DESDE la autopista, Valli divisa el cartel, toma la primera salida, cruza y regresa hasta la parrilla El 2 de Oro. Los últimos clientes están terminando de atiborrarse de achuras y vino barato. Horacio está revolviendo las brasas, dispersándolas para que el calor uniforme termine de asar, sin quemarlos, unos grandes pedazos de vacío. Valli atraviesa el marco de madera envuelto en polietileno que hace las veces de puerta. El Gordo Horacio ha dejado una parte de la parrilla libre de fuego. Allí va apilando los chorizos marcados que recalentará para los comensales de la noche. Valli se acerca a la barra y se sienta en uno de los bancos.
¿Qué hacés, papá, tanto tiempo? Vine a visitarte. ¿Querés morfar? Gracias, ya comí. Tengo unos morroncitos con ajo para chuparse los codos. Otra vez, tengo un laburo para vos.
Horacio se cerciora de que nadie los esté escuchando.
Me enteré que capotó Turcheli. Le falló el corazón. Justo cuando lo ascendieron. Mala leche, son cosas que pasan. ¿Quién va en su lugar? Filander. ¿Me podrán reincorporar? No sé, hay que ver. ¿Qué tenés para mí? Una boleta, cosa seria. ¿Quién es? Uno que fue Comi. ¿Quién? Lascano. ¿El Perro? El mismo. ¿Pero no estaba muerto? Para nada. Tuvo un tiroteo con unos tipos del ejército pero zafó. No jodas, debe haber estado bien guardado. ¿Quién lo protege? Lo protegía. ¿Quién? El que le falló el corazón. No me digas más nada, ¿dónde lo encuentro? Lo estamos rastreando. ¿Te interesa la changa? No hay problema, ¿qué hay para mí? Lo de siempre, a lo mejor la reincorporación, si todo sale bien. Todo va a salir bien. Ojo que el Perro no es ningún caído del catre. No te preocupes. Preocupate vos. Tiene que salir todo bien. Si fallás o te agarran vas a quedar más solo que Adán en el día de la madre. ¿Alguna vez fallé? Yo qué sé. ¿Me conseguís un arma? Conseguítela vos. Está bien, ¿me dejás, cuánto? Cinco lucas, ¿te parece bien? Está bien. En cuanto lo sepa te aviso por dónde anda. Hecho.
El día siguiente, Horacio estaciona su auto detrás de Retiro. En el barrio su Valiant II es llamado «La Pantera», porque a la pintura amarilla con que se le ocurrió pintarlo le han aparecido un sinnúmero de manchas circulares negras que era el color que tenía antes de que lo robaran. Horacio le coloca la barra antirrobo que traba el volante y camina hasta la Villa 31. Entra por un pasillo y anda unos doscientos metros hasta la casa del Tuerto Giardina.
En el 65 los gorilas habían organizado una manifestación para repudiar la presencia de Isabelita Perón, nada menos que en el Hotel Alvear Palace, en pleno Barrio Norte. Por unas monedas, Giardina se anotó de numerario en esa marcha de cajas y cajetillas que los morochazos de la Guardia de Infantería reprimieron con palos y granadas de gas lacrimógeno disparadas a las cabezas de los manifestantes. Una de ellas le vació un ojo.
Horacio se detiene frente a una casucha, junto a la cortina de arabescos. Desde adentro le llegan las voces de dos hombres. Bate palmas. Las voces callan. Enseguida se asoma el Tuerto y lo invita a pasar. A la mesa de palo está sentado un tipo color gris frente a un tetrabrik de tinto y un plato con salame y queso cortados en dados.
¡Sonia! Traé un vaso acá para el amigo.
De la pieza contigua, arrastrando los pies, aparece una mujer de edad indefinida. Le faltan las dos paletas y el resto de sus dientes está astillado y amarillo. Lo mira al Gordo de arriba abajo y tira el vaso sobre la mesa.
Éste es mi compadre, José. ¿Qué hay? Acá andamos. Tanto tiempo, Gordo. La verdad.
El Tuerto lo mira al compadre y le dedica una sonrisa forzada. Le sirve vino a Horacio y vuelve a mirar y a sonreír a José.
¿Podemos hablar? Acá el compadre ya se estaba yendo. Mirá que no hay apuro. ¿No te digo que se estaba yendo? Todo bien, ¿no es cierto que ya te ibas? Sí, ya se me hizo tarde.
Las formalidades de la despedida son pocas y cortas. Luego de que el hombre atraviesa la cortina pasan un minuto en silencio, mirándose. Al cabo, el Tuerto se levanta, va hasta la puerta, descorre la cortina, mira en ambas direcciones y regresa. Enciende la radio y le levanta el volumen a una cumbia desafinada.
