19

EN el tren que lo lleva a Haedo, Lascano mira por la ventanilla y trata de recordar la dirección que mucho tiempo antes había leído en el prontuario de Eva. Por más que se esfuerza no logra acordarse del nombre de esa calle que tiene en la punta de la lengua. Sin embargo, con sólo ese dato difuso, y el traicionero recuerdo de sus conversaciones, había decidido ir en busca de los padres de ella. Sabe que la familia tenía un comercio, una zapatería que quedaba cerca de la estación. Viaja con la esperanza de que su olfato encuentre el rastro del amor perdido o del criminal prófugo. No se pregunta cuál sería su opción si tuviera que elegir uno u otro. Sabe que en la batalla entre la razón y la pasión siempre triunfa la pasión.

Baja del, tren y entra en un bar, se acomoda en el mostrador y pide un cortado. Lo atiende un muchacho joven asombrosamente parecido a Patoruzú. Muele el café, carga la dosis, la prensa, ajusta el manillar en la canilla y acciona el botón de descarga moviendo ambas manos a toda velocidad realizando acciones simultáneas y diferentes con una precisión pasmosa. El café está horrible.

El Perro atraviesa la estación en el momento en que dos trenes se detienen. El que proviene del centro descarga una multitud de gente que se atropella por salir del andén y corre a ocupar el lugar más, ventajoso posible en alguna de las interminables colas de los colectivos. Perpendicularmente a la estación, y en el eje de la sala de espera, por la calle principal, balconean las marquesinas de los comercios, compitiendo descarnadamente por acaparar la atención de quienes pasan. Camina lentamente por la vereda estrechada por las culatas de los autos estacionados a cuarenta y cinco grados. Las vidrieras están atestadas de basura importada. Lascano va mirando los comercios a uno y otro lado de la calle, tratando de recordar la dirección que había leído en el prontuario. Había algo particular por lo que tendría que recordarla, pero ¿qué era? Adelante un chico descalzo pega un alarido. El verdulero se vuelve a mirarlo mientras, a sus espaldas, un secuaz de seis años embolsa cuatro mandarinas y sale corriendo. Lascano lo mira pasar a su lado y le asoma una sonrisa triste y le viene a la memoria una frase que no sabe de dónde salió: el amor es fruta robada.

En la segunda cuadra lo ve. El negocio está cerrado y parece abandonado. Subsiste la gráfica que, en pretenciosa tipografía inglesa dorada, reza: «Zapatería Napolitano — Calzado fino para damas, caballeros y niños». Entonces, como una iluminación, se le abre en la cabeza el nombre de la calle: Nápoles. Ésa era la particularidad: la familia Napolitano vivía en la calle Nápoles.

Tiene suerte, la calle sólo tiene dos cuadras, podrían haber sido veinte. Pero dos cuadras son como cincuenta casas. También hay dos edificios, uno de tres pisos, otro de cuatro, pero los descarta. Eva siempre había hablado de una casa. ¿Había mencionado también un jardín al frente con rosales o se le confunde con el recuerdo de la casa de la familia de Marisa en San Miguel? Anda calle arriba por una vereda y calle abajo por la opuesta. Sólo tres tienen un espacio vacío al frente. En una de ellas lo han transformado en lugar para albergar un Renault 12 rojo impecable. Se detiene a mitad de una cuadra a mirar una casa de una sola planta que está retirada unos tres o cuatro metros de la línea municipal. Eso, que pudo haber sido un jardín, ahora lo cubre una carpeta de cemento alisado teñido de ocre. El frente de la casa está revestido con una cobertura que simula ladrillo a la vista. Lascano percibe que una mujer lo mira desde la ventana de la cocina. Cruza. La mujer desaparece de su vista. Cuando llega junto a la cerca la ve: una piedra Mar del Plata en la que se han cincelado dos nombres: Eva y Estefanía con las iniciales entrelazadas. La encontró. Toca timbre. Desde dentro le llega un ladrido agudo e histérico y el sonido de un televisor a volumen demasiado alto. No hay respuesta, sin embargo Lascano intuye que la mujer que estaba en la cocina ahora está detrás de la puerta. Es como si pudiera verla estrujando un repasador entre sus manos, muerta de nervios, sin decidirse a abrir. Toca una vez más, un timbre largo. La puerta se abre un poco y muy lentamente. La mujer se asoma apenas, el rostro dividido en dos por una cadenita de sujeción.

