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Con las últimas palabras saliendo de su boca, Ramona le da la espalda, toma la bandeja del té y se aleja hacia la casa. Lascano la observa. Sus cabellos negros, lacios bailan al ritmo de su andar. Se pregunta cómo se sentirán deslizándose por su vientre. El deseo brilla en la mirada que ella no puede ver pero que ha adivinado antes aún de que el mismo Lascano se hubiera dado cuenta. Recuerda a Eva.

Por fugaz que hubiera sido su encuentro, lo había dejado marcado, como sólo puede hacerlo una experiencia de amor verdadero. Antes de Eva, había sido Marisa, la mujer que amó sin lugar a dudas y que lo abandonó sin remedio al morir, cuando más la quería. El duelo le duró hasta encontrar a Eva, tan parecida a Marisa que fue como su continuación. La muerte de Marisa le quitó toda esperanza de volver a encontrar el amor, lo convirtió en una especie de asceta que sólo podía excitarse con el recuerdo, con el fantasma. Eva irrumpió en su vida como un vendaval o, al decir de Ramona, como una fuerza de la naturaleza. Con su amor animal, le inoculó el virus del deseo. El ansia indiscutible del cuerpo de una mujer. Le enseñó también que su organismo está sujeto a los mandatos de la especie que dicen, por momentos con arrebatadora urgencia, que eso que le cuelga entre las piernas debe ser colocado en un preciso lugar, que tiene una función que cumplir y que debe cumplirla. Los hombres disfrazamos este impulso de conquista, lo equiparamos a la caza de la presa, creemos que estamos al mando y sin embargo estamos obedeciendo sumisamente el mandato de la reproducción.

En lo mejor de la partida de caza es cuando, en realidad, somos cazados.

La tarde cae lentamente detrás de los eucaliptos. Las hojas aletean. La primera estrella del viernes hace su aparición en el cielo oscurecido. Lascano oye el sonido de la