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HORACIO, abre la pequeña puerta que está bajo la parrilla y observa con satisfacción la leña que arde con ganas. Normalmente no empieza con la tarea de producir brasas hasta un par de horas más tarde pero hoy no es un día cualquiera. Con el trabajo que le encargó Valli podrá pagar las dos últimas cuotas de la parrilla de acero inoxidable que le instalaron hace dos meses. Afuera se desata una ráfaga que se mete por la chimenea y le sopla el humo encima. Ésta será la primera vez que deje a cargo de la parrilla al muchacho que lo ayuda. Lo estuvo viendo trabajar los últimos días y no tiene dudas de que se podrá arreglar solo si no viene mucha gente. Le da las últimas indicaciones. Lo deja trabajando y acerca un banco a la heladera de cuatro puertas. De arriba, toma el paquete que contiene la Ruger que le compró al Tuerto Giardina. Saluda y sale, se sube a la Pantera, pone el paquete debajo del asiento, baja la colectora, empalma la autopista y enfila hacia la Capital.

Cerca del mediodía toma la bajada de Jujuy y estaciona por Moreno junto a un garaje para camiones. Atraviesa a pie la Plaza Miserere, los puentes del ferrocarril y, en zigzag, llega hasta el Abasto donde quedó en encontrarse con Giardina. El Tuerto lo está esperando al volante de un Renault 12 destartalado.

Hacen el breve recorrido en silencio. Cuando llegan a Agüero, Giardina le señala un Torino verde estacionado. Horacio se pasa a él y el Tuerto da la vuelta a la manzana y se ubica en doble fila en la esquina. Desde allí puede ver la cabezota de Horacio recortada en la luneta del Toro.

Horacio se dispone a esperar. Por esa vereda deberá venir su objetivo, Lascano, pero no sabe cuándo. El enemigo es el sueño. El aburrimiento en las esperas indefinidas puede hacer que se quede dormido y que el punto se le escape. Pero había previsto esa contingencia. Mira hacia adelante, mira por el espejo: aparte del Tuerto en el Renault, la calle está vacía. Saca un sobre del bolsillo de la camisa, lo abre y se mete dos generosos saques en cada fosa de la nariz utilizando como pala la larguísima uña de su dedo meñique. Chupa lo que quedó pegado en la uña y vuelve a guardar el sobre. Saca el paquete de debajo del asiento, desenvuelve la pistola, verifica que el peine esté lleno, carga una bala en la recámara, le pone el seguro y la coloca entre los dos asientos. Espera. En el asiento del acompañante está el handy por el que tal vez, sólo tal vez, lo llamen para decirle que Lascano se acerca. Pero debe estar atento porque no le habían asegurado que pudieran avisarle. Ahora el problema es la impaciencia y la paranoia que provoca la cocaína. Mira por el retrovisor. Nada. A Lascano lo había visto sólo un par de veces en el Departamento. Nunca habló con él, pero lo recuerda como un tipo amargo y callado. Horacio le había asegurado a Valli que lo conocía bien, pero ahora no está demasiado seguro de reconocerlo cuando lo vea. Caminaba de un modo particular, como si tuviera un resorte en los talones, ese detalle ayudaría. El plan es sencillo. Cuando Lascano pase a su lado, se bajará del auto en silencio, caminará detrás de él sin ser advertido, colocará el cañón de la Ruger debajo de la oreja oblicuamente hacia arriba y hará dos disparos. La ventaja que tiene la .22 largo es que no hace bochinche y que la bala no tiene fuerza suficiente para atravesar el cráneo, sólo para incrustarse en medio del cerebro, de donde es imposible extraerla. El tipo no cae inmediatamente, se tambalea un poco como si estuviera borracho y luego entra en un coma del cual no saldrá. Sólo le queda esperar.

Lascano estuvo a punto de mandar a la mierda al pendejo, por más fiscal que fuera, pero se contuvo. En definitiva, piensa, no es más que un pibe que está tratando de nadar limpiamente en un charco de mierda. Lamenta no haber estado de ánimo para darle unos consejos sobre seguridad. Para las cosas en las que se está metiendo, el chico anda de lo más sueltito por la calle. Decide ir caminando. Sale rápidamente del tránsito ensordecedor de Tucumán y Uruguay apretando el paso hasta Córdoba. Cuando pasa por la puerta del Registro Civil, recibe de rebote un baño de arroz que unos familiares festivos le arrojan a una pareja lustrada y sonriente. Se sacude los granos del saco y de la cabeza, llega a la esquina y dobla hacia Callao. El tránsito es también infernal pero al menos el ruido se dispersa un poco más a lo ancho de la avenida. Está cansado y de malhumor, no tiene idea con qué dinero va a irse a Brasil ahora que le falló lo de hacerles el cuento a los del banco. Evidentemente los banqueros son mejores cuenteros que él. Va a su casa a ver cuánto le queda. Probablemente le alcance para llegar a San Pablo en ómnibus y para unos días allí. Después verá. En la esquina de Laprida y Córdoba, del otro lado de la avenida hay un Falcon estacionado. El reflejo de la luz en el parabrisas no le permite ver a Cebolla, un expolicía, ni a los otros dos tipos que lo acompañan. Por la calle comienza a soplar una brisa que hace volar una pila de papeles dejados sobre la vereda. Cuando Lascano los pierde de vista el Falcon arranca y dobla la esquina a toda velocidad. En la siguiente vuelve a girar en dirección a la casa del Perro y se coloca unos metros detrás del Renault en el que Giardina se ha quedado dormido.

