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EL paso de Miranda está signado por la ansiedad. Una parte de él quiere que todo termine, quiere saberlo ya, pero otra parte se muere de miedo. La noticia de la enfermedad de Noelia, la hija de Tornillo, le da vueltas en la cabeza como una balada pegadiza. Los ojos de Andrés… El fantasma de Villar lo chista en cada esquina. Esa manchita rosada que le apareció debajo de la tetilla. Esta mañana tenía los ojos muy enrojecidos cuando se levantó. Piensa que tal vez así se pague un año de culearse a un tipo y que el descargo, la excusa, el argumento de la supervivencia no es suficiente. Tal vez debería haberse bancado estoicamente con el solo recurso de la masturbación.

Atraviesa la recepción del laboratorio. Cuando se abren las puertas del ascensor se encuentra cara a cara con un tipo que tiene la muerte tatuada en las mejillas. Los ojos hundidos, sin luz, parecen interrogarlo. Miranda da un paso al costado al mismo tiempo y para el mismo lado que lo hace el enfermo. La escena se repite, hasta que finalmente se coordinan y cada cual puede seguir su camino. Ya no le caben dudas, este encuentro ha venido a confirmar sus peores temores, está condenado. Entonces todo dejará de tener importancia. La muerte de Villar, la falta de dinero, la enfermedad de Noelia, la Negra y sus supuestos amantes. En este caso, piensa, todo se reducirá a una simple cuestión: atreverse a la navaja. Mientras se acerca al mostrador donde se entregan los análisis, piensa en su propio velatorio y la imagen de su hijo junto al ataúd le cierra la garganta. La bella chica vestida de blanco despacha con toda diligencia y velocidad a las personas que forman cola para retirar sus resultados. Cuando le llega el turno Miranda tiene la sensación de que el corazón le va a explotar. La piba no puede dejar de notar que el pulso del hombre hace temblar el sobre. Lo mira a los ojos y le dedica una sonrisa espléndida:

Miranda tiene un instante de sorpresa antes de sentirse el tipo más pelotudo del planeta. Pero lo que más bronca le da es que esa pendeja divina lo haya llamado señor. La calle lo recibe renovado, rasga el sobre: Anticuerpos Anti-HIV1/ HIV2… Negativo (Método Elisa). Hace un bollo con el papel y lo arroja a un cesto. Es una mañana de sol y la vida canta por las calles.

