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CAMINANDO por la City, Lascano tiene una sensación de extrañamiento, como si la ciudad ya no le perteneciera, como si se hubiese apropiado de ella un gentío de trajes sin cabeza. Los invasores tienen alrededor de treinta años, combinan trajes oscuros con corbatas chillonas. Miran sólo al frente, hablan únicamente entre ellos, tienen cables incrustados en los oídos y no se apartan del camino así se les cruce por delante su abuelita moribunda. ¿Quién es toda esta gente, de dónde salieron todos juntos, qué les pasó? Salen de y entran en enormes edificios de cristal. Algunos cargan mochilas multicolor, muchos gastan barba de dos días, la mayor parte se parapeta detrás de grandes gafas de sol, todos están apurados. Son insolentes, hablan a los gritos y se llaman boludo unos a otros. Mientras camina por 25 de Mayo hacia el corazón de los negocios de la ciudad, la masa de boludos se hace más densa, más compacta. Controla la dirección que anotó en un papelito, es una de esas moles de vidrio. En la entrada hay dos morochos lustrosos embutidos en unos disfraces de sheriff con la estrellita y todo. Miran a todos los hombres como si quisieran boxearlos y a todas las mujeres como si estuvieran a punto de violarlas, pero nadie los mira a ellos, salvo los de su propia raza. Antes de los ascensores hay una serie de molinetes custodiados por uno de los cowboys. Lascano observa que todos los que entran lo hacen habilitando el paso con una tarjeta que llevan colgando de la cintura. Se le antoja que eso es la versión moderna del grillete de estos esclavos corporativos. El sheriff del molinete le indica con un gesto que debe dirigirse a un mostrador redondo que preside uno que parece el marshall de Dodge City, pero mapuche. Luego de un breve interrogatorio, y varias pausas, le entrega una tarjeta-grillete con la recomendación de devolverla al salir y un papel que debe solicitar le firme la persona a quien viene a ver. Ya no tiene dudas, está en una prisión. Le sonríe al custodio de los molinetes, pero el tipo no acusa recibo de modo alguno, debe de estar estudiando para boludo. La tarjetita le granjea el paso y se mete en el ascensor en el que ya se han ubicado cinco boludos silenciosos. Uno de ellos lo inspecciona de arriba abajo, pareciera preguntarse qué hace éste aquí. Finalmente el elevador lo vomita en un pasillo alfombrado, caluroso, alumbrado por unas pequeñas lamparitas incandescentes. En la pared hay un grabado enorme con el escudo del banco. Se dirige a la puerta y toca el timbre, en ese instante se enciende otra luz, sobre su cabeza lo enfoca una cámara minúscula de TV por circuito cerrado.

Al abrir la puerta nota que es mucho más pesada de lo que aparenta. Del otro lado lo está esperando una chica enfundada en un dos piezas azul que hace juego con el alfombrado y el entelado de las paredes. Es bellísima y, a pesar de su extrema juventud, hace rato que lo sabe. Debe de ser algo de familia. Lo invita a seguirla, demasiado consciente del efecto que produce el bamboleo de su culo al caminar. Deja, detrás de sí, una nube invisible de perfume importado en la que uno podría zambullirse y navegar hasta el destino. Con un giro de modelo en la pasarela, le indica unos sillones de auténtico cuero de Rusia del color de la sangre fresca y le pregunta si desea tomar algo. El Perro niega y se queda mirándola mientras se aleja rumbo a su escritorio donde se sienta, cruza las piernas y verifica que es admirada. Le dedica una ínfima sonrisa con sabor a plástico de alto impacto. Por encima del sillón en el que Lascano se ha acomodado hay una lamparita que parece haber sido puesta con el propósito de freírle el cerebro, la calefacción le calienta los pies a través de la alfombra, de alguna parte brota tenuemente la música funcional y, de vez en cuando, un piiip muy leve…

Abre los ojos, desde lo alto de sus piernas y de su torso la chica lo está mirando con una sonrisa. Se avergüenza. Si supiera que lo tuvieron esperando media hora estaría de mal humor.

El despacho domina las obras que se están realizando en los diques del puerto. Detrás, se extiende pardo, lento y traicionero, el Río de la Plata. Fermín está de pie junto a un tipo con el cabello de un blanco que encandila. Le está mostrando algo en un papel sobre el escritorio.

El canoso se pone de pie y le estira la mano mientras el Perro se acerca al escritorio de raíz de cerezo. En ropa no debe de tener menos de cinco mil dólares, sin contar los gemelos de oro, el reloj y las otras chucherías. Habla como alguien súper educado, acostumbrado a tratar con reyes, él mismo tiene el empaque de un rey. Sonríe como unas vacaciones en las Bahamas.

El Perro asiente con la cabeza. Makinlay toma el teléfono y habla con su secretaria. Un instante después entra la chica, coloca un sobre encima del escritorio y sale.

Fermín le entrega una tarjeta de visita, lo toma del brazo y lo acompaña hasta la salida.

