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UNA y otra vez, durante toda la noche, a Lascano lo despierta un sueño recurrente. Avanza totalmente desnudo por un estrecho pasillo de niebla que parece no tener fin. Repentinamente, en la bruma, se corporiza una figura con forma humana, también gris, que lleva una lanza con incrustaciones de piedras preciosas de todos colores. El hombre sin rostro le apunta con la lanza al tiempo que le dice: Si no hacés algo con tu vida, te la quitaré.

Por la mañana, al afeitarse, se hace un corte cerca de los labios del que mana sangre en abundancia. La deja correr y en el espejo se ve a sí mismo como un vampiro de las películas clase B que miraba en el continuado de su barrio cuando era chico y esta vida era inimaginable.

Resuelve ir a buscar a Miranda. Antes deberá encontrarse con Pereyra para que expida las órdenes que conviertan su detención en arresto legal.

En la oficina de Marcelo le informan que no lo esperan hasta el mediodía. Lo llama a su casa pero responde el contestador, le deja un mensaje en el que le informa que lo esperará. Sale del Palacio, entra en el café Usía y se pone a leer el diario.

Está por terminar el Clarín cuando Marcelo llega, se sienta frente a él y pide un cortado mitad y mitad.

En pocos minutos, Lascano le explica la situación. Acuerdan que le darán al jefe de la Delegación de Haedo el crédito por la detención y que el propio Lascano se hará cargo del traslado. El fiscal le advierte que hará de cuenta que no ha escuchado nada en relación con la detención ilegal de Miranda, pero que es la única irregularidad que le va a dejar pasar. Lascano asiente y se felicita por no haberle dicho nada de la recompensa. A Marcelo no se le ocurre preguntarle por qué lo había detenido. Quizá porque entre ellos se había establecido el vínculo típico de quienes colaboran en la aplicación de la ley. Marcelo le presta su auto y le ordena a su chofer y a un policía de la alcaldía de Tribunales que acompañen a Lascano a buscar a Miranda. Sube al auto, parten. En la ventanilla, corre una película sinfín de vidas ajenas.

Mientras tanto, en su celda, el Topo fuma un cigarrillo y espera tranquilo. Pasa un policía raso. En la oficina contigua, Peloski, el oficial de guardia, llega con un manojo de papeles a tomar turno. Miranda le hace una seña al vigilante.

El Topo lo mira alejándose por el pasillo y sonríe. Peloski ha escuchado parte de la conversación. Cuando el vigilante pasa por la guardia lo ataja con un gesto.

Con un golpe de vista Peloski revisa el libro de guardia. No hay nadie anotado bajo «detenidos».

Ir y volver hasta el armero no le va a llevar menos de quince minutos. Tiempo más que suficiente para lo que Peloski planea. Cuando el mecanismo a resorte cierra la puerta con un golpe, le da la vuelta al mostrador y camina unos pasos por el pasillo de los calabozos hasta que lo ve al Topo sentado, fumando tranquilamente. Levanta la mirada y lo saluda con la cabeza. Peloski no tiene ya duda alguna. Es el Topo Miranda. Vuelve al mostrador en la guardia. De pasada abre la puerta y se cerciora de que nadie viene por el pasillo. Toma el teléfono, marca un número.

Lascano baja del auto y toca el timbre. Beba abre la puerta inmediatamente y se hace a un lado para dejarlo pasar. Al verlo entrar el caniche de la casa sale corriendo con pasos de juguete y se mete en su cuchita.

Beba va hasta su habitación y regresa unos instantes después con una foto. Eva en bikini, en una terraza con sombrillas sobre la playa. En su regazo cae la sombra del hombre que tomó la instantánea. Como la emoción comienza a ganarlo, Lascano se mete la fotografía en el bolsillo.

En un impulso que sorprende a Beba y a él mismo, Lascano le da un beso en la mejilla, gira sobre sus talones y sale de la casa. Cuando está por abrir la puerta del auto oye la voz de Beba llamándolo. Se vuelve.

Veinte minutos después del llamado de Peloski, Roberti entra en la Delegación. Si hubiera llegado un poco antes se habría cruzado con el vigilante que debía darle el mensaje del Topo y a quien Peloski había mandado en una comisión sólo por sacárselo de encima. El oficial le sonríe al comisario.

Peloski señala hacia los calabozos con el dedo, como si esa indicación fuese necesaria. Roberti se mete en el pasillo caminando a toda velocidad. Cuando lo ve al Topo su paso se ralentiza hasta detenerse. Toma un banco que está contra la pared y se acerca a la reja del calabozo donde el Topo sigue sentado y fumando tranquilo.

El Topo se queda un instante con la mirada perdida, fija en el índice y el medio que sostienen su cigarrillo. Tira el pucho al suelo y lo aplasta. Sonríe.

Lascano se detiene en medio de la sala, a sólo unos pasos del sillón donde el hombre mira absorto la pantalla del televisor. Beba va hasta un aparador de estilo provenzal, abre un cajón y comienza a revolver en una pila de papeles. El padre quita por un instante su mirada idiota del televisor y la dirige a Lascano quien se siente obligado a devolverle una sonrisa también estúpida. Beba cierra el cajón, se vuelve y le extiende a Lascano un sobre de papel avión un tanto arrugado.

Lascano vacila, le da miedo lo que esa carta pueda decir pero finalmente la toma, la mira y se la mete en el bolsillo. Siente la necesidad, el impulso de salir corriendo de esa casa.

Le hace una inclinación a Beba, se da vuelta, sale. Al cerrar la puerta tiene la impresión de estar a punto de desmayarse. Toma aire, suspira, camina hasta el auto. Camino de la Delegación se pone a imaginar cómo habría sido esa familia antes de ser invadida por el grupo de tareas qué se llevó a Estefanía. Seguramente se parecería a la familia que siempre buscó, soñó, deseó, ansió. Ésa que creyó que en algún momento se le iba a dar, pero que siempre algo lo frustró. La muerte de sus padres, el accidente en el que perdió a Marisa, la fuga precipitada de Eva cuando lo balearon los perros de la dictadura. Desea con toda su alma que Beba encuentre a su nieto. Que ese niño pueda empezar a vivir lo que le queda de la infancia que le robaron. Que pueda dejar de simular que cree las mentiras de los mayores. Que pueda agarrar al gato por la cola, hacerse la rata a la escuela, jugar con fósforos, ser querido, abrazado, regañado sin que un secreto horrible se interponga constantemente. El frenazo del auto frente a la Delegación, lo trae de vuelta al aquí y ahora.

El regreso hasta el centro de la ciudad es una larguísima y única puteada de Lascano contra el hijo​dela​rremil​puta​madreque​loparió​deRoberti. No puede creer que lo haya soltado. El Topo lo coimeó, como intentó hacerlo con él, Roberti agarró viaje y acá está nuevamente en bolas. Cuando termina de maldecir al comisario, empieza con Pereyra. Si esa mañana no lo hubiera demorado el Topo no se le escapa. Pero las cosas son así, la suerte es una puta que muchas veces se acuesta con otro.