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AL atardecer y hasta bien entrada la noche, muchas parejas tienen por costumbre llegarse en auto a los bosques de Palermo para hacer de las suyas. Es un hábito arraigado en los porteños que han dado en llamar Villa Cariño a estos parajes. Acá la policía, comprada por los dueños de los bares, no importuna a los amantes. Este es el lugar que ha elegido el Topo Miranda para reunirse con su mujer, porque aquí venían cuando eran novios. Aquí la trajo orgulloso con su primer auto robado. Aquí hicieron el amor por primera vez.

Sentado en un auto ciento por ciento legal, espera a Susana escuchando un casette de Frank Sinatra. Ella habrá dado muchas vueltas para cerciorarse de que nadie la sigue. La había adiestrado muy bien en eso. Será por eso que viene atrasada. Mira por el espejo, mira a los costados: en los otros autos hay parejas que beben, se besan, se tocan, alguna que no termina de convencerse, una rubia se zambulle y desaparece de la vista. Glorias de Villa Cariño. En la esquina se detiene un taxi. Es ella. La observa pagando, recibiendo el vuelto, saliendo y mirando un instante alrededor en busca de una señal. Miranda hace pestañear las luces del auto y ella se encamina hacia él. Es una silueta que se contonea contra el paredón de ladrillo rojo. La mira acercarse a paso vivo, subir al auto, cerrar la puerta y, sin dirigirle una mirada, quedarse con la cabeza gacha. Está llorando.

Susana baja la vista, saca de su cartera un pañuelo y se lo pasa por la nariz. Toma aire. Miranda se recuesta contra la puerta para verla mejor y pone el brazo sobre el volante.

La voz de la Negra es un susurro pero suena como un grito. Miranda se muerde los labios.

Susana aprieta el pañuelo entre sus manos y de su boca se escapa un gemido entrecortado. Miranda la mira recuperando sus fuerzas. Ella le lanza una mirada llena de odio.

Susana suelta el reproche como un latigazo. Miranda lo recibe como una puñalada.

Otra vez el silencio matrimonial, pero ahora más denso, inmóvil, irrecuperable. La mira, ella le devuelve la mirada y comprende por primera vez en toda su dimensión lo diferentes que son. Tiene la sensación de que ya no son macho y hembra de la misma especie, que nunca lo fueron, que sólo los unió una simbiosis ajena a la naturaleza. Lo que fuera que los mantuvo juntos se ha quebrado más allá de cualquier intento de reparación. Son dos desconocidos abandonados en el campo de los amantes. Somos materia, piensa, y la materia es vengativa. Como sucede con las obras hechas a la ligera, sin respeto y consideración. Las cosas mal hechas permanecen como una maldición que nos recuerda que las hicimos mal.

Cuando Beatriz se baja del auto, Miranda hace callar a Sinatra. Tiene ganas de llorar, tiene ganas de romper todo. Tiene el peor de los sentimientos: impotencia. Ella tiene razón, no hay nada que él pueda hacer para remediar, para arreglar lo que se encargó de destruir. Ella siempre fue una mina fiel y leal y él siempre supo que le estaba arruinando la vida, pero se jugó a que daría un golpe definitivo que lo colocaría más allá del bien y del mal y que podrían irse a otro país a hacer vida de reyes sin tener que preocuparse nunca por nada. Pero ése era un objetivo tan falso como una moneda de plomo. En realidad a Miranda lo que le gusta es el riesgo. Lo de salvarse de una vez y para siempre es tan sólo un engaño para justificarse. Ahora llegó el momento de pagar esa factura con la Negra. Siente que el corazón se le licua dentro del pecho. No hace el menor esfuerzo por retenerla, por tratar de convencerla, por seducirla como lo había hecho mil veces antes. Se queda en el auto hasta que el frío lo obliga a marcharse.

Dos días después de la despedida de la Negra, Miranda está estacionado frente a la casa del tío. No tiene que aguardar mucho para verlo cruzar la calle con paso apurado. Baja la ventanilla y lo llama. El joven detiene la marcha sobresaltado, mira extrañado al hombre del auto.

Se acomoda en el asiento del acompañante, tira la mochila atrás y se queda en silencio mirando al frente. En ese momento siente que odia a su padre.

Fernando recupera su mochila, se baja del auto sin saludarlo y se aleja. Más tarde Miranda habrá conseguido el número de Flores.