13

MAISABÉ se apura, quiere salir antes de que llegue Leonardo. La campanilla del teléfono la impacienta, levanta el tubo, dice hola varias veces, pero nadie responde. Cada día se hacen más frecuentes esos llamados vacíos. Su marido dice que son los comunistas que han vuelto. Atraviesa la sala y se acerca a la ventana para ver cómo está vestida la gente, si hace frío o calor. Se asoma a la puerta del cuarto de Aníbal: está sentado a la mesa mirando las ilustraciones de un libro de cuentos. Tan pequeño, siempre tan serio, tan absorto en sus cosas, tan callado, tan indiferente. Le parece que ni siquiera registró su presencia, sin embargo, cuando ella la emprende por el pasillo, el niño, sin hacer ruido, se asoma y la mira entrar en su habitación. Camina cuatro pasos y se coloca en el lugar justo donde el espejo del perchero hace pandán con el del ropero, en el que Maisabé se está mirando. Saca una bolsa roja de papel y la vacía sobre la cama. Cae un envoltorio que contienen un juego de corpiño y bombacha rosados con encajes. Se queda un instante contemplándolos con una sonrisa. Deja caer la toalla, se pone el conjunto y se mira en el espejo haciendo con la boca un mohín que quiere ser sensual. El chico regresa a su habitación. Maisabé termina de vestirse. Del fondo de un cajón toma un pequeño frasco azul de perfume y un lápiz de labios sangre y mete todo en la cartera. Se pone un abrigo, llama a Aníbal. Salen del edificio. Sentado a una mesa del bar de la esquina, Leonardo Giribaldi los observa cruzar la calle y doblar la esquina rumbo a la parada del ómnibus que los llevará a la parroquia. No quiere verlos ni que lo vean. Paga el café, sale, cruza la calle y entra en el edificio.

Diez minutos después Maisabé y Aníbal entran en el patio de la parroquia. El padre Roberto, prefiere que lo llamen simplemente Roberto, está conversando con las otras madres. Como siempre que lo ve, Maisabé siente un estremecimiento y se sonroja. Él lo advierte y le dedica una mirada chispeante. Aníbal se suelta de su mano y camina hacia el aula, a la clase de catecismo, como si se dirigiera al cadalso. Graciela acapara la atención de Roberto parloteando como una cotorra rubia. Se dirige hacia ellos pero Leonor la detiene. Quiere invitar a Aníbal al cumpleaños de su hijo. Le entrega una tarjetita ilustrada con ositos de peluche y globos de colores. Roberto está vestido con jeans y camisa blanca. Los pantalones tienen botamanga, ya no se usa pero a él le quedan fantásticos. Maisabé se lo imagina desnudo y se imagina a sí misma, con su ropa interior nueva frente a él, debajo de él, encima de él. Como si la hubiera escuchado se acerca. A ella le tiemblan las rodillas. Roberto le toca el brazo levemente, la piel de Maisabé absorbe el calor de esa mano con la ansiedad de un desierto. Parpadea muy lentamente, en realidad quiere cerrar los ojos para escuchar mejor la música de sus palabras. Cuando los abre, lo único que ve es su boca. Un hilo de saliva, que se muere por saborear, brilla de labio a labio. Roberto la está mirando, profundamente, a los ojos. Graciela se acerca. Le toma la mano desfachatadamente y le dice que tiene que mostrarle algo. Roberto sonríe y se aleja con ella. ¡Qué estúpida fui! Cuando Roberto preguntó quién lo ayudaría a organizar la kermés, Maisabé estaba tan ensoñada como ahora y Graciela le ganó de mano. Ahora esa perra tiene la excusa perfecta para verlo cinco veces por semana. Con todo el apurón, se olvidó de perfumarse y de pintarse los labios. Ahora es muy tarde, ahora no corresponde.

Se sienta sola en uno de los bancos de patio y mira y mira la puerta cerrada de la sacristía. Sueña. Al rato la puerta se abre y salen. Ella tiene el pelo un tanto revuelto, un poquito, casi nada, la hebilla del cinturón de Roberto está desplazada un poco hacia la derecha. Se pregunta si habrán estado manoseándose y de inmediato la escena se representa en su mente. Ellos sobre el escritorio de roble, rodeados por las imágenes dolorosas de los santos tocándose apasionadamente, besándose con lenguas serpenteantes, metiéndose las manos entre las ropas, jadeando y, repentinamente, oh sorpresa, se ve a sí misma en la escena, acercándose y metiéndose en medio de esos dos cuerpos que aprietan el suyo… Abre los ojos, percibe que la bombacha nueva está humedecida. Del otro lado del patio, Roberto la está mirando. Siente que los colores le arrebatan la cara, baja la cabeza y finge buscar algo en su cartera donde lo único que ve es el lápiz de labios.

