HAN pasado dos días desde que Ramona lo dejó en una pensión de Chacarita con unos pocos australes, una caja de analgésicos y unas cuantas recomendaciones. Dijo que lo llamaría o vendría, pero no volvió a saber de ella, ni tenía cómo ubicarla. Esta mañana el dueño vino a preguntarle si se iba a quedar porque tenía otro interesado en la pieza. También le dijo que había que pagarla por adelantado.
Cuenta el dinero que le queda. Tiene que hacer algo y tiene que hacerlo ya mismo. Se zampa tres analgésicos, se viste y sale sin una idea clara de adónde ir ni qué hacer. Camina, va por las calles tratando de reconocer esta Buenos Aires que brilla con plástico fulgor. El Plan Austral es, en el fondo, lo mismo: una repetición de la era de la plata dulce. Liberados del terror de Estado, los consumidores están de fiesta, los funcionarios se rasgan las vestiduras hablando de democracia y la mayoría dice que nunca se enteró de las atrocidades cometidas por los militares. El dólar vale menos que el austral y la gente anda apuradísima por adquirir los últimos juguetes importados que quedan. Los comercios sólo consiguen parecer una mala imitación de las tiendas norteamericanas baratas. Una frenética compulsión a la compra es estimulada por la certeza inconsciente de lo volátil de esta prosperidad. Sin embargo, por las rajaduras de este decorado complaciente, ya están asomando a la fiesta los rostros del hambre y de la miseria que nadie parece querer contemplar. Los capitanes de las empresas financieras, mientras acumulan intereses, roen sin descanso las patas del sillón de Rivadavia donde, a caballo de su imagen de campeón de la democracia, duerme Alfonsín.
Va en dirección al centro. Piensa en acercarse al Departamento, le queda un amigo en la Sección Prontuarios, pero le parece que puede ser peligroso acercarse. Si los Apóstoles habían matado a Jorge, él mismo puede estar en la mira. El susto de Ramona cuando se enteró y la forma en que se había deshecho de él sólo podía significar que estaba marcado. No se lo dijo claramente pero estaba implícito, quizá fuera paranoia, pero entrar en el Departamento por la puerta principal no le parece la mejor manera de averiguarlo.
Camina hasta pasada la una. Se sienta en un banco de la Plaza Lavalle. El efecto de los analgésicos comienza a disiparse y la herida del pecho a doler, menos sin embargo que el día anterior y más que mañana, piensa Lascano en un sorprendente arranque de optimismo.
A pocas cuadras de allí fue el tiroteo, el día que vio a Eva por última vez. En un banco cercano él había contratado una caja de seguridad en la que había depositado veinte mil dólares. Eva había encontrado ese dinero por casualidad en la casa donde se había escondido de los milicos que la buscaban. Cuando se levantó el avispero con Giribaldi y su grupo de tareas, fueron juntos a recoger el dinero para escapar, pero los gorilas de Giribaldi lo localizaron en la puerta del banco y allí fue cuando él la ligó. Lo último que vio fue a Eva escapando del lugar. ¿Habría llegado a sacar el dinero? Quizá sí, quizá no. En una de ésas el tiroteo no dio tiempo y tuvo que escaparse sin la plata. Piensa que es una idea desesperada que le dicta la necesidad, pero tampoco se le ocurre otra cosa. En el banco trabajaba un tal Fermín, alguien a quien conoce. Decide ir hasta allí, está a sólo un par de cuadras. Cuando llega comprueba que en el lugar hay un banco. Pero el recuerdo es distinto, aquél era de una severidad soviética y tenía otro nombre. Entra de todos modos. Las cajas están al fondo, medio al alcance de la mano, los despachos desaparecieron haciéndole lugar a escritorios separados por mamparas alfombradas, las chicas que atienden son muy jóvenes y están vestidas con uniforme de pollera y saco que remedan los trajes de los hombres de negocios, pero con un toque de erotismo light. Antes los bancos se asemejaban a cárceles, ahora son una mezcla de quilombo con boutique. Por todos lados hay afiches que muestran a hombres y mujeres jóvenes, sonrientes y prósperos ofreciendo «paquetes» de nombres rimbombantes que incluyen: cuentas, tarjetas de crédito, préstamos para la vida que usted se merece. Todo cuidadosamente ideado para «empaquetar» al cliente, precisamente. Es tan obvia la trampa tendida que acá tendría que ir preso hasta el tipo que diseñó el afiche. Al costado hay un único despacho con paredes de vidrio. Un pequeño cartel anuncia «F. Aguilar Gerente». Lascano baja la vista y se encuentra con la cara de Fermín que lo mira como si estuviera viendo al fantasma de Rocambole.
