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MIRANDA vino esta mañana hasta el barrio de las casas baratas de Villa del Parque disfrazado de obrero de la construcción. Recostado contra el paredón del corralón de materiales vigila la casa donde viven su mujer y su hijo. Está sentado en la vereda con las piernas cruzadas y el casco amarillo metido hasta los ojos. El primero que sale es Fernando, su hijo. Se va para la facultad. Al Topo lo acongoja y lo alegra ver cuánto ha crecido ese muchacho que hasta ayer no era más que un pibe. Por alguna razón que no alcanza a discernir, está demorando su encuentro con él. Fernando saca un walkman y lo enciende. Mira la pantallita unos instantes y luego lo guarda en una pequeña cartuchera que lleva abrochada al cinturón. Miranda piensa que a esa edad lo que él llevaba a la cintura era un fierro. Espera. Hasta ahora no ha habido ninguna señal de otro tipo rondando. Ni de día, ni de noche cuando Fernando sale y ella se queda sola. En la habitación del primer piso a eso de las diez se enciende la luz azul de la tele, en menos de una hora ya está apagada y no pasa nada más en toda la noche. La Negra sale muy poco, únicamente para hacer compras. A veces, por la tarde, la visita Pelusa, la vecina que vive en el Pasaje El Lazo y se quedan tomando mate en la cocina.

Susana sale, camina hacia Jonte. Miranda se pone de pie y la sigue. La mira desde atrás, con su vestido floreado. Sabe bien lo que hay debajo de esa inocente ropa de ama de casa. Se ha pasado añorando ese cuerpo todo el tiempo que estuvo guardado y ahora lo tiene allí tan cerca. Planea aparecerse mañana a ver qué pasa. No hay otro macho, está seguro.

Escala en el almacén y en la verdulería. Cuando entra en la carnicería, Miranda continúa caminando hasta la parada del colectivo. El reflejo del sol en la vidriera de La Vaca Aurora no le permite ver lo que pasa adentro, pero desde allí tiene bien vigilada la puerta.

Cuando entra, Pepe levanta la vista y le sonríe. Ella baja la mirada y espera a que termine de despachar a la vecina. Desde que enviudó la mira distinto. Siempre le da la sensación de que está a punto de decirle algo, pero no se anima. Se conocen desde hace muchos años, sabe quién es el marido de ella y quizás eso lo asuste. Antes de que muriera su mujer era más atrevido, a todas las piropeaba y les echaba miradas pícaras. Ahora se lo ve más contenido, debe sentirse en peligro. A través del vidrio curvo de la heladera-exhibidor, Susana lo mira trabajar. Clava la bola de lomo a la tabla de madera con ese cuchillito que ya casi es puro mango. Con movimientos veloces y orgullosos asienta en la chaira la cuchilla nueva. Apoya la mano plana contra la carne y va cortando las milanesas con precisión profesional, todas parejas, todas del mismo ancho y van cayendo graciosamente en una pila ordenada que remeda la forma original del corte. ¿Un kilo, me dijiste? Se lo pregunta sólo por hablarle, sólo para que lo mire, sólo para que sus ojos se encuentren. Ella lo mira fugazmente y asiente con la cabeza. ¿Se animará algún día a decirle algo, a invitarla? El cree que no lo va a aceptar, pero la sigue invitando con los ojos. La sigue invitando cuando la balanza acusa kilo y cuarto y le cobra sólo uno. Ya ella la halaga, la hace sentirse linda, deseada, le gusta. Y sale con su pollera campaneándole sólo un poquito más que lo normal y llevándose los ojos del carnicero prendidos en ella.

Vestido y arreglado, por la noche, Miranda llega a la casa y espera tranquilamente hasta que la puerta se abre y Fernando sale a la vereda. La Negra lo despide en el umbral desde donde se queda mirándolo hasta que desaparece por la esquina. Entonces el Topo cruza y toca el timbre.

Ambos piensan que hay cosas a las que, por más vueltas que se le dé, no tienen remedio.

Mientras la Negra le prepara una picada en la cocina, Miranda observa que tiene puestos los zapatos de taco alto. Lo estaba esperando. Sabía. La Negra siempre sabe. Ésta es la mujer que quiere, éste es el cuerpo que desea, que le hace juego, con el que calza perfectamente, con quien se siente uno y dos. La memoria le devuelve todo lo que ahora oculta el vestido floreado, ajustado, algo atrevido, insinuante y recatado a la vez. Miranda sabe que cuando ese vestido se suelta, aparece la otra Negra. La sabia, la ondulante, la entregada, la que no le hace asco a nada y es capaz de gozarlo sin cesar y de llevarlo a la mayor altura de la excitación para luego bajarlo suavemente, una y otra vez, cuantas veces quiera, conduciéndolo del valle a las montañas con manos seguras en las curvas escarpadas, bordeando osadamente los precipicios hasta que por fin lo suelte y lo deje venirse en ella, plena, abierta, al borde del desmayo, feliz y amada. No se imagina nada mejor en el mundo que acabar en sus brazos. En su vida Miranda ha conocido a muchas mujeres, pero a ninguna con la generosidad que ella tiene en la cama. Es capaz de darlo todo porque ella es una de esas raras mujeres que encuentra su placer en el placer del otro, su felicidad en la de su compañero.

En la cocina se hace silencio. Uno de esos silencios matrimoniales que se quedan flotando en el ambiente como las emanaciones venenosas de un pantano. Un silencio incómodo, penoso, en el que se sintetizan todas las frustraciones del pasado y se hacen presentes todos los desengaños, todas las penas y una amnesia en la que se desvanecen todas las alegrías que alguna vez compartieron. La Negra lo está mirando como si estuviera detrás de un vidrio o a mil kilómetros de distancia y lo que siente es miedo. Miedo de sus sentimientos, miedo de arrepentirse, de lo que va a decir y, más que nada, miedo de seguir sintiendo miedo. Siente que aún no tiene las palabras que quiere decirle a este hombre que ama tanto. Se siente seca, seca y cansada. Su voz ruega:

Esas palabras que señalan la posibilidad de que un día la policía lo mate a tiros hacen eco en la propia certeza de su destino, ésa que normalmente consigue tapar. También entiende lo que la Negra no dijo, pero el mensaje queda flotando como una severa advertencia. Si tal cosa llegara a ocurrir, ella dejaría que lo entierre la municipalidad, no volvería a hablarle de él a su hijo y, cuando su carne se desprendiera de los huesos y desapareciera, lo que quedara iría a parar al osario común, sin una flor, sin una lágrima, sin nada. Esto, se le figura al Topo como algo peor que la misma muerte. La vida que lleva lo mantuvo mucho tiempo alejado de su hijo, eso es lo que más le duele de su oficio de asaltante de bancos. Por encima de la pena que le da la situación, él mismo no se podría perdonar ser borrado de la memoria de Fernandito.