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MIENTRAS enfila Callao abajo hacia Corrientes, Lascano piensa que Pedro de Mendoza ha de haber desembarcado acá en una mañana como ésta. El cielo diáfano, el clima dulcemente instalado en los veintitrés grados y una brisa fresca y vivificante explican que hayan llamado a este paraje Santa María de los Buenos Aires.

Cruza la avenida, prefiere caminar por la cuadra de la plaza donde un grupo de hombres y mujeres practican tai-chi-chuán. Entre ellos hay una chica que, de espaldas, le recuerda a Eva. Tiene una sensación como de vértigo, en la que se combinan deseos y temores. Siente, también, la imperiosa necesidad de ser abrazado. Toma asiento en un banco y la observa. La muchacha rota en cámara lenta, parece que sus manos se apoyan en el aire y que su cuerpo ha pasado a formar parte de la atmósfera. Se inclina, como en una reverencia cortesana y extiende un brazo hacia adelante mientras la pierna flexionada se estira para dar un giro con el cuerpo que la pondrá de frente. Al hacerlo, el cabello le cae sobre la cara, ocultándola. Otra vuelta y nuevamente está de espaldas. Sabe que no es ella pero se queda a contemplar ese danzar bajo las araucarias de la plaza que acompaña el recuerdo: Eva atravesando la sala de su casa apenas envuelta en una toalla. Se volvió y lo miró a los ojos. A él le dio tanta vergüenza que se sonrojó, cosa que a ella la hizo sonreír sobradora. Tenía esa actitud desamparada y sin embargo era, es, un animalito salvaje. Podía llorar durante horas con el desánimo más absoluto para, revolverse repentinamente en su dolor y sacudírselo de encima como si fuese una alimaña y, revistiéndose de un poder asombroso, curarse las penas en una sesión de amor profunda y espesa. Esa mujer le hizo evidente el indestructible vínculo entre el amor y la muerte que nos empeñamos en ocultar tras baladas y madrigales.

Regresa a la plaza donde la chica ha dejado de bailarle a sus recuerdos, atravesado por la nostalgia de ese amor. Sentimiento que lo lleva de cabeza a la certeza de que eso ha sido siempre el amor para él: un evento que se pierde apenas se lo descubre. Piensa, se pregunta: ¿después de todo, no será así para todos? ¿No será que el amor se muere en cuanto se le pone nombre, en cuanto se intenta atraparlo, en cuanto queremos apropiarnos de él? ¿No será que el amor, si no mata, muere? Lascano siente que hay un grito, un aullido, un rugido de dolor que se la ha atragantado en el pecho y le estruja el corazón, que no consigue abrirse paso y escapar como la lava contenida de un volcán hasta llenar los cielos de cenizas y oscurecer la tierra para siempre. La muerte de sus padres cuando era un niño; Marisa, su mujer, muerta también en el momento en que estaban más enamorados y Eva, su símil, su doble, a la que amó tan brevemente pero con intensidad, ahora estaba perdida en el mundo. Una ráfaga atraviesa la plaza y lo despierta. Desea y teme encontrarla. ¿Quién es ella ahora, después de estos años? ¿Habrá tenido a esa hija de la que Lascano no es el padre pero que lo moviliza como si lo fuera?

El grupo de tai recoge sus cosas y conversa tranquilamente. El Perro se pone de pie y cruza en diagonal hacia la estación de servicio. Frente al Palacio Pizzurno una agrupación de hombres y mujeres, vestidos con guardapolvos blancos, reclama con pancartas, bombos y platillos que les suban el sueldo. Se ha permitido este breve interludio de pena para todas las cosas que tiene que resolver. Tiene que encontrar al Topo Miranda para hacerse del dinero necesario para salir a buscar a Eva. Recuerda que ella hablaba insistentemente de irse a Brasil, a Bahía. El mapa que estuvo mirando le reveló que, contrariamente a lo que creía, Bahía no es una ciudad, es una provincia y nada pequeña, por cierto. La búsqueda no va a ser sencilla, necesita más datos. Tiene que localizar a los padres de ella. Eva le había hablado de su infancia en Haedo… ¿o su cabeza había fabricado un recuerdo a la medida de sus deseos basándose en lo que había dicho Chulo? Lo cierto es que no va a ser fácil dar con Miranda ni con los padres de Eva, estén o no en Haedo. Pero éstas son las únicas pistas que tiene.

