AL atardecer y hasta bien entrada la noche, muchas parejas tienen por costumbre llegarse en auto a los bosques de Palermo para hacer de las suyas. Es un hábito arraigado en los porteños que han dado en llamar Villa Cariño a estos parajes. Acá la policía, comprada por los dueños de los bares, no importuna a los amantes. Este es el lugar que ha elegido el Topo Miranda para reunirse con su mujer, porque aquí venían cuando eran novios. Aquí la trajo orgulloso con su primer auto robado. Aquí hicieron el amor por primera vez.
Sentado en un auto ciento por ciento legal, espera a Susana escuchando un casette de Frank Sinatra. Ella habrá dado muchas vueltas para cerciorarse de que nadie la sigue. La había adiestrado muy bien en eso. Será por eso que viene atrasada. Mira por el espejo, mira a los costados: en los otros autos hay parejas que beben, se besan, se tocan, alguna que no termina de convencerse, una rubia se zambulle y desaparece de la vista. Glorias de Villa Cariño. En la esquina se detiene un taxi. Es ella. La observa pagando, recibiendo el vuelto, saliendo y mirando un instante alrededor en busca de una señal. Miranda hace pestañear las luces del auto y ella se encamina hacia él. Es una silueta que se contonea contra el paredón de ladrillo rojo. La mira acercarse a paso vivo, subir al auto, cerrar la puerta y, sin dirigirle una mirada, quedarse con la cabeza gacha. Está llorando.
¿Qué pasa, Negrita? No doy más, Eduardo, no doy más. Eso es lo que pasa. ¿Pero, por qué, Negrita? ¿Querés saber por qué? Claro, mi amor. Te voy a decir lo que me pasa, pero por favor dejame hablar. No me interrumpas. Hablá, Negrita, decime lo que sea. Está bien.
Susana baja la vista, saca de su cartera un pañuelo y se lo pasa por la nariz. Toma aire. Miranda se recuesta contra la puerta para verla mejor y pone el brazo sobre el volante.
Me dejaste plantada la otra noche en la pizzería. Tuve un problema, no pude llegar. ¡Te dije que no me interrumpas!
La voz de la Negra es un susurro pero suena como un grito. Miranda se muerde los labios.
Yo estoy muerta de preocupación. ¿Qué te preocupa, Negrita? ¡Todo me preocupa, todo! Desde que saliste vivo preocupada. El otro día se armó un revuelo de policías y cámaras de televisión en la puerta de casa. Salí para ver qué pasaba. Pensé que vos habías venido y te estaban esperando. Pero no, era otra cosa. ¿Y entonces? El que estaba en la puerta era Lascano. ¿Lascano? Sí. Me dijo que él había armado todo ese despelote para evitar que nos secuestren para sacarte una guita que habías robado. ¿Quién los iba a secuestrar? No sé, unos canas. Lascano mencionó a un tal Flores. Nos aconsejó que nos fuésemos de casa porque pensaba que iban a volver.
Susana aprieta el pañuelo entre sus manos y de su boca se escapa un gemido entrecortado. Miranda la mira recuperando sus fuerzas. Ella le lanza una mirada llena de odio.
¡Ya ni en mi casa puedo estar! ¿Dónde estás viviendo? En lo del tío. ¿Y Fernando? ¡Fernando también, yo no abandono a mi hijo!
Susana suelta el reproche como un latigazo. Miranda lo recibe como una puñalada.
Calmate, Negrita, por favor. ¡No quiero calmarme! Estoy furiosa y quiero estar furiosa, ¿me entendés? Y eso no es todo. El otro día, por la mañana, cuando salí a hacer las compras lo vi. ¿Qué cosa? Me quedé paralizada. Fue en el puesto de revistas de la esquina. En el diario había una gran foto de un tipo tirado en un charco de sangre y, a su lado, la foto tuya y de otros tres tipos. Un relámpago de rabia y tristeza me atravesó el pecho… Carlos, el tipo que atiende el puesto desde que yo era una nena así, me estaba observando, vigilándome, como esperando una reacción. Yo había quedado hipnotizada frente a esa foto. ¿Eras vos el que yacía desparramado en la primera plana? No me atrevía a acercarme a verificarlo. ¿Se habían hecho realidad por fin mis peores temores? Entonces Carlos, como si supiera lo que estaba pensando, me dijo que no eras vos, que estabas fugado. Esas palabras disiparon el encanto. Fue como si me despertara. Lo miré a Carlos y me di cuenta de lo mucho que había envejecido y en su vejez también pude ver la mía. Él me miraba con tristeza, con compasión, con un aire de «qué le va a hacer» que me descompuso el alma. No quise aceptar el periódico que me ofrecía. No quería detalles… Una va tomando pequeñas decisiones todos los días, una tras otra, pensando que en algún momento todo se va a componer. Pero esas decisiones van acumulándose, van construyendo nuestra vida, nos van haciendo quienes somos y determinando lo que nos pasa. Una es lo que le pasa. Y lo que me pasa es que quiero irme a mi casa a llorar. Y lo hago. Me tiro boca abajo en la cama y lamento mi destino y lloro, primero con furia, rabiando y rugiendo como un animal. Luego con dolor y tristeza. La casa está en silencio y me pregunto ¿por qué me casé con vos? ¿Por qué sigo esperándote? ¿Por qué? Y, de repente me doy cuenta, de que esta vez no eras vos el cadáver en la primera plana de Crónica. Esta vez. Y me doy cuenta de que tal vez esté esperando eso mismo, que seas vos y no quiero sentir eso, Eduardo. Pero esto es en lo que me he transformado. Soy una viuda que espera a que le traigan el cadáver, que se cumpla el destino y que desea que todo termine de una buena vez. Y no lo quiero, Eduardo, no lo quiero. Perdoname, pero ya no puedo más. Quiero rehacer mi vida y eso ya no puede esperar. Estás otra vez con captura y como siempre ha sucedido, te van a encontrar y lo mejor que puede pasar es que vayas preso, ¿cuánto tiempo esta vez, cinco años, diez años, perpetua? A nadie quise, a nadie voy a querer como te quise a vos, pero creo que ya me gané una porcioncita de felicidad en esta vida y la quiero, Eduardo, la quiero. Con vos eso no es posible. Pero, Negrita, no me podés dejar ahora. Yo no te dejo, Eduardo, vos me dejaste hace mucho tiempo y ni siquiera te diste cuenta.