Dedica el resto del día a retomar contactos, enterarse, ver en qué anda la gente. Quién perdió, quién murió, quién se rajó, cómo anda «la mejor del mundo», qué se está cocinando. Datos, datos, más datos que va recogiendo pacientemente por teléfono, en los cafés donde se reúne el ambiente. En su cabeza se va formando un panorama, un mapa de la situación y de las posibilidades futuras. Por un lado siente un poco de bronca. Durante mucho tiempo había estado dándole forma a la idea de un cambio fundamental en su vida. Poner un negocio lícito, armar algo tranquilo, salirse de la joda y hacer finalmente la vida que la Negra le viene reclamando desde siempre. Calmarse, convertirse en el hombre de familia que en el fondo cree ser y que vengan los nietos. Quizá, después de todo, pueda, llegado el momento, morirse tranquilamente en su cama. Eso, con la noticia de la guita esfumándose tras la enfermedad de Noelia, ya no será posible. No inmediatamente. Callejón. Le da bronca el contratiempo, que la piba se haya enfermado y tener que recurrir nuevamente al asalto, pero, a medida que lo piensa, la rabia comienza a dejar paso a otra sensación. Es como un vértigo que se le instala en la boca del estómago, que le carga los músculos de electricidad, le aclara la mirada y le sacude hasta el último resto de modorra que le dejó la cárcel. Este golpe, se promete brevemente, será el último. Será el golpe que termine con todos los golpes. El mundo deja de ser un lugar por donde la gente pasa y hace sus cosas, lleva adelante sus pequeñas empresas, sus empleos grises y sus minúsculas ambiciones. La tierra es coto de caza, zona liberada en la que todo es posible. Transacciones por todos lados. ¿Cuánto dinero hay en la ciudad un día cualquiera? En los bolsillos de la gente, en las registradoras de los comercios, en las oficinas… en los tesoros de los bancos. Se trata simplemente de que una ínfima parte del circulante pase a sus bolsillos. Hay que idear cómo. Elegir el objetivo, calcular probabilidades, medir, tomar tiempos, ver accesos y vías de escape, seleccionar cuidadosamente a quienes lo secundarán en la hazaña y el momento más oportuno para realizarla. Hay que ponerse a estudiar. Se necesita gente valiente, pero no temeraria. Hay que evitar a los psicópatas y los asesinos, tiene que ser gente que guste de vivir bien, no de los que gozan con el sufrimiento ajeno. Se deben, evitar las muertes y la violencia. Intimidar es una cosa, matar, otra muy distinta. Los muertos son caros, concretos, el dinero es abstracto, vale lo que con ellos se pueda conseguir y eso cambia siempre. Las víctimas tienen amigos, parientes, vengadores que los idealizan, que no olvidan. La vida perdida no regresa, el dinero siempre puede recuperarse. El dinero se puede devolver o comprar impunidad con él. La muerte sólo puede vengarse, si es la ley quien la ejerce, se llama justicia. La única verdadera venganza es la muerte del que mató. La cadena puede hacerse interminable. Quizá si Abel no hubiera matado a Caín, hoy no existirían las guerras. En el supuesto caso, claro está, de que el cuento en verdad haya tenido lugar.

Hace tres observaciones que le parecen importantes. Una: que muchas comisarías están siendo refaccionadas. Hay obreros, materiales, vallas y contenedores. Otra: muchos bancos también están siendo refaccionados. El panorama es parecido al de las comisarías. La última, y ésta es genial: en pocos días, en Tokio, Independiente juega la final de la copa intercontinental con el Liverpool de Inglaterra. Pocas veces Miranda sonríe. Pocas veces se da una conjunción tan favorable. Su mente vuela catalogando los detalles que hay que tomar en cuenta para ejecutar el plan que a grandes rasgos ya está esbozado.

Regresa caminando hasta el aguantadero. Al llegar ya se ha hecho esa hora incierta cuando en el cielo aún es día pero, a nivel de la calle, ya es noche. Elige cuidadosamente la ropa que se va a poner y la va colocando sobre la cama. Traje oscuro, camisa blanca y una corbata Liberty de flores que es ya medio antigua, pero que sigue siendo un flor de accesorio. Un calzoncillo boxer y un par de medias de hilo. Se afeita, se ducha, se seca, se perfuma, se acuesta desnudo en la cama y enciende el televisor. Le gusta ventilarse después del baño. Ahora puede hacerlo, ahora ha comenzado a disfrutar la libertad. En la pantallita hace declaraciones el nuevo jefe de Policía. Está hablando, precisamente, del plan de reformas de las comisarías, que facilitarán la atención del público. El periodista le señala un cartel inscripto en un patrullero que reza «Para servir a la comunidad», a lo cual el botón dice que tiene que ver con la nueva filosofía que debe impregnar a la institución en una sociedad democrática y participativa. El verdadero cambio, piensa el Topo, está en la forma de hablar. El lenguaje es el de un tipo instruido. Los canas jerárquicos ya no hablan en «prontuario básico», empiezan a parecerse más a los políticos que a los policías. Se queda dormido. Lo despierta Bernardo Neustadt con sus gestos afeminados. Está desencantado de la vida, añora la mano dura de las Fuerzas Armadas. Apaga la tele. Se levanta y se viste. Es hora de rendir examen y tiene la sensación de que domina la materia.

