LA tarde está negra de tormenta. Como si estuviera sincronizado, cuando sale del edificio la calle es iluminada por un relámpago, suena un trueno y cae una lluvia que a Lascano se le antoja sucia. Siente un escalofrío, le parece que hay malas señales en el aire, tiene el presentimiento, casi la certeza de que algo grave va a suceder. Se levanta el cuello del saco y se echa a caminar Agüero arriba hacia Cabrera. Cuando aborda el taxi le entra la náusea que es un adelanto de la sensación que tendrá cuando vuelva a encontrarse con Giribaldi, dentro de algunos minutos. Cuando el taxi se detiene la lluvia se ha transformado en un velo suspendido en la atmósfera que todo lo toca, todo lo moja. En la puerta del edificio hay dos patrulleros y dos Falcon sin identificar. Marcelo conversa con un oficial uniformado y cuatro policías rasos aguardan a un costado fumando y conversando. Hay inquietud, Lascano no es el único que siente la tensión. Qué no daría ahora por un cigarrillo. Marcelo lo saluda estrechándole una mano pálida y fría, lo toma por el brazo y atraviesan la puerta que sostiene el encargado del edificio. Los siguen el oficial y uno de los policías. El portero va detrás y se queda aguardando a que los cuatro hombres suban al ascensor. Cuando el indicador marca que andan por el primer piso, toma el intercomunicador y pulsa un botón.
Giribaldi está revisando las provisiones de artículos de limpieza cuando el zumbador lo sobresalta. El portero le susurra que la policía está subiendo a su departamento. Sale velozmente de la cocina, atraviesa el pasillo con cuatro zancadas, entra en el escritorio. Busca la caja en la que guarda la pistola, la saca, verifica que esté cargada, la amartilla y la coloca en el cajón grande del escritorio. Suena el timbre. Toma aire. Camina lentamente hasta la puerta y la abre.
Sí. Buenas tardes. Buenas. ¿El señor Leonardo Giribaldi? Servidor. Soy Marcelo Pereyra, titular de la Fiscalía en lo Criminal y Correccional número tres, tengo una orden de allanamiento. ¿Nos permite pasar? Pasen. ¿Hay alguien más en la casa? Estoy solo.
Como si estuvieran ejecutando una coreografía muy ensayada, Giribaldi se hace a un lado para franquear la entrada, Marcelo y Lascano le abren paso a los policías para que entren primero. Giribaldi mira fijamente a Lascano: lo ha reconocido. Pereyra le hace un gesto para que vaya adelante y lo siguen hasta la primera habitación. El militar se sienta frente al escritorio y con la mano los invita a tomar asiento frente a él. El oficial de policía se asoma y le hace un gesto al fiscal dándole a entender que ha revisado la casa y que está todo bajo control. Marcelo comienza a recitarle las formalidades legales mediante las cuales le informa que está detenido. Giribaldi lo mira con gesto distante, absolutamente indiferente a lo que dice. Baja la mirada, por la hendija que deja el cajón entreabierto puede ver la cacha negra de su temible Glock.
A Lascano le parece mentira que este hombre sea el mismo que tuvo a tantos en su puño, que dispuso a su antojo de tantas vidas, de tantos cuerpos. Pero ahora, sentado frente a él, pareciera que no quedan rastros de aquel verdugo implacable y seguro. Del otro lado del escritorio hay un hombre acabado. El brillo cruel de su mirada se apagó y esos ojos sólo expresan un resentimiento muerto. Ya no queda nada, nada que esperar, ninguna esperanza. Repentinamente le clava la mirada a Lascano y con tono cuartelero interrumpe a Marcelo.
Yo, a usted lo conozco. Sí, ya nos hemos visto. Usted es Lascano, el policía traidor que protegía a una subversiva. Perdóneme, pero ahora el acusado es usted. Si usted se cree que esto termina acá, yo le digo que está completamente equivocado.