Los chicos salen del aula y corretean por el patio dando gritos de pájaro. El único que no participa es Aníbal. Se acerca a ella mirándola como si supiera. Las madres rodean y escuchan atentamente al cura que les habla sonriente con gestos pausados y serenos. Maisabé saluda con mano triste y va hacia la salida. Roberto se disculpa y la intercepta. Mira a Aníbal, le acaricia la cabeza tiernamente. Maisabé se detiene en esos dedos voluptuosos que se demoran en, los cabellos del niño. El niño tiene un veloz gesto de rechazo.

El chico los mira totalmente desinteresado y se aleja.

Los ojos de Roberto brillan como si todo el tiempo le hubiera estado leyendo los pensamientos. ¿Será que ella se lo imagina?

Roberto le roza la mano y sonríe. Ella asiente rápidamente con la cabeza y se aleja hacia la puerta. Camina con la misma sensación de estar levitando que tuvo aquella vez cuando lo conoció.

Aníbal mira por la ventanilla del colectivo. Observa a la gente que anda por la calle. Juega, busca.

A su lado, Maisabé, feliz y muerta de culpa por lo que está sintiendo, tiene la mirada perdida por el suelo. El ómnibus comienza a llenarse. Ella observa el juego de pies de los pasajeros que se van apretando en el pasillo, los cuerpos rozándose, frotándose al ritmo de la marcha, los frenazos, los baches. Se siente agotada. Mete la mano en el bolsillo, donde siempre lleva el rosario y lo va haciendo circular con los dedos como cuando reza, pero no lo hace, simplemente lo usa para calmar el temblor de sus manos o, al menos, para disimularlo. Lo que quiere es pensar en Roberto.

Despierta. Aníbal jamás le ha dicho mamá, ni Maisabé, como la llaman todos, ni siquiera María Isabel, como fue bautizada. La llama María a secas. Tiene algo con los nombres, a Giri tampoco lo llama papá o Leo. Le dice Giri, como sus compañeros del ejército, o señor, como sus soldados. Cuando los adultos le preguntan cómo se llama, él no contesta, se hace el sordo o la mira para que ella responda. Sin embargo, se ha enterado de que cuando otros chicos, en la escuela o en la parroquia, le preguntan su nombre, dice llamarse Juan. Ella quiso saber por qué, él lo negó. Siempre hace todo lo que le piden, obedece sin chistar, sin quejarse, como si su vida dependiese de ello. A los dos años, cuando se le pedía un beso en media lengua decía: se terminó, a los cuatro comenzó a vestirse solo, a los seis ya decidía la ropa que se pondría. Todo lo quiere hacer por sí mismo, parece molestarle que quieran ayudarlo. En la escuela le va bien, no es el mejor alumno ni el peor, se sitúa eficientemente en una medianía que lo protege de la mediocridad de sus maestras. Juega bien con los compañeritos y es bastante popular, cosa que extraña a las docentes porque siempre les oculta la risa y la sonrisa a los adultos a quienes mantiene constantemente bajo estricta vigilancia. Muchos de ellos se sienten intimidados por esa mirada que pareciera metérseles adentro y revolverles todos los secretos.

