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DESPIERTA tarde. El cuerpo protesta como si le hubiese pasado por encima el siete de caballería. El día anterior fue demasiado para cualquiera. Dejó la pensión y se mudó al departamento de Fuseli, estaba seguro de que él lo hubiera querido así. El encuentro con los padres de Eva fue un mazazo y el moñito, pescarlo al Topo distraído. Ahora no tiene un minuto que perder, un tipo como Miranda tiene más mañas que una comadreja. Mira la hora. Marca el número de Pereyra. Piensa pedirle una orden y la comisión para traerlo desde la Delegación de Haedo hasta los Tribunales. Luego de depositarlo en la leonera irá a ver a Fermín para cobrar lo que falta. Tiene muy pocas esperanzas de encontrar algo del dinero del robo, mejor dicho, ninguna. Atiende el contestador. Deja dicho que se comunique con él lo antes que pueda.

Vanina se pasó los veinte minutos que lleva de atraso Marcelo soportando estoicamente las miradas babosas de los abogados que llenan el café. Se había propuesto tener esta charla con la mejor actitud, la más amorosa, pero la espera y el asedio visual la pusieron de malhumor. Hace unos días vino a la facultad un tipo a dar una clase de teoría del color. Es un arquitecto cómo de cuarenta y cinco años que largó la construcción y se dedicó a la pintura. Se para frente a la clase, con su barba entrerrubia, su pulóver de cuello alto y sus botitas Clark de gamuza. No sabe cómo sucedió, pero fue a verlo a su taller de San Telmo, para tomar clases de pintura con él y terminaron en la cama. Ahora cree que debe terminar con Marcelo. Ansía quedar libre para vivir este nuevo amor y este descubrimiento del infinito mundo del arte de la mano de Martín. No sabe si decírselo a Marcelo, finalmente resuelve que lo decidirá en el momento. Mira el reloj nuevamente, media hora ya le parece demasiado, le hace una seña al mozo para, que le cobre. Se siente aliviada por no tener que enfrentar el tema inmediatamente, pero no le dura mucho, Marcelo está entrando al Usía. Trae el pelo revuelto y una montaña de papeles bajo el brazo. Siente por ese muchacho un relámpago de odio por todo lo que le gustaría que fuera y no es.

Marcelo la mira saliendo del café. No tiene dudas, definitivamente se le ha cruzado alguien. Se siente acongojado. Vanina es todo lo que él se ha imaginado en una mujer. Siempre creyó que terminaría casándose con ella, teniendo dos o tres hijos. Esto es algo totalmente inesperado. La mira cruzando la calle y desapareciendo entre la multitud que circula por la zona de Tribunales. ¿Es así como alguien sale de la vida de uno? El rouge dejó la impresión de sus labios en el pocillo de café. El día se inicia bajo la sombra de un amor que se pierde. La perspectiva de tener que afrontar los problemas de trabajo transmutan la tristeza en un formidable ataque de malhumor que lo hace saltar de la silla.

En cuanto entra en su despacho comienza a sonar el teléfono. Toma el tubo con violencia, se le escapa de la mano y cae a sus pies. Lo recoge, aún suena, pulsa una tecla como si fuese el disparador de la bomba atómica.

Lascano termina de ducharse. Se mira en el espejo. Todos los días le dedica unos momentos a esa herida que le adorna el costado. Es como una isla pálida en forma de media luna. Si la toca en el centro aún duele, en los bordes es absolutamente insensible. A cuento de no recuerda qué, una vez Fuseli le dijo que las heridas están para recordarnos que el pasado existió. Ahora, mientras se viste, siente que el pasado se le viene encima. En un rato estarán con Pereyra dándole un susto al hombre que ordenó su muerte. Nada menos que al temible Giribaldi, hombre repetidamente mencionado en las páginas del Nunca más. Famoso por dar a sus víctimas lecciones de moral picana en mano. Él había escrito en la pared de su sala de torturas: Si lo sabe cante y si no, aguante.