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LA Negra se había comunicado con Gelser y le había dicho que necesitaba verlo. La ansiedad por encontrarse con ella hizo que Miranda llegara una hora antes a la cita que había concertado a través del médico.

El Perro vuelve caminando las seis cuadras que distan desde la casa de los Napolitano hasta la avenida. En la esquina, con luz de acuario, brilla la pizzería Topolino. Se detiene un instante a contemplar la escena del Buenos Aires en Camiseta, de Calé, que se congeló en esta esquina de suburbio. Está atestada de familias, plagada de niños que creen que todo es broma y amenazan volcar las bebidas o mancharse. Todas las mesas están ocupadas, también la barra. Frente al mostrador se mezclan, incómodos y recelosos, los que piden de a porción y para llevar. Los mozos, con bandejas rebosantes de botellas, vasos, pingüinos y gaseosas hacen fintas entre la gente y las mesas en un prodigio de equilibrio que envidiarían los malabaristas del circo de Moscú. Entonces lo ve: tiene el pelo teñido de amarillo, se ha dejado crecer el bigote y lleva unos falsos anteojos de miope, pero es él. Chulo no había mentido. El Topo está sentado allí, a una mesa del medio, solo. Lascano da un paso atrás y lo espía parapetado junto a la ventana. En ese momento el mozo le baja una grande mitad mozzarella, mitad fugazza y una Quilmes Cristal de tres cuartos. Lascano se desliza dentro del local a espaldas del Topo. Se acerca al teléfono público. El tubo está destrozado. Va hasta la caja y pide prestado el privado. Marca el número del conmutador central.

Corta, murmura una puteada. Si lo puede evitar prefiere no hablar con Roberti. Se pregunta cómo se llamaba el cadete aquel que conoció en la práctica de tiro, pero el nombre parece haberse borrado de su memoria. El chico, que estaba a un par de meses de recibirse, lo había impresionado por lo serio. Le pareció que se tomaba esto de ser policía demasiado a pecho y sintió aprensión por él, por lo que la decepción le haría una vez que estuviera metido dentro del mundo policial. Demasiadas veces lo había visto: Muchachos que entraban llenos de ideales y terminaban convertidos en crápulas sin remedio. El pibe lo había buscado varias veces para pedirle consejo sobre sus asuntos dentro de la repartición y Lascano se los había dado lealmente, cuidando de no destruirle las ilusiones y al mismo tiempo procurando no ocultarle la realidad. El pibe debía saber que la Federal no es un jardín de infantes y que tiene zonas muy peligrosas. La última vez que lo vio, le dijo que lo habían destinado como escribiente en la delegación de Haedo. Pero ¿cómo mierdas era que se llamaba? Renuncia a tratar de recordarlo y marca el número. En el momento en que atienden el teléfono en la Delegación, recuerda el nombre. Habla sin dejar de vigilarlo.

El Topo está comiendo la pizza, con la mano, a lo sándwich, montando una porción de mozzarella cara a cara con una de fugazza. El Perro la come igual. Saca la pistola del cinturón y se la coloca en el bolsillo del sobretodo sin soltarla. Entra en la pizzería por la puerta que está a espaldas del Topo. Espera un instante. En el estrecho pasillo que llega hasta la mesa de Miranda, una mujer gorda trata de arrastrar al baño a un torito de seis arios que, berrea y patea como si lo estuviesen llevando al matadero. Cuando el camino está libre, cubre la distancia en tres pasos y se sienta frente a él. Saca el arma del bolsillo y le apunta directamente por debajo de la mesa. Al Topo se le ha congelado el gesto de llevarse el sándwich a la boca.

El Topo termina su bocado. Con gesto impaciente se limpia la boca con una servilleta de papel y rebusca algo en sus bolsillos. Lascano amartilla la pistola. Miranda registra el «clack» inconfundible del disparador.

Lascano ve a Maldonado entrando a espaldas del Topo y le hace un gesto con la cabeza. Mira el ticket que el mozo ha dejado en el vasito de las servilletas y pone debajo unos billetes.

Cuando salen a la vereda la algarabía del local se acalla y una brisa helada los envuelve. Maldonado se mantiene atento detrás del Topo con la .45 en la mano y lo mira a Lascano esperando una orden. Pero el que habla es Miranda.

Lascano le sonríe. El Topo mira alrededor como buscando un escape sabiendo que no lo va a encontrar. En cualquier momento se larga a llover. Cruzando la calle hay un quiosco de cigarrillos.

Lascano le hace una seña a Maldonado. Saca un par de esposas y el Topo pone las manos detrás de la espalda para que se las coloque. Caminan hasta el auto. Lascano le indica que se siente adelante. Maldonado se queda a dos metros del auto sin quitarle la vista de encima al Topo. El Perro cruza hasta el quiosco y compra tres atados de Marlboro Box y un encendedor descartable. Regresa. Maldonado espera, una vez que Lascano se sienta justo detrás de Miranda, toma posición al volante. El Topo, incómodo por las esposas, está sentado medio de costado.

Miranda pide permiso para fumar. Lascano le quita el celofán al paquete, lo abre, saca un Marlboro y lo enciende experimentando un poderosísimo déjà vu. Reprimiendo el intenso deseo de tragar el humo pone el cigarrillo en los labios del Topo. Miranda aspira una profunda bocanada que, al exhalarla, llena la cabina de humo y envuelve a Lascano como el recuerdo de una vida pasada.

Lascano lo escucha en silencio con media sonrisa. Maldonado le echa una mirada por el retrovisor.

Cinco minutos más tarde entran en la Delegación. Maldonado habla con el oficial de guardia y lleva al Topo a una celda individual. El ingreso no se registra en el libro de detenidos. Lascano y Maldonado salen juntos, suben al auto y van hasta la estación de tren. Al bajarse, el Perro le asegura que mañana vendrá a buscarlo.