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DESDE que despertó está dando vueltas por la casa sin rumbo, como desorientado, como si no consiguiera ordenar sus actos y es finalmente el reloj el que le dicta el orden en que debe proceder. Tiene que vestirse, rápido. Detesta estar apurado. La noche anterior Vanina le había propuesto desayunar. Para ella siempre «tenemos que hablar». Siempre meta que dale con la relación, con el vínculo. A Marcelo le parece que tantos años de psicoanálisis terminaron por envenenarle el lenguaje y que hubiera «tenemos que hablar» con tanta frecuencia no le parece de lo más saludable, para ella, en cambio, es lo más normal del mundo.

Con el portafolios encajado entre las piernas termina de ajustarse la corbata en el ascensor. La calle lo recibe con un embotellamiento brutal ejecutando una atronadora ópera de bocinas e insultos. Porteños al volante, una plaga. Mira el reloj, calcula que va a llegar no menos de diez o quince minutos tarde. Sabe que Vanina lo esperará, pero sólo para manifestarle todo su enojo, odia su impuntualidad, algo que ella nunca se permite y que cree la habilita para abusarse de tener razón. Para colmo quiere llegar temprano a la fiscalía, tiene un montón de cosas que hacer pero como no las anotó, teme olvidarlas. La noche anterior, en el viaje de regreso de la casa de su madre, se sintió iluminado respecto del caso Biterman. Como una revelación se le habían figurado todos y cada uno de los pasos que debía dar y también el orden en que debería darlos, tan importante como las acciones mismas. Se dijo que lo iba a anotar en su libretita gris en el viaje al encuentro con Vanina, pero el embotellamiento es tal que decide ir caminando. Para colmo, sabe que Vanina viene con un planteo, con un montón de preguntas sobre la intimidad que comparten y qué pensás hacer y que se pondrá a enredar la madeja hasta que no se entienda nada. Cuando llega a la 9 de Julio el semáforo cambia dejándolo encallado en la vereda. La avenida ruge como un tsunami de lata. Vigila al hombrecito del semáforo que comienza a titilar. A menos que uno corra, a la avenida más ancha del mundo no se la cruza de una vez. Así que Marcelo la atraviesa corriendo y sigue corriendo hasta la esquina de Corrientes y Uruguay, donde Vanina lo estará esperando con una piedra en cada mano. Su pasado reciente de rugbier le da el entrenamiento necesario para hacer esas cuadras a mil esquivando a la fauna tribunalicia de la hora, muchos de ellos apurados también antes de las «dos primeras». Media cuadra antes de llegar a El Foro detiene la carrera y recorre el camino que queda a paso tranquilo, respirando rítmicamente a fin de recuperar el aliento. Trata de localizar a Vanina a través de las vidrieras, pero no la ve. Entra, la busca con la mirada por las mesas en las que abundan los cafés, las medialunas, los cigarrillos, los diarios y los papeles jurídicos. Ella no está. ¿Habían quedado allí o en Ouro Preto? No, era acá, está seguro. Una abogada joven, vestida con un trajecito azul a rayas blancas, muy ajustado, se pone de pie despertando una ola de miradas avariciosas. Pasa a su lado, sus pechos empujan la unión de su camisa blanca, tensionando los ojales y produciendo un pliegue por el que se entrevé el primoroso encaje de su corpiño. Deja tras de sí un halo de perfume dulzón que cualquiera le perdonaría en homenaje a la arrolladora habilidad de sus caderas para deslizarse entre las mesas. Marcelo se sienta en la silla que acaba de dejar. Siente en el culo el calor que el cuerpo de esa mujer fantástica le ha contagiado a la cuerina.

Pide un cortado y saca su libretita gris. Agradece que a Vanina se le haya hecho tarde. Eso le da la oportunidad de hacer las anotaciones que quiere y lo libera de, al menos, los reproches por su consabida impuntualidad.

Veinte minutos más tarde entra en su despacho. Levanta el teléfono y llama a casa de Vanina. Ocupado. Se quita el saco, lo cuelga, abre el portafolios, saca el sobre del caso Biterman, la libreta gris y el libro de Kelsen y los coloca sobre el escritorio, se sienta, llama nuevamente a Vanina. Sigue ocupado. Abre la libreta, toma el teléfono, marca con la puntera de goma de un lápiz Pelikan amarillo y negro.

Marcelo se queda mirando la dirección y el nombre que acaba de anotar en su libreta gris. Es la misma a la que fue a llevarle el sobre a Giribaldi. No cree poder probar toda la cadena de muertes que el militar produjo para tapar el embrollo, pero piensa utilizar la información para presionarlo y sacarle datos sobre el paradero de varios niños apropiados durante la dictadura. Hay tres piezas que pueden ponerle el moño a todo el tema. Una: recuperar el arma que el asesino de Biterman había empeñado en el Banco Municipal. Tiene todos los datos en el sobre. Dos: Entrevistarse con el testigo que estuvo chupado en Martínez. Tres: Encontrar a Lascano.

Se deja caer contra el respaldo de su silla, se coloca la punta del lápiz entre los dientes. Se siente feliz porque sus investigaciones han encontrado un rumbo pero esa sensación es reemplazada rápidamente por otra: la repugnancia que le da sentirse contento por desarmar casos que son un verdadero asco. Entonces se acuerda de Vanina, levanta el tubo y disca el número de la casa de sus padres.