Al pie de las escalinatas del Palacio de Tribunales hay chicas disfrazadas con togas y tocadas con una copia en cartón de los sombreritos académicos. Reparten folletos de un programa informático para abogados. En el hall consulta el reloj, es temprano. Dobla por el pasillo hacia Lavalle, baja por la estrecha escalera hasta el subsuelo donde funciona el Cuerpo Médico Forense. En la recepción hay un tipo como de sesenta años, pero enérgico y parlanchín que masca chicle y gira su cabeza a uno y otro lado con movimientos de pájaro. Lascano lo encara poniendo su mejor cara de boludo.

Como si hubiera dicho una palabra mágica, el Pájaro deja de mascar, le clava una mirada inquisitiva y baja la voz.

Lascano siente que el mundo se detiene. ¿Está allí su amigo?

El hombre retoma su actitud de pájaro como si Lascano no estuviese más allí. El Perro entiende que es momento de retirarse, da media vuelta y emboca la escalerita por la que llegó. Regresa hasta el ascensor uno y se pone en la cola. Cuando lo llamó por teléfono el fiscal Pereyra le dijo que quería hablar con él del caso Biterman. Le llamó la atención esa voz joven que lo trató con mucha familiaridad, como si se conocieran y el hecho de que volviera sobre aquel caso que el Perro había investigado y que casi le cuesta la vida. A Biterman, un prestamista, lo había matado Pérez Lastra, un cajetilla venido a menos que le debía mucho dinero. El entregador había sido el propio hermano del prestamista. El cadáver fue dejado en un descampado junto a unos muchachos que fueron fusilados por el grupo de tareas que dirigía un amigo de Lastra, el mayor Giribaldi. Pero cuando Lascano destapó el asunto, el milico mandó a matar a su amigo y al hermano de Biterman, cargándose también a la mujer de Lastra y a un par de testigos, que estaban por ahí. Lo único que se le ocurría era que quisiera perseguirlo por su complicidad en aquella muerte. Muchas de las pruebas habrían desaparecido y, en el mejor de los casos, aunque era improbable, podría obtener una leve condena por complicidad y obstrucción de la justicia. Después de todo a Giribaldi lo único que podría probarle era que había ayudado a Lastra a esconder el cadáver pues era imposible seguirle el rastro a la banda de asesinos que él comandaba entonces.

Cuando entra en el despacho, el fiscal está dándole instrucciones a una jovencita de pelo liso vestida como para ir a una fiesta. El joven le hace un gesto amable y Lascano se queda pensando que las cosas están cambiando mucho. Estos despachos antes estaban poblados por funcionarios taciturnos y polvorientos, siempre vestidos de gris o marrón. Ahora, los que se jubilan le dejan paso a estos jovencitos entusiastas y multicolores. Se pregunta si el cambio será positivo. El propio fiscal parece un niño, o es él quien ha envejecido. Como si lo hubiera escuchado, Pereyra levanta los ojos y lo mira. En ese instante Lascano supo que se habían visto antes, pero no puede recordar dónde. Despide a la chica y no se priva de mirarla mientras se aleja, algo digno de verse. Al darse cuenta de que Lascano lo ha pescado levanta las cejas en un gesto entre inocente, cómplice y de disculpa. Le cae bien el pibe.

Como un flash ese rostro se le superpone la cara del pinche que acomodaba expedientes para el juez Marraco cuando él investigaba el caso Biterman.

