazos. Rápidamente dos de los canas se acercan, lo palpan de armas, lo esposan y lo meten en el asiento trasero de uno de los autos. Perdió.

Lascano se toma un taxi rumbo a Ezeiza. Con perfecta sincronización, Sansone le mandó, unos minutos antes, el pasaporte trucho confeccionado por la mismísima Federal bajo el nombre de Ángel Limardi, el mismo que figura en el ticket de vuelo. En Ezeiza, pasado el check in y migraciones, se entera de que el vuelo tiene dos horas de demora. Se sienta en uno de los sillones junto al ventanal desde el que se puede ver la pista, los aviones que llegan y los que parten.

Amanece como si nada en la leonera de Tribunales. Miranda se siente de lo más deprimido. Se da cuenta de que con este pibe, que resultó ser el fiscal Pereyra, no va a haber arreglo posible. Se felicita por haber dejado arreglado el tema de la guita con su hijo, ahora no va a tener que depender de nadie más, sobre todo desde que Tornillo dejó de ser confiable. Está comenzando a planificar su nueva vida en la cárcel cuando un policía abre la puerta de la jaula y grita ¡Miranda! El Topo se pone de pie y se acerca. El cana lo hace salir, cierra y lo escolta hasta el escritorio de la entrada. No entiende qué es lo que está sucediendo. El oficial de guardia saca el cajoncito de madera en el que guardaron todas sus cosas y lo vacía sobre el escritorio. Esto sólo puede significar que le van a dar la libertad. Tiene un instante de pánico que lo paraliza. El oficial lo mira con sorna.

¿Qué pasa, Miranda, te querés quedar?

Que lo larguen en este momento puede significar que lo estén esperando en la puerta para chuparlo, meterle dos cuetazos y tirarlo en un zanjón. No va a ser la primera vez que pase, es un tratamiento habitual para un asesino de policías. Miranda toma sus cosas, se las mete desordenadamente en los bolsillos y camina hasta la puerta. Un policía lo acompaña, se detiene unos pasos antes, otro policía abre. En cuanto el Topo pisa la vereda lleno de aprensión, un auto se le arrima velozmente. No puede ver el interior porque tiene vidrios polarizados. Miranda da un paso hacia atrás y se dispone a intentar la huida. Una ventanilla se abre. Sonriente, su hijo Fernando lo invita a subir.