¿Lascano? ¿Cómo andás Fermín?, veo que te ascendieron. Vení, pasá, pasá. No lo puedo creer, si te vi muerto acá en la puerta. Bueno, tan muerto no estaba… No puedo creerlo. Empezá a creerlo.
A Fermín le lleva un buen rato salir de su asombro. Lascano le inventa una historia apropiada a su paladar. Fermín se alegra sinceramente de que Lascano haya sobrevivido a pesar de que fue él quien lo detuvo por un robo que cometió siendo muy joven. El Perro lo rescató medio muerto de miedo en el momento en que estaban por darle máquina.
Mirá, Fermín, lo que me trajo es una idea loca. Yo no sé si te acordás de que abrí una caja de seguridad acá. Me acuerdo perfectamente. ¿Qué fue de eso, existe todavía? No, el Banco cambió de dueños, bah, entre nosotros, lo único que cambió fue el nombre y la decoración. Después, cuando se hicieron las reformas que lo transformaron en esto que ves ahora, se notificó a los titulares de cajas inactivas que deberían venir al banco a regularizar la situación en un plazo determinado. Las que no se pusieron al día fueron abiertas en presencia de un escribano. Yo mismo me encargué de eso. Había tres o cuatro cajas en esas condiciones, una era la tuya. Todas estaban vacías. Entiendo.
El Perro baja la vista, el pequeñísimo aliento de esperanza se desvanece sin remedio, tal como lo había supuesto. Fermín lo nota.
¿Estás en problemas?
Con pedazos de la verdadera historia, aderezados de manera de aventar cualquier idea de que ayudarlo pueda significar algún peligro, Lascano le inventa una historia de rencillas políticas dentro de la Repartición que, junto con el tema de sus heridas, lo dejaron en la calle. Le dice que tiene la esperanza de poder recuperar el dinero que había depositado en aquella caja de seguridad que ya no existe y que, evidentemente, una socia infiel le había birlado. Cuando Lascano dice «socia» Fermín entiende «amante» y no pregunta por el monto ni por la procedencia del dinero. A nadie se le ocurre que un comisario vaya a tener una caja de seguridad para depositar su sueldo y en los tiempos que corren no se usa que un bancario se preocupe por el origen de los depósitos.
¿Qué pensás hacer? Tengo unas reuniones para ver si consigo trabajo. Eso no está nada fácil. Hoy, si tenés más de treinta y cinco años sos un viejo.
Conversan hasta que la atención de Fermín tiene que dirigirse a un cliente importante de la sucursal. Se comprometen a verse fuera del trabajo, Fermín le dice que verá si puede hacer algo por él.
Fermín pensó exactamente lo que Lascano quería, sin embargo la visita no arrojó ningún resultado concreto. Necesita reflexionar y caminando lo hace mejor. El mundo se ha estrechado una vez más. Esta vez ha quedado reducido a casi nada. Con la muerte de Jorge, la hayan provocado los Apóstoles o le haya caído del cielo, le han ganado la batalla a los Inquilinos. Es más que probable que él mismo esté en peligro. De pronto lo invaden los mismos sentimientos que tenía en la época en que gobernaban los militares: la sensación confusa, difusa y constante de correr el peligro de ser apresado, atormentado y muerto en cualquier momento. No sabe si su amigo Fuseli y Eva, su amante fugaz, están en el exilio o si los milicos los desaparecieron. Cree, quiere, espera que hayan logrado escapar. Entonces, al dar vuelta por Corrientes, aparece: viene cruzando la calle oblicuamente hacia él. Apenas si le ve el perfil cuando pasa a su lado. ¿Es ella? Lo envuelve el torbellino que produce el aire que desplaza al caminar. Siente que se desliza en la estela de feromonas espumosas que va dejando a su paso. Su andar de gata le imprime velocidad a su camino, como el ciclista que se pone a la cola del camión para beneficiarse del vacío que produce la masa en movimiento. De pronto ella acelera en un trote corto que la aproxima al autobús que se ha detenido en su parada y lo aborda. La llama por su nombre, desde la escalerilla se vuelve, ¿es, no es? Lascano ve partir en esa mujer anónima a la mujer de su vida o al amor perdido. Recuerda el féretro que contenía el cuerpo de Marisa navegando por los pasadizos del cementerio de La Tablada, las últimas palabras de Fuseli en el teléfono, el escorzo desde el suelo: Eva huyendo del tiroteo. La Eva concreta que lo amó una noche de tormenta. Cuando él creía no tener ya nada más que perder apareció ella y toda esta historia que lo condujo a este instante en el que verdaderamente no tiene nada ni a nadie. Lascano se zampa con rabia dos analgésicos en seco que, al morderlos, suenan en su cabeza como huevos aplastados.