Mientras tanto, Giribaldi abre el cajón, despliega una franela color naranja, saca una caja de madera, la coloca sobre el escritorio y la abre. Allí reposa la Glock 17 negra con su Storm Lake Barrel, su cargador de diecisiete proyectiles. Coloca junto a ella el kit de limpieza con sus cepillos de bronce, sus paños de limpieza, la botellita de Spec 357 que ya casi se va terminando. Coloca la pistola sobre la franela. Pulsa el botón que libera el cargador, quita todas las balas y las va colocando una junto a otra como si fuera una fila de soldaditos. Descorre el cerrojo y se asegura de que no haya una bala en la recámara. Quita el cañón y la corredera dejando a la vista el resorte de carga. Con un destornillador de relojero empuja hacia abajo el espaciador plástico. Se calza los anteojos de leer. El siguiente paso requiere gran cuidado porque el resorte está en tensión máxima. Cuando descorra el seguro tenderá a salir disparado hacia su cara. Puede vaciarle un ojo tranquilamente. Esto no es un juguete, es una máquina de matar y esa condición está presente en cada uno de sus mecanismos. Giri manipula el fleje con total precisión. Luego quita el percutor, retira el espiral de extracción de cápsulas servidas, presiona y sostiene el pequeño botón plateado del seguro. Hace rotar el extractor hasta que sale de la corredera, retira el botón de seguridad. Alinea todas las partes y observa el despiece ordenado. Una gota de sudor cae de su frente y dibuja un sol escolar en la tela naranja. Ahora el arma es inocente, incapaz de hacer daño alguno. Si alguien atacara en este momento no podría defenderlo, las partes sueltas no constituyen un riesgo para nadie. Liberada de las tensiones que la habitan no es más que una colección de piezas de acero empavonado diseñadas para que encajen unas con otras perfectamente. Con dedicada parsimonia, utilizando sus pequeños cepillos embebidos en líquido limpiador, la repasa una y otra vez. Lubrica las partes móviles y, con los pañitos, le quita todo excedente de aceite. Ahora viene la parte que más le gusta. Mira unos instantes las piezas limpias y lubricadas sobre la franela para memorizar su ubicación, pone en marcha el cronómetro de su reloj de pulsera, cierra los ojos y arma la pistola a toda velocidad. Abre los ojos, mira el reloj, dieciocho segundos, sonríe. Toma el magazine, lo coloca sobre la mesa. Pule con la franela los proyectiles uno por uno y los va insertando en el cargador. Cuando está completo, lo encaja en la empuñadura con gesto enérgico. Aun cuando una pistola nunca pierde su poder intimidatorio, es cuando está armada y cargada que se reviste con toda su capacidad destructiva. En su mano, apuntándola a la cabeza de las personas en las fotos: el general Fain Jean entregándole un diploma, su padre, él mismo de cadete, Maisabé vestida de comunión, Aníbal con cara de culo en la playa. El arma se siente liviana y fuerte, poderosa. La amartilla, está lista para disparar, este es el momento del paroxismo, un ínfimo movimiento del dedo medio que reposa sobre el sensible gatillo separa de la eternidad a quien ose desafiar o desobedecer. El único poder verdadero es el de vida y muerte sobre los demás.

Oye el ascensor deteniéndose, las puertas al abrirse y el sonido de las llaves en la cerradura. Por la puerta de su escritorio pasa Aníbal que lo saluda con un hola sin mirarlo. Tres segundos más tarde, Maisabé se enmarca en la puerta. La Glock reposa en su falda fuera de su vista.

Al entrar en la cocina tiene un ataque de rabia silenciosa contra su marido. El resto de un sándwich de jamón sobre la mesada de la cocina se ha convertido en una masa inquieta de hormigas famélicas. Maisabé odia a esos bichos que, en los años que llevan viviendo en este departamento, no ha conseguido exterminar. Toma una olla pequeña, abre la canilla de agua caliente y la coloca debajo. Con un rugido de entrecasa, las llamas del calefón le tiñen el gesto de azul y, al calentarse el agua en su interior, las serpentinas emiten un quejido lastimero. Mientras la cacerola se llena observa a las hormigas viniendo y yendo con miguitas, moviéndose velozmente hacia y desde la comida, encontrándose y deteniéndose brevemente, como a conversar. Las domina un ordenado frenesí. Coloca la olla junto a la mesada y con un trapo rejilla arrastra al conjunto de sándwich y hormigas dentro del agua caliente. Los insectos dejan de moverse en el instante en que tocan el agua. Ella, sin embargo, puede tocarla sin quemarse demasiado. Arroja el agua con las hormigas a la pileta, toma los restos de pan y jamón mojados y los tira al tacho de basura. El chorro de agua caliente se lleva los cadáveres y el trapo amarillo acaba con las que quedaron dispersas y desorientadas, como atontadas. Una última hormiga camina en círculos por la mesada. Maisabé la mira y, cuando finalmente decide un rumbo, la aplasta con un dedo que le transmite el crac que hace el exoesqueleto al quebrarse. Mira los despojos pegados en su pulgar, los jugos interiores derramados en la yema y siente la tentación de comérselos. Se limpia con agua. Saca la tabla y pone una tajada de carne encima. Con el martillo de madera la golpea y observa las pequeñas puntas rompiendo y haciendo sangrar las fibras.

Su mente viaja al futuro cuando Giribaldi ya haya muerto, Aníbal ido y Roberto… ¿quién sabe? Se imagina sola en el mundo, sola en la vida, adoptando la primera, única y última resolución libre: tomarse el frasco entero de píldoras para dormir. Con su ojo mental se ve vieja, acostándose a morir en su cama. Se ve muerta. Las hormigas, en paciente procesión, vienen a devorarla. Su cuerpo será la comunión de estos seres infatigables que sólo cuentan con el Dios del hambre. Cuando la encuentren no quedará de ella más que los huesos pelados, porque la carne habrá pasado a formar parte de ese ejército odioso de seres minúsculos y obedientes que permanecerán en la casa para atormentar a sus próximos moradores como ahora lo hacen con ella. Al final, quienes van a triunfar serán las hormigas, no importa cuantas hayamos matado.