Mucho tiempo sin verte. ¿Te reincorporaron? Todavía no. ¿En qué andás? Puse una parrilla, vente un día. ¿Dónde está? Al costado del Acceso Oeste justo antes de la entrada a Morón. Se llama El 2 de Oro, como venís de Capital, sobre la mano de enfrente. ¿Por qué la llamaste así? Porque la puse con la guita que cobré por dársela a un bonito de un cabaret que tenía unos ojos así de grandes. Cuando vio que era boleta, esos ojazos parecían el 2 de oro.
La formidable risa del Tuerto termina en un rosario de toses que le enrojecen el ojo y que sofoca dándose de golpes en el pecho.
Mirá que estás chiflado. ¿Qué andás necesitando? Una veintidós largo. Caíste justo, tengo una joyita. ¿Qué tenés? Es cara, eh. A ver. Aguantame un ratito.
El Tuerto se levanta, le dice a la mujer que le venga a hacer compañía al Gordo y sale. Ella se sienta, enciende un cigarrillo y se queda mirándolo mientras juguetea con una caja de fósforos Tres Patitos. Horacio no sabe bien si la ha visto antes o si le recuerda a alguien, pero está claro que es la ruina de una mujer que fue bella. Aún le quedan algunos gestos de mujer bonita que su aspecto se empeña en contradecir. Diez minutos más tarde regresa Giardina con el arma envuelta en una franela. Ella, obedeciendo una orden preestablecida, se levanta y sale de inmediato. El Tuerto coloca el paquete sobre la mesa y con una seña lo invita a desenvolverlo mientras enciende un cigarrillo. Horacio despliega la franela lentamente. No había mentido, ahí está una Ruger Mark II .22 ele ere semiautomática de acero inoxidable. Hay pocas armas tan bien hechas como ésta. Va a costarle una fortuna, pero vale la pena. Liviana, confiable, jamás se oyó que una de éstas se hubiera atascado. Tiene una característica que la hace la reina del tiro a corta distancia. El mecanismo de disparo está montado sobre un sistema de resortes en la parte posterior de la recámara que compensa la carga y evita que el arma se mueva por efecto de la detonación. El caño largo y cavado reduce considerablemente el estampido de esta pistola notablemente silenciosa. Para errarle con ésta hay que ser muy chambón.
Parece que te salió un laburito fino. Algo así. ¿Cuánto? ¿No la querés probar? No hace falta, ¿cuánto? Tres mil con cien balas rápidas de punta hueca. Tengo dos mil. Entonces no la podés comprar. Dejate de joder, a cuánto me la podés dejar. Gordo, ésta no la conseguís así nomás, si no es hoy, será mañana, pero que la vendo es seguro. ¿Cuánto? Ni un peso menos de dos ochocientos. Está bien, pero con una condición. ¿Qué? Por la misma guita me manejás el auto de salida. Bueno, ¿a quien se la vas a dar? A un comi. ¿Lo conozco? Guau, guau. Naaaa, ¿al Perro? Sí. Entonces son tres mil.
A pocas cuadras de allí, sobre Viamonte, cruzando Leandro Alem, en una de las mesas del fondo de El Navegante, Miranda espera a Fleco y a Chulo. Pide un Gancia y unas aceitunas. Los ve entrar, Chulo está más gordo, Fleco más nervioso que nunca. Se sientan a la mesa. Quien los vea pensará que se trata de tres amigos de la oficina que decidieron salir a cenar juntos. Piden lomo de cerdo con papas fritas a la provenzal, tinto y soda. Chulo come a manos llenas, Fleco no deja de hablar. Miranda observa: las patas de gallo, los anteojos para leer, la vacilación, el pulso inseguro, la sordera incipiente, las manchas en la piel y un gesto como de soberbia resignación. Fleco ahora habla con la zeta, porque su lengua también tiene que ocuparse de que los dientes postizos no le salten de la boca. Chulo ha perdido gran parte de la precisión en sus movimientos y se lo ve pesado y como desanimado. El trabajo de muerte que el tiempo ha hecho en los rostros de sus amigos no es sino el reflejo de lo mismo que ha hecho en el suyo. Mira la imagen de los tres en el espejo que está en la pared del costado y se dice, como desde afuera, pero incluyéndose: ¿y con estos mamarrachos voy a asaltar un banco? La escena no le inspira mucha seguridad, ni siquiera él mismo se tiene mucha fe. Podría buscarse unos pibes más jóvenes, pero no le gustan los chorros jóvenes. Los pendejos están demasiado locos, toman mucha merca, quieren todo ya, están alterados y sedientos, cualquier cosa los pone violentos y además te traicionan o te mejicanean sin ningún reparo. Prefiere ladrones a la antigua, tipos con código, que no te van a entregar o a hacerte boleta por diez pesos. Gente con experiencia, que ya estuvo guardada y sabe que es mejor mantenerse fuera. Como estos dos. Algo siempre puede fallar y una condena por asalto es más leve que por homicidio. El plan que tiene es bueno, tan bueno que va entusiasmándose a medida que lo cuenta y sus secuaces se entusiasman oyéndolo. Esa inspiración divina va cubriendo de oro todos los resquemores que un minuto antes patinaban la escena de pesar.