Cuando Horacio ve a Lascano caminando tranquilamente en su dirección lo reconoce inmediatamente. Toma la Ruger y le quita el seguro. Se recuesta en el asiento del acompañante para que no lo vea al pasar. Suelta una puteada en silencio. Por la posición se verá obligado a disparar con la izquierda, puede hacerlo, sólo que con la derecha se siente más seguro. Baja. Camina detrás de él en silencio, la Ruger firmemente calzada en la mano. No hace ningún ruido al andar, lo favorece además que el viento sopla en su dirección. Ya está a tres pasos del objetivo, levanta el arma.

Si algo le molesta a Lascano es el viento en la cara. Por eso agradece cuando repentinamente cambia de dirección y una ráfaga lo empuja por la espalda. Esa ráfaga le trae el penetrante olor a achuras asadas que emana la ropa de Horacio. Se vuelve velozmente. El Gordo le está apuntando directamente a la cabeza. Nota la carne de su dedo hundiéndose por la resistencia del gatillo. Se ve muerto.

Pero el que cae es Horacio. Junto al cordón de la vereda, Cebolla es quien ha disparado. El estampido despierta al Tuerto. Abre los ojos sobresaltado y se aferra al volante del 12 con las dos manos. Cebolla, con una Magnum, le apunta a Lascano directamente entre los ojos. Horacio está caído boca abajo. Sobre la vereda comienza a derramarse su sangre. Un tipo, por la espalda, le pega a Lascano un golpe en la cabeza atontándolo. Cebolla enfunda el arma, da dos pasos y le coloca una capucha al Perro e inmediatamente colabora con el otro para llevarlo hasta el Falcon que se arrimó velozmente. Incapaz de moverse, Giardina ve a los dos hombres cargando al Perro en el asiento trasero. Cebolla le da la vuelta al auto, se acomoda en el asiento de atrás y parten a toda velocidad. El Tuerto tiene un momento de estupor. Mira a los costados y hacia atrás, la calle ha recobrado la calma. Pone el motor en marcha y avanza hasta el lugar donde cayó Horacio. Por entre los paragolpes de dos autos estacionados lo ve desangrándose. Cerca está la Ruger que le vendió. Se cerciora de que no haya testigos, baja, da un trote hasta el arma, la recoge, se la mete al cinto, vuelve al 12 y se va.

Una hora más tarde, Lascano abre los ojos a la oscuridad. Aún está encapuchado. Oye una voz.

La capucha sale. Atardece, por la ventana entra un torrente de luz naranja. Sus ojos tardan unos momentos en acostumbrarse a la claridad que inunda la habitación. Está esposado a una silla, frente a una mesa, en un departamento alto, descascarado y pobre. Del otro lado de la mesa se pone en foco la figura del Topo Miranda que lo mira sonriente. A su lado está Cebolla, un psicótico despiadado que debe como cinco o seis muertes. Un imbécil que no cuadra en compañía de Miranda. Encima de la mesa están todas las cosas que Lascano tenía encima, incluida la carta de Eva y la pistola. Se alegra de que sea Miranda y no los Apóstoles, porque ya estaría muerto.

De pronto, el rostro insulso de Miranda se ilumina con una sonrisa que lo rejuvenece diez años en un instante. Ríe francamente, con ganas, con orgullo.

El Perro suma sus risas a las del Topo. Cebolla, amargo, se desinteresa de la escena y se contempla las uñas.

Miranda se pone de pie sonriente. Cebolla agarra la pistola de Lascano y se la mete a la cintura. Luego le quita las esposas. Los dos se alejan hacia la salida donde hay otro hombre más. Tras la puerta oye las del ascensor al abrirse y al cerrarse. Se pone de pie, está descalzo, va hasta la ventana. Se encuentra en un piso alto de uno de los monobloques de Fuerte Apache. Se asoma, ve a Miranda, Cebolla y otros dos tipos subirse al Falcon. Antes de hacerlo, el Topo levanta la vista y lo saluda con la mano y con una sonrisa. El auto arranca y desaparece por la esquina. Lascano se vuelve, mira al piso buscando sus zapatos, pero no los ve por ningún lado. Entonces repara que, encima de la mesa, entre sus cosas, hay un sobre largo. Lo recoge, lo abre. Adentro hay un fajo de dólares. Vuelve a la ventana. Se hace rápidamente de noche. Extraño sentido del humor de Miranda que lo obliga a cruzar este barrio de asesinos y ladrones, de noche, descalzo, sin un peso y con un montón de billetes en el bolsillo. No puede evitar una sonrisa que apaga enseguida. Ahora, hay que ver cómo se las arregla para salir de allí lo más entero que pueda. Si fuese creyente, se persignaría, pero como no lo es, se toca un testículo y encara la salida.