SOLO. Perdido. Confundido. En la calle. Rodeado de extraños apurados. Buscado. Perseguido. Vestido de obrero y portando un maletín con una montaña de dólares desordenados. Intentando recobrar el aliento, la calma. Tratando, sin conseguirlo, de dominar los latidos de su corazón que lo aturden. Jadeando. Las sirenas de los patrulleros policiales rebotando en los edificios llenos de oficinistas decentes. La adrenalina espesándole la sangre, impidiéndole pensar, preparándolo únicamente para la huida o el ataque. La rabia nublándole la visión. Comprendiendo que este estado es su perdición. Ya sintiendo resquebrajarse bajo sus pies el último borde de la cordura, estalla un trueno y comienza a llover. Fuerte, con bronca, como si nunca fuese a parar. Una lluvia gruesa, feroz, de esas que parecen querer limpiar a la raza humana de la Tierra. De esas que disminuyen las prisas y aumentan las ansiedades, que destruyen las taperas y los cobijos de los miserables y arruinan las fiestas de los ricos. De esas que obligan a los trajes comprados en seis cuotas, a guarecerse bajo aleros y balcones y ponen a sus contenidos a mirar el cielo clamando por una tregua que no los haga llegar demasiado tarde al trabajo. El Topo Miranda, entonces, comienza a caminar bajo el aguacero. Refrescándose, retomándose, componiéndose. Piensa en la Negra. Como si ella le hubiese mandado esta tormenta para amainar su borrasca interior. Anda cuatro cuadras así, tranquilamente, hasta meterse en la boca del subterráneo. Deja pasar el primer tren. El andén queda momentáneamente desierto. Se coloca detrás del puesto de diarios, se quita el overol empapado y lo embute debajo del quiosco. Su traje está manchado de amarillo.
Al salir a la superficie, en Primera Junta, la lluvia se reduce a veloces agujas heladas. Se mete en una sastrería de medio pelo. Va dejando, ante la mirada sorprendida de los vendedores, un rastro de agua que bien podría haber sido de sangre.
En el vestidor se deshace de sus ropas manchadas, se calza nuevas y seca el maletín con las viejas. En esa reducida intimidad vuelve a colocarse el .38 largo a la cintura, saca diez billetes de cien dólares, se mete cuatro en un bolsillo y seis en otro. Hace un bollo con la ropa usada y lo deja bajo un taburete despanzurrado. Ignora al vendedor que lo atendió y camina resueltamente hacia la caja en la que hace cuentas un tipo con aspecto de lombriz. Es el encargado. La cara de alcahuete lo denuncia. Se acerca y pone seis billetes sobre el mostrador, separa dos, dos y dos.
Estos dos te pagan la ropa. Por estos dos me das doscientos australes en cambio. Estos otros dos son los que te cierran la boca.
Con un ademán le hace ver el arma.
Si alguna vez me viste, vuelvo y te mato. ¿Entendiste?
El Lombriz ve el negocio de inmediato, uno solo de esos Franklin paga la ropa y otro cubre la suma que este hombre le exige. Asiente con la cabeza y embolsa los seis billetes, con mano femenina, abre la registradora y coloca sobre el mostrador tres billetes de cincuenta y cinco de diez. Baja la vista a sus cuentas como si el Topo no estuviera allí. Nunca lo vio.
Adiós, señor, muchas gracias.
Miranda sale despacio. Por el camino descuelga un impermeable del perchero, le arranca la etiqueta con el precio y la arroja a un costado. Sale a la calle, trota hasta la esquina y con un empujón, le birla el único taxi libre a un jubilado.
¿Adónde, señor? Vos manejá. Ahora te digo.
En la radio están comentando el gol de Percudani que derrotó a los ingleses en Tokio. El chofer hace un comentario entusiasta al que Miranda no le presta ninguna atención.
Llevame a pasear. Menos al centro, donde vos quieras.
Lo mira por el retrovisor, justo a mí me tiene que tocar un pecho frío. Decide ignorar a su pasajero y se manda lento por Rivadavia, pegado al cordón de la vereda sumando su bocina a la algarabía general. Indiferente, el Topo mira la ciudad mojada mientras va tratando de figurarse: primero, dónde esconder el maletín con el dinero y luego, dónde ocultarse él mismo. El asalto fue un desastre, como siempre por obra de la casualidad. Un rati de civil, con ganas de salir en los diarios estaba en la cola de la caja 6. Su foto aparecerá en la edición de la tarde, en medio de un charco de su propia sangre. El tipo desenfundó su .45, pero con tanta torpeza que se le fue al suelo, a los pies del Chulo. No se explica por qué los gordos tienen fama de tranquilos. Chulo no pensó, le disparó directo al pecho con su .12 grande recortada, cuando no era necesario, el cana ya no estaba armado. Lo tenía dominado, pero le tiró igual. Los nervios. El botón pegó un brinco para atrás cuando los perdigones le reventaron el pecho y se desparramó por el suelo. La gente se puso a gritar como si los estuvieran matando a ellos. Entonces Chulo, para callarlos, disparó al techo. Al muy boludo se le cayó encima un pedazo de cielo raso del tamaño de una grande de mozzarella. Grillo, con el auto de escape a la puerta, en cuanto escuchó los tiros, puso primera y desapareció. El Topo ya estaba cargado, así que cerró el maletín y lo tuvo que sacar a empujones a Chulo que había quedado atontado por el golpe en la cabeza. En la puerta le indicó que rajara hacia una esquina, mientras él corría hacia la otra. En estos casos lo mejor es separarse. Mientras escapaba, el Topo alcanzó a ver que Chulo resbalaba, perdiendo la escopeta en la caída en el momento en que un patrullero se subió a la vereda, dos policías lo inmovilizaron y uno completó la tarea con una soberana patada en el cráneo. Lo último que ve de Fleco es que cruza la calle corriendo.
Una mierda, una verdadera mierda. Las cosas son así. Cuando uno lo tiene todo planeado y pensado hasta el último detalle, aparece la cosa imprevista y comienza un encadenamiento de situaciones que terminan por cagarlo todo. O, como decía su abuelo, cuando uno anda de culo, todos los nabos vienen de punta. Al menos, se había hecho con un toco de guita. Pero en este momento el maletín le pesa como una tonelada. Ahora hay que abrirse, encanutarse en algún lugar hasta que la cosa se calme. Algo que no va a suceder en lo inmediato. En el banco habían dejado un cana tendido y eso a los cobanis no les gusta, porque piensan que podrían haber sido ellos. No le tiene mucha confianza a Chulo si lo aprietan, cosa que da por descontada. Piensa en rajarse a Rosario, pero lo descarta de inmediato, el Loro Benítez había perdido una semana atrás y el Reverendo respira, siempre y cuando no lo desenchufen. Puta vida ésta que llevo. ¿Lía? No, Chulo la conoce.
Al bajar el puente de Avenida San Martín, ya había barajado y descartado casi todas las posibilidades de encontrar otro aguantadero. Decide regresar al que tiene con la esperanza de que nadie lo haya seguido en estos días. Cree que no, pero nunca se sabe.