La cosa es así: el banco y la comisaría más próxima están siendo remodelados. Los obreros se van a almorzar a eso de la una y regresan a las dos. Quince minutos antes llegamos los tres disfrazados como los obreros, ya tengo el lugar donde se consiguen los uniformes de la empresa que está haciendo el arreglo. Vos colgás un cartelito en la puerta que dice «Cerrado por refacciones» y te quedás allí. Lo bueno es que la mayor parte de las vidrieras estarán tapadas por la obra. Vos lo reducís al guardia mientras yo embolso. A la una y media ninguno de los patrulleros de la seccional suele estar en la calle. Mucho menos el martes que se juega la semifinal con Italia. Mientras tanto, otro hombre va a bloquear el garaje de la comisaría con un camión diciendo que tiene que entregar materiales para la obra. Mientras el botón de la puerta averigua cómo es la cosa, el que lo maneja se hace humo. Al camión le vamos a hacer un arreglo para que el freno de mano quede trabado. Eso nos va a dar unos minutos extra. A la puerta va a estar el auto de escape. Debajo de los overoles de obrero vamos de traje y corbata. Los uniformes se dejan en el auto de escape. El chofer nos deja en tres lugares diferentes. Ahí nos dispersamos y nos encontramos en un lugar que ya tengo determinado, tres días después.
La conversación técnica se extiende hasta la medianoche. Allí se arreglan detalles, se contrapesan los pros y los contras. Se establece que el Topo custodiará la guita y la forma en que se hará el reparto. Lo más complicado es la elección de los hombres de apoyo. Entre ellos hay confianza mutua y respeto, pero elegir a otros dos no es cosa fácil. Uno está guardado, otro enfermo, otro retirado, en aquél no confían, el otro está loco. Se barajan nombres y se deciden por Grillo para manejar el auto de escape y para conseguir los otros. Valentín, un pibe que estudia teatro, para lo del camión. El Topo se encargará de conectarse con ellos. Valentín va a hacer un pedido en el corralón de materiales. Un rato antes de que salga, se presentará pidiendo que agreguen un par de boludeces al pedido y se subirá al camión con el chofer. El destino es una casa abandonada que tiene una entrada para coches que va hasta el fondo. Una vez allí lo reduce y lo deja atado en una choza que hay atrás. Después se va con el camión a la comisaría a montar el teatro de los materiales.
El Topo reparte unos miles para que nadie se meta en problemas hasta el día del asalto. En la puerta del restaurante, Fleco detiene el primer taxi que pasa.
¿Para dónde van muchachos? Yo me quedo en el centro. Yo voy para Haedo. Te acerco. No, no, andá tranquilo, voy a caminar un poco.
Chulo camina hacia Leandro Alem y dobla hacia La Boca rumbo a la casa del envenenador deseando que tenga merca de la buena, no la porquería que le vendió la última vez y que ahora tendrá que compensarle. Miranda enfila para el lado de Retiro. Va a hacer contacto para comprar las armas. Se mete en la 31. Cuando está a pocos metros de su destino ve que alguien sale de la casucha a la que se dirige. Velozmente se mete en una callejuela y desde las sombras lo ve salir a Horacio. Se da cuenta inmediatamente de que es policía. Desde su escondite lo mira pasar y alejarse silbando. Se acerca a la casa y aplaude frente a la cortina. Cuando el Tuerto se asoma y lo saluda, el tufo a vino barato que le sale de la boca es un cachetazo.
¿Qué hacés, Topo? Acá andamos ¿y vos? Bien, ¿qué te trae por acá? Ando en busca de un material, pero vos me parece que no andás en buenas compañías. ¿Por qué lo decís? Por el que se acaba de ir. ¿Qué tiene? ¿Cómo qué tiene, viejo?, si se le ve la marca de la gorra. No está más en la cana. ¿Ah, no? Te digo que no. Y qué quería. Tenemos un laburo. Ah, sí. Te vas a poner contento. ¿Por qué? El punto es el que te encanó a vos la última vez. No jodas. Y eso cuándo va a ser. No sé, pronto. ¿Qué andás necesitando? Fierros. A ver aclarame los tantos…