Otra vez el silencio matrimonial, pero ahora más denso, inmóvil, irrecuperable. La mira, ella le devuelve la mirada y comprende por primera vez en toda su dimensión lo diferentes que son. Tiene la sensación de que ya no son macho y hembra de la misma especie, que nunca lo fueron, que sólo los unió una simbiosis ajena a la naturaleza. Lo que fuera que los mantuvo juntos se ha quebrado más allá de cualquier intento de reparación. Son dos desconocidos abandonados en el campo de los amantes. Somos materia, piensa, y la materia es vengativa. Como sucede con las obras hechas a la ligera, sin respeto y consideración. Las cosas mal hechas permanecen como una maldición que nos recuerda que las hicimos mal.
Cuando Beatriz se baja del auto, Miranda hace callar a Sinatra. Tiene ganas de llorar, tiene ganas de romper todo. Tiene el peor de los sentimientos: impotencia. Ella tiene razón, no hay nada que él pueda hacer para remediar, para arreglar lo que se encargó de destruir. Ella siempre fue una mina fiel y leal y él siempre supo que le estaba arruinando la vida, pero se jugó a que daría un golpe definitivo que lo colocaría más allá del bien y del mal y que podrían irse a otro país a hacer vida de reyes sin tener que preocuparse nunca por nada. Pero ése era un objetivo tan falso como una moneda de plomo. En realidad a Miranda lo que le gusta es el riesgo. Lo de salvarse de una vez y para siempre es tan sólo un engaño para justificarse. Ahora llegó el momento de pagar esa factura con la Negra. Siente que el corazón se le licua dentro del pecho. No hace el menor esfuerzo por retenerla, por tratar de convencerla, por seducirla como lo había hecho mil veces antes. Se queda en el auto hasta que el frío lo obliga a marcharse.
Dos días después de la despedida de la Negra, Miranda está estacionado frente a la casa del tío. No tiene que aguardar mucho para verlo cruzar la calle con paso apurado. Baja la ventanilla y lo llama. El joven detiene la marcha sobresaltado, mira extrañado al hombre del auto.
¿Papá?… Hola, hijo. Subí.
Se acomoda en el asiento del acompañante, tira la mochila atrás y se queda en silencio mirando al frente. En ese momento siente que odia a su padre.
¿Cuándo saliste? Hace unos días. Y ya estás metido en quilombos de nuevo. Es un estilo, ¿qué le voy a hacer? ¿Cómo es posible que un tipo con tu inteligencia no se dé cuenta? ¿De qué me tengo que dar cuenta? De algo que vos mismo me dijiste cuando todavía usaba pantalones cortos. ¿Qué te habré dicho…? Que un negocio en el cual lo que uno pone es el cuerpo nunca es buen negocio. Uno dice cada cosa… No es gracioso. ¿Qué es lo que no es gracioso? No sólo estás vos en peligro. El otro día nos quisieron secuestrar. Ya me lo contó mamá. Sí, estuvo todo el día llorando. Uno de los canas nos dio un mensaje para vos. ¿Quién? Lascano. Dijo que te entregues, que con él vas a estar seguro. Está bien. Dejalo por mi cuenta que yo arreglo todo. Más te vale. Quiero que hablemos, tengo algo muy importante que decirte. Ahora no puedo. ¿Estás apurado? La verdad que sí. ¿Qué te parece si almorzamos? ¿Cuándo? Cuando quieras, ¿mañana…? ¿Dónde? ¿Te acordás en el bodegón que íbamos cuando te iba a buscar al colegio? ¿El de la calle Luca? Ése.
Fernando recupera su mochila, se baja del auto sin saludarlo y se aleja. Más tarde Miranda habrá conseguido el número de Flores.
Soy Miranda, Flores… ¿Por qué te metiste con mi hijo?… Vos también tenés familia la reputa que te parió… Me importa una mierda… Está bien… ¿Qué querés?… Ni en pedo… no te doy más de cien mil… Te digo que no… ¿Estás en pedo?, con esa guita te hago boletear, a vos y a toda tu parentela. Agarrá los cien y dejate de romper las bolas… Te digo que no, Flores… y no me hagas perder la paciencia… Bueno… Está bien… Yo me encargo… Ya sé, Flores, ¿o va a ser la primera vez?… El viernes a más tardar… No… No…