A las seis clavadas, Lascano se acerca a La Giralda. Cuando está por entrar ve al hombre que lo había citado allí apoyado contra el quiosco de diarios, fumando un cigarrillo. Se acerca haciendo un esfuerzo tremendo para no pedirle uno.

La casa de Fuseli es una terraza enorme con un pequeño departamento de un ambiente en la esquina de Agüero y Córdoba. En cuanto abre la puerta el olor a humedad y encierro le da una bofetada. Está ordenado y quieto. Una película de polvo lo cubre todo uniformando los objetos con una pátina cenicienta. Cruza la habitación y abre de par en par las puertas-ventana que dan a la terraza. Sale. El cielo está frío, liso y brillante. En este lugar tuvo la última conversación con su amigo. Acá le explicó su teoría de las estrellas y los fantasmas. Fuseli decía que muchas de las estrellas que brillan en el cielo en realidad se extinguieron hace millones de años y que lo que vemos es la luz que aún viaja por el espacio. Sostenía que las personas también emiten una radiación. Y que, después de muertas, esa radiación sigue llegando hasta los vivos, como la luz de las estrellas muertas y que eso son los fantasmas. Lascano sacude la cabeza y le aflora una sonrisa dolorosa. Fuseli, cuando se fumaba uno de sus charutos, se ponía a dar cátedra. Contaba las cosas más disparatadas como si fuesen una revelación, algo importantísimo que uno no podía dejar de conocer, una verdad que está más allá de las miserias y pequeñas penas de todos los días. Te hacía sentir como un microbio, pero un microbio único y maravilloso. La cantina que estaba sobre Agüero ya no existe más, era un lugar terrible pero a Fuseli, que era un gourmet, inexplicablemente, le gustaba. Vení, vamos a la cantina que se come mal y es caro pero, eso sí, te atienden como el culo. Mira hacia adentro del departamento. Las huellas de sus pasos quedaron impresas en el polvo acumulado en el suelo. Son unas huellas perfectas en las que se puede leer la marca y hasta contar las rayitas de la suela de goma de sus zapatos. Al Perro se le figura que uno siempre debería mirar las huellas de los pasos que lo condujeron a este presente, a esta situación, cualquiera que fuese, venturosa o desgraciada, alegre o penosa. Y se pregunta, cómo se siente. La palabra que se forma en su cabeza es: abandonado. Lascano siente un escalofrío. Entra. Observa. Los cuatro estantes llenos de libros y fotografías. El hijo de Fuseli sonríe desde el marco negro, tiene la cabeza un poco inclinada y sostiene una pelota verde en la que están burdamente dibujados los continentes. En otra foto está él mismo, riendo, con Fuseli sentado a su lado, en medio de un grupo de hombres de la Federal, comiendo en una cantina de La Boca. Contempla esos rostros jóvenes a los que aún no rozó el ala de la muerte, el corrosivo hálito de las penas sin remedio. Toma por una punta el acolchado que cubre la cama y con un solo movimiento lo hace volar y caer al suelo levantando una nube de polvo que precipita al suelo en cámara lenta. Se acuesta en la cama, mira el techo. Se siente harto de este extrañamiento, de esta soledad, de escucharse los lamentos. Harto y con rabia y la rabia lo carga con nuevas energías y resuelve que ha llegado el momento de ponerse a buscar a Eva. Ésta es su versión de la teoría de Fuseli sobre las estrellas y los fantasmas: Nadie desaparece sin dejar un rastro, una huella. Quizás en este departamento pueda encontrar alguna pista del paradero de su amigo, pero antes quiere agotar cualquier otra posibilidad porque, al mismo tiempo, una especie de pudor le impide revisar sus cosas, despanzurrarle la intimidad, hurgar sus recovecos, inmiscuirse en las penas y alegrías ocultas, enterarse de sus placeres secretos, conocer las cosas que él optó por no revelarle.