Lascano se pone en guardia. Lentamente lleva su mano hasta la sobaquera. Puede leer en los ojos de Giribaldi que detrás de esa calma aparente el tipo está completamente chiflado. Acá puede pasar cualquier cosa. Marcelo retoma la lectura. Giribaldi se pone de pie, gira sobre sus talones, abre la ventana y regresa a su asiento. Sonríe despreciativo.
De golpe sentí como mal olor. Olor a mierda de traidor. Ustedes no lo deben percibir por la costumbre, pero para mí es inaguantable.
Giribaldi baja la mirada nuevamente. Ahora nada menos que Lascano es quien viene a darle el tiro de gracia, a acabar con lo poco que queda de su vida. Éste es el derrumbe, el último acto. Levanta la mirada de la pistola y se encuentra con los ojos de Lascano. Su mente se acelera, como siempre que está por entrar en acción. Como un desafío, se pregunta si tendrá tiempo para tomar la pistola, amartillarla y dispararle a Lascano y a Pereyra antes de que puedan defenderse. Por lo general nunca duda, ahora vacila. Se imagina el estampido. La 9 mm es un arma ruidosa.
Giribaldi no contesta ninguna de las preguntas que le hace Pereyra. Ni siquiera las escucha. Lo mira resignado y a la vez como sorprendido por la insolencia de este jovencito. Se pone de pie y se aproxima a la ventana. Observa los patrulleros, los Falcon y el personal policial abajo, en la calle. Mira la hora. En cualquier momento llegará Maisabé con Aníbal. Vuelve a sentarse frente al escritorio, se hamaca en la silla giratoria y mira a Marcelo y a Lascano con ojos opacos. Marcelo con un gesto de impaciencia se pone de pie y sale de la habitación. La situación estaba prevista. Giribaldi se da cuenta de que va a buscar a los uniformados para llevarlo detenido. Como un flash en su mente aparece la imagen de Videla en la TV, esposado, entrando en Tribunales como un ratero cualquiera.
Te me escapaste, Lascano… Tuve suerte… Como todos ustedes, les ganamos la guerra pero me parece que nos van a derrotar en la paz. Acá no hubo ninguna guerra, Giribaldi. Esta paz, esta «democracia», Lascano, se la conseguimos nosotros. Los civiles se quedaron en su casa con la cola entre las patas cuando los bolches venían degollando con bombas y secuestros. Dejate de joder Giribaldi, lo de ustedes no tiene justificación. Ahora, los que dejamos vivos, como vos, son los que nos van a juzgar, ¿te das cuenta?, pero la culpa es nuestra, dejamos el trabajo sin terminar.
De pronto el rostro, la mirada monstruosa de este hombre sin piedad se transforma en una mueca como de risa, dolorosa y a la vez de asombro por el propio gesto. A Lascano una corriente helada le corre por la espalda. Aferra el mango de su pistola. Como una súbita iluminación lo asalta la certeza de que uno de los dos no saldrá vivo de allí. Se le cruza por la cabeza la imagen del duelo de una película de cowboys. La mente de Giribaldi está vacía y en silencio, pero en un instante tiene la sensación de que dentro de él se ha desbocado una locomotora, la yugular se le ha inflamado.
Vea, Lascano, esto es algo que jamás podrá olvidar…
Actúa a toda velocidad como sólo él sabe hacerlo: se levanta de golpe empujando el sillón contra la pared, toma la pistola, la saca del cajón, se mete el cañón en la boca y…
Lascano apenas tiene tiempo para sacar media pistola de la cartuchera cuando Giribaldi vuela y cae sentado en su silla, su cabeza rebota contra el respaldo y cae sobre el pecho. De las fosas nasales surgen dos chorros de sangre que se derraman sobre su camisa, la pistola vuela de su mano y cae, los brazos le quedan colgando a los costados. La bala, al abrirse paso a través de las paredes del cráneo, dibuja en la pared un mandala sangriento que enmarca el rostro muerto de Giribaldi como el aura de un santo macabro. Silencio. Ruido de pasos. Irrumpe Pereyra seguido por los dos policías.
