SENTADO en la reposera, en ese balconcito que hizo construir con las maderas que habían quedado de la obra y que se había transformado en el lugar privilegiado de la casa, Fuseli deja caer al costado la Folha de São Paulo. Se quita los anteojos y espera a que sus ojos se adapten a la distancia. Pronto enfocan la playa: su mujer, recostada en su pareo observa a la pequeña Victoria construyendo un castillo de arena con Sebastião, el hijo de Leila. Las olas, el islote solitario, detrás, el mato de la serra que se detiene unos pocos metros antes del mar en una vereda áspera de rocas negras. Por el cielo corren apuradas nubes de lluvia. La cachoeira ruge encima de la ruta. A través de la ventana de la cocina le llega la cantiga que entona Leila y el aroma del aceite de dendé con que guisa su célebre moqueca de camarão. Piensa que la vida se ha puesto buena en este lugar. Este amor que ha encontrado no está hecho con la tela de las grandes pasiones, sino que ha sido bordado pacientemente con los hilos de la soledad enhebrados en las agujas del compañerismo, y abrochado con presillas de saudades. Un amor tolerante y quieto que no se cuestiona, pero que tampoco demanda, que se ha ido asentando en el día a día, que nunca se propuso otra cosa que este ser y estar, que siempre se supo provisorio sin resentirlo jamás y con una misión fundamental: darle a la pequeña Victoria esa felicidad de la que él y su mujer habían sido desterrados. Como sea, no se le quita nunca esta nostalgia de Buenos Aires. Un sentimiento, tanguero sin duda alguna, que lo avergüenza. El tango es algo que jamás lo atrajo, salvo los indudables tangos duros de Discépolo, las milongas de Borges, o las reas que canta Rivero, siempre en dosis homeopáticas. Ese orgullo autocondescendiente de las letras le parece de una horrorosa falta de pudor. Deplora su sentimentalismo facilongo, su efectismo barato y su moralina retrógrada, y, lo peor de todo, es que esas características son las que proclama orgulloso como sus máximas virtudes. Ahora, sin embargo, en muchas ocasiones se siente atravesado por una nostalgia que le suena como un bandoneón.
Las noticias de Buenos Aires son ambiguas. Alfonsín mandó a enjuiciar a los comandantes. Esa foto de los milicos juzgados por civiles, acusados por un funcionario gris y un pendejo barbudo, tratados como criminales, fue la primera, quizá la única medida de gobierno que lo hizo feliz en toda su vida. Pero, al mejor estilo radical, lo que escribió con la mano trató de borrarlo con el codo dictando las leyes de punto final y obediencia debida con las que pretendieron liberar a los subalternos de las consecuencias de las bestialidades que habían cometido. Al fin, nadie queda satisfecho. Ni los que reclaman justicia ni los militares carapintada. Hay rumores y ensayos de levantamiento, conspiraciones, malas señales. El presidente de la Nación asegura que la casa está en orden, pero hasta a él mismo le debe costar creerlo. La ilusión por volver quiere hacerle creer a Fuseli que es verdad.
El cielo se abre y deja caer un torrente de gotas gordas sobre la selva, sobre el mar, sobre la playa. Su mujer se levanta, les da un grito a los niños y los tres se encaminan hacia la casa a paso tranquilo. Acá la lluvia no es un acontecimiento del que hay que guarecerse, es un hecho de la vida que se derrama con toda naturalidad. Como la oscuridad. En el trópico la noche no llega, es un gigantesco baldazo de agua negra que, aunque sucede a diario, siempre cae por sorpresa.
Levanta la vista hacia el mato, piensa en la cantidad de vida que se arrastra por entre las raíces de las sambambaias, que vuela, que repta, que se camufla y se asemeja a pájaros disciplinados en las heliconias o que con paso de onza se abre camino entre las hojas de las bananeiras, grandes como orejas de elefante. Todo ese latido de pura animalidad, ese deseo de vivir, de reproducirse, de matar y morir, todo ese entramado de instintos, de aromas que demarcan territorios, ojos como rayos, aullidos frenéticos o dulces. Toda esa inquietud empapada por la lluvia. Los mil de rumores que pueblan esta tierra caliente en la que nuestros antepasados aún se andan por las ramas de donde, piensa Fuseli, jamás debimos haber descendido.
Volver. Pero ¿volver adónde?, ¿a qué? Si volviera deberá enfrentar el tema del trabajo. Le cuesta imaginarse nuevamente frente a la mesa de disección despanzurrando cadáveres para ver si dentro de ellos encuentra la clave de su muerte, las pistas que conduzcan a su posible asesino o liberen al sospechoso. Acá se ha hecho un lugar, un espacio que los locales le han abierto generosamente. A su consulta viene todo tipo de pacientes, es el único médico de un pueblo que no tiene hospital. En este lugar ha descubierto las penas y alegrías de trabajar con cuerpos vivos. Su trabajo como médico forense era, en muchos sentidos mucho más tranquilizador. Se trataba de ver qué era lo que el cadáver tenía para decir antes de ser descartado. Un cuerpo muerto no es más que un montón de información para investigar, decodificar, ordenar, sistematizar y registrar, pero el sujeto en sí ya no es nadie. No tiene esperanzas, no sufre, no desea nada, ha devenido objeto, es una cosa ya terminada que hace dócilmente su proceso de descomposición y regreso a la biósfera. Se lo ve, se lo estudia, se le empaqueta y se lo despacha hacia quienes deciden su destino. La intervención sobre esa carne muerta no genera ningún compromiso, ninguna responsabilidad, ninguna consecuencia, porque el futuro de ese cuerpo está ahora más allá de las posibilidades de la ciencia. Dado que el muerto evidencia nuestra condición de seres naturales sometidos a las leyes de la naturaleza y proclama nuestra impotencia ante la muerte, estamos siempre muy apurados por ocultarlos en tumbas, mausoleos y sepulcros. Ellos representan lo que no queremos ver de nosotros mismos. Los vivos, en cambio, exigen certezas, quieren que se les diga que todavía no les llegó la hora innegable de entregar el traje de piel y huesos. Desean, sienten, sufren y ponen en el doctor sus miradas esperanzadas, sus miedos, su desesperación, su dolor, lo hacen depositario de los secretos que los curarán o que los aliviarán. Siendo la esperanza un componente fundamental de todo proceso de curación, el médico debe actuar como si supiera, debe transmitir seguridad, confortar, dar fuerzas para librar la batalla contra la enfermedad, cuando en realidad lo que sabe es una mota de polvo en el desierto de lo que ignora.
Este lugar es la vida, mientras que Buenos Aires está para él, y para muchos otros, impregnada, contagiada por el honor y la muerte. Allí está enterrado su hijo, una herida que no cesa ni cierra. Allí quedó Lascano, su amigo del alma, tendido en la calle, baleado como un animal por un grupo de tareas. En sus empedrados aún deben resonar los gritos de los torturados, de los acribillados, de los jóvenes arrojados al mar desde los aviones y el llanto de padres, madres, amigos, amantes para siempre extrañados. Volver, ¿a encontrarse con qué?, ¿con quién? Los asesinos aún están sueltos y gozando de buena salud. Cuando piensa en su ciudad se le antoja que es un lugar en el que se ha hecho de noche para siempre y le parece una broma cruel que se llame Buenos Aires.