La puerta se cierra de un golpe. El perro comienza a ladrar frenéticamente del otro lado. Lascano atraviesa la tranquerita de la cerca y se acerca a la puerta.

Silencio. La puerta se abre lentamente pero esta vez de par en par. De las sombras de la casa emerge una mujer alta, de pelo canoso que le clava una mirada que Lascano ya conoce. Esta mujer tiene los ojos de Eva.

El perrito es de una raza indescifrable. Parece pariente lejano de caniche cruzado con motoneta. Huele nerviosamente los zapatos de Lascano y en un solo movimiento le abraza una pantorrilla con las patas delanteras y comienza a hacer frenéticos movimientos de copulación. Beba lo amenaza con el repasador. El animalito se retira unos pasos y se queda vigilándolos con ojos nerviosos. Está en silencio, pero todo él quiere ladrar, acecha cualquier distracción de su ama para asaltarle la pierna nuevamente. Otro gesto enérgico de Beba lo envía a paso cansino a una cucha de mimbre donde se queda a la expectativa. La sala está en semipenumbras. La casa está limpia y ordenada, pero en el ambiente pesa una sombra que pinta todo con una mano de desazón. Frente al televisor, con el rostro afantasmado por los rayos catódicos, el padre de Eva, en pijamas, sentado en un sillón floreado, mira absorto la pantalla. Los labios húmedos entreabiertos le dan un aire de perplejidad. No ha dado ninguna señal de haber advertido su presencia, no se ha movido y parece que ni siquiera pestañea.

El Perro la observa. Tiene cara de cansada, todos sus movimientos rematan en curiosos gestos de indignada resignación. Es una mujer grande que no ha perdido la gracia, ni las formas. Sigue siendo una mujer apetecible. Se vuelve y le pesca a Lascano la inconfundible mirada de macho sobre cuerpo de hembra. Está buena y lo sabe. En los ojos brilla un repentino y brevísimo fulgor que trae a Eva a ese momento en forma instantánea. Tiene sus mismos ojos verde brillante que cuando te mira parece que el dibujito del iris se pusiera a girar. Le alcanza el mate con media sonrisa y se sienta frente a él, siempre con el repasador en la mano.

Beba se pone de pie de un salto y da un golpe con el repasador sobre la mesa como espantando una mosca imaginaria. Le da la espalda, camina hasta la mesada de la cocina, se vuelve y se apoya en el mármol. Ese movimiento ha resaltado las formas de su cuerpo. Lascano contiene la mirada. Sabe que va a venir una andanada y aguarda a que la mujer lo fusile con las palabras, como ya lo hace con los ojos. De pronto se siente sofocado por el calor.

De los ojos de Beba saltan lágrimas duras, grandes, hay más rabia que pena en sus gestos, es un dolor cristalizado por los años que fue haciéndose cada vez más sordo, más hondo, más rencoroso. Lascano conoce perfectamente ese sentimiento, esa sensación de no tener nada por qué vivir, ese velo desgraciado que nos hace mirar un mundo en el que nada vale la pena ya, ni siquiera seguir respirando y se pregunta ¿qué es lo que sostiene a esta mujer, qué cosa la mantiene aún en la cordura, qué espera de la vida? Lascano se da cuenta de que, a condición de que haga la pregunta adecuada, la respuesta que pugna por salirle del alma no se hará esperar.

Lascano la contempla en silencio. El llanto que Beba no quiere soltar proyecta una sombra que la envuelve y en la que pareciera escucharse los ecos de las cámaras de tortura.