¡A la mierda! ¿Qué pasó? Sacó una pistola del cajón y se voló los sesos. No me dio tiempo a nada.
El Perro no logra salir de su asombro, pero sale de la habitación. Pereyra ordena que llamen al forense. Por un instante, como un automatismo esperanzado, Lascano se imagina que, como tantas veces en el pasado, será Fuseli quien venga. Camina hasta la sala y se deja caer en un sillón. Frente a él está el banderín del Colegio Militar, el torreón parecido a una pieza de ajedrez bordeado por dos ramas de laurel. Pereyra se acerca, se sienta, saca un paquete de cigarrillos y le ofrece uno a Lascano. Mira el atado como a una amante puta que lo hubiera abandonado. Resiste, resiste. Estira la mano y un instante antes de agarrar el tabaco, levanta la palma en un gesto de rechazo. Está transpirando. Se pone de pie, va hasta la ventana, la abre y sale al balcón. Abajo, junto al patrullero, una mujer con un niño habla con el subcomisario. El oficial se da vuelta y entra en el edificio. Lascano a la sala. Pereyra apaga el cigarrillo. El Perro atraviesa la última bocanada de humo y aspira profundamente. El departamento se ha llenado de policías. El que estaba hablando con la mujer se abre paso hasta ellos.
Señor, abajo está la mujer con el hijo. Que no suba, ya voy.
Pereyra y Lascano se miran consultándose respecto de quién le va a dar la noticia. Sin hablar acuerdan que lo hará el Perro por tener mayor edad. Como si el hecho de estar presuntamente más cerca de la muerte le confiriera más autoridad. Bajan en silencio en el ascensor. Al llegar a la planta baja, Marcelo abre la puerta y le cede el paso. Unos metros más allá, en la vereda, de espaldas, está Maisabé, a un lado, una mujer policía, al otro, el niño. Comienzan a caminar hacia ellos, la mujer se vuelve y lo mira interrogándolo. Marcelo toma al niño de la mano y le pide que lo acompañe. Maisabé tiene la vista clavada en los ojos de Lascano.
¿Está muerto? Sí, señora. ¿Usted lo mató? No, señora, se suicidó. ¿Se da cuenta de lo que ha hecho?… Usted tendría que haberlo matado… ¿Cómo dice? Usted debe de ser un hereje, por eso no se da cuenta. ¿De qué me tengo que dar cuenta? Condenó a su alma. ¿Cómo? ¡Los suicidas no se van al cielo!… Lo siento mucho, señora. Usted no lo siente nada y se le nota. Perdóneme. Que lo perdone Dios.
La mujer le clava una mirada furiosa, le vuelve la espalda y camina decididamente hacia el patrullero donde una oficial conversa con el pequeño. Marcelo se acerca a Lascano.
Esto terminó como el culo. ¿Podría haber terminado distinto, Lascano? Seguramente no. Al fin y al cabo nuestra historia siempre termina cayéndonos encima. ¿Qué piensa hacer ahora? Me siento muy cansado, agotado. Lo único que deseo ahora es un baño y una cama.
A Pereyra le aguarda una noche en vela. Se despiden con un apretón de manos. Lascano camina hasta la esquina donde, movido no sabe por qué, se vuelve y lo ve a Pereyra hablando con la oficial quien asiente y se dirige al edificio. Marcelo se acerca al niño, le habla y luego le da la mano y comienzan a caminar también hacia la entrada del edificio. En ese momento, el chico se da vuelta y lo mira. Al Perro se le detiene el corazón. ¡Esos ojos! Ese aire entre desafiante y melancólico, pero, por encima de todo, esa mirada. ¿Será posible? Lo ve desaparecer tras la puerta de la mano de Marcelo y se siente agobiado, deshecho. Pasa un taxi, lo detiene, sube. Sobre el tablero hay un paquete de Lucky Strike. Ma sí. Lascano le pide un cigarrillo que el chofer le convida de mala gana. Lo enciende y se derrumba en el asiento trasero. A sus espaldas la esquina de esta tragedia empieza a convertirse en pasado.
¡Mierda!