Desde las sombras de la vereda de enfrente observa a los alumnos del Taller de Lía que salen a la calle y se alejan en grupos de dos o tres con sus cartapacios bajo el brazo. El Topo mira el reloj. Son algo más de las diez. Cuenta dos minutos, cruza y entra. Desde el vestíbulo observa a Lía que no se ha percatado de su llegada. Se ha hecho un corte de pelo asimétrico que le hace caer un mechón teñido de rojo violento sobre la mitad de la cara. Está muy bien formada, a su piel blanquísima no la interrumpe un lunar, una peca ni una mancha, al recuerdo del contacto con ese cuerpo, tampoco. Nadie diría que esta mujer tan pequeña, a la hora del amor, es capaz de desplegar la energía de una locomotora. Miranda sonríe satisfecho, siente que su sexo se le ha puesto inquieto. Ella le guarda una lealtad incondicional que se parece mucho al amor, pero que tiene también una buena dosis de gratitud, rara virtud que el Topo valora. Él la convenció de salirse de la prostitución, financió sus clases de pintura con un pintor de apellido impronunciable a quien llaman el Oso, el atelier y el equipamiento que le permitieron convertirse en lo que ahora es y que ella define como artista plástica. A Miranda le causa gracia, porque para él esta piba, de plástico, no tiene nada. El atractivo de Lía vende más cuadros que su paleta y ella, sobreviviente, mientras se abre camino hacia la fama, sabe explotar muy bien sus virtudes. Cuando Lía comienza a quitarse el delantal, lo ve. Hay un instante de sorpresa, quietud y media mirada por el costado del jopo gracioso. Luego una sonrisa sin reservas, rojísima también, desplegándose como el telón de un vaudeville de dientes, lengua inquieta y mirada brillante.

Lía le sonríe cómplice y toma el teléfono.

Corta, marca de nuevo.

A toda velocidad toma un saquito de cuero, su cartera y apaga las luces. Con un gesto le indica a Miranda que salga. Sale ella detrás, cierra la puerta con llave, lo toma por el brazo y lo hace caminar rápidamente hasta la esquina. Doblan hacia la cortada. Se acercan a una casa tapiada. Bajo un gomero enorme, Lía se vuelve y le estampa un beso en la boca a Miranda que retribuye abrazándola por la cintura y apretándola contra su cuerpo. Lía se despega, mira calle abajo y levanta un brazo con toda la gracia de que es capaz. El taxista es joven pero ya la ciudad le ha envenenado el espíritu. Lía está sentada muy cerca de Miranda apoyando decididamente el muslo contra el suyo. El aroma, el contacto, el sonido de la voz de Lía despiertan a cada una de las células del cuerpo del Topo que se siente feliz y lleno de energía, gozando anticipadamente el cuerpo de esta mujercita que él va a habitar esta misma noche, un poco mareados por el vino de la cena, mientras ella lo bese con lengua abrasada. El chofer escucha un tema disco a todo volumen. Lía sigue el ritmo con pequeños golpes de sus dedos contra la mano de Miranda. Van en silencio. Hay en el conductor un disfrute neurótico de la velocidad y de la increíble pericia con la que va haciendo fintas entre el tránsito y los peatones. Maneja con picardía, sacándole ventaja a otros autos por la avenida Corrientes que, este día y a esta hora, está poco poblada. El tipo gana la punta y baja la onda verde tratando de que otros conductores no le quiten los lugares libres que quedan en las esquinas, entre los autos que esperan el cambio de luces. Al mismo tiempo va cuidándose de ver que a algún dormido no se le ocurra cruzar la avenida por alguna de las transversales y va advirtiendo su paso haciendo luces. En pocos minutos han cruzado la ciudad desde Colegiales hasta las proximidades de Plaza San Martín donde Lía lo toma de la mano y lo mete en el Morizono, un restaurante japonés donde la novia de Mandrake prepara unos deliciosos bomboncitos de pescado crudo y arroz. La vida termina de desperezarse. La cárcel parece haber quedado a mil años de distancia.