En la esquina de 25 de Mayo y Mitre hay un bar que tiene una barra serpenteante para tomar café al paso. Está vacío, ya ha pasado la hora del desayuno y aún falta para el almuerzo. El Perro se sienta allí, pide un doble con leche fría y una medialuna. Mientras el pibe prepara el café se acerca al teléfono público y busca en las primeras páginas de la guía el número del conmutador central del Departamento de Policía. Mete una moneda en la ranura y disca.

Come la medialuna en dos bocados y se bebe el café en tres sorbos. Le cae como el castañazo de Látigo Coggi que durmió a Gutiérrez en el primer round. Cuando sale a la calle lo recorre un escalofrío. Va a meterse en la boca del lobo. Una vez más. Se siente harto de los riesgos, pero va igual.

Por una puertita lateral que hay sobre Virrey Ceballos, Sansone hace entrar a Lascano en el Departamento de Policía. Sansone es bajito y enérgico, un cascarrabias impenitente, pero un tipo derecho. Lo precede por pasillos ciegos, estrechos, húmedos y vacíos. Desembocan en una especie de recinto rodeado de rejas. Un sargento panzón se pone de pie al verlos y les abre una de las puertas de barrotes, la cierra tras de sí y encabeza la marcha de los tres hasta una puerta, la abre y les franquea el paso. Entran, el sargento regresa a su escritorio. Dentro de la celda hay un hombre con la cabeza vendada. Cuando la puerta se abre, se pone en guardia. El Perro lo conoce desde hace mucho, es el Chulo Benavídez, un asaltante de la banda del Topo Miranda. Está muy pálido y recorrido por un sudor frío. Tiene todas las señales de un tipo al que la han dado máquina.

El Chulo habla como en cámara lenta, pareciera que está a punto de ponerse a llorar. Trata de disimular el temblor de sus manos apretándolas fuertemente, pero no lo consigue. Lascano le hace una seña con la cabeza a Sansone y salen de la celda.

Unos minutos más tarde Sansone regresa y le entrega a Lascano un sobrecito de papel con el polvillo blanco.

Caminan unos pasos hasta donde el suboficial se adormece en su escritorio.

Medina saca un paquete medio arrugado de Particulares del bolsillo de su chaqueta y se lo alcanza a Lascano quien lo vacía sobre el escritorio. Los dos policías lo miran intrigados. El Perro extrae el papel metálico, lo coloca a un costado y vuelve a meter los cigarrillos dentro de la etiqueta. Sacude el papel metálico y con la mano le quita todo vestigio de tabaco. Lo alisa en el borde del escritorio, lo sopla, lo extiende con la parte metalizada hacia arriba y pone encima un poco de ácido bórico. Dobla el papel con mucho cuidado armando un pequeño sobre. Le da las gracias al sargento, le hace una seña al subcomisario y regresan a la celda. Lascano se sienta frente a Chulo, a un costado Sansone observa. El sobrecito en la mesa es un imán irresistible para los ojos del preso. Se revuelve en la silla. Lascano abre el pequeño envase dejando a la vista el polvo blanco.

El cuerpo entero de Chulo delata la urgencia que siente por aspirar cocaína. Nada le vendría mejor ahora que meterse ese anestésico por la nariz. Lascano lo observa atentamente, el preso sólo tiene ojos para el polvo, saca un billete flamante del bolsillo y comienza a enrollarlo en forma de canuto. Chulo comienza a desesperar, el Perro saca la tarjeta que le diera Fermín en el banco y con el polvo traza dos líneas paralelas e iguales sobre el papel metal.

El hombre lo mira y asiente con la cabeza. Lascano sonríe.

Lascano no necesita saber más y el Chulo no tiene más información. Se pone de pie. Al hacerlo simula una torpeza y tira el sobre, el polvo blanco vuela en el aire y cae lentamente al piso ante la mirada desesperada de Chulo. Lascano no advierte que se ha dejado la tarjeta de Fermín sobre la mesa.

Mientras se alejan por el pasillo resuenan las puteadas de Chulo contra Lascano clamando venganza. El Sargento camina hasta la celda y cuando abre la puerta los gritos cesan inmediatamente.

Todavía riendo, Sansone y el Perro salen juntos del Departamento y se van caminando por Entre Ríos en dirección al Congreso.

A la altura de Rivadavia se separan. Lascano continúa por Callao, en la cabeza le sigue resonando el nombre de Haedo. Ha recordado que allí era donde vivían los padres de Eva.

El sobre le calienta el pecho ahora a Lascano. Hasta unas pocas horas antes andaba solo, sin rumbo y sin guita. Ahora tiene los tres mil, un trabajo: encontrar al Topo Miranda y un deseo: reencontrarse con Eva. Siente que la vida comienza a cambiar de rumbo, que es posible que todos los reveses, la mala leche, se hagan a un lado y que comience una temporada de mayor ventura. Cosa rara, se siente optimista, sensación que es más fácil tener con tres mil mangos en el bolso. Pero esa sensación le despierta otra que lo lleva hasta un local medio oculto, en una galería de mala muerte en la calle Bartolomé Mitre, donde se puede comprar una pistola sin que se haga ninguna pregunta, siempre y cuando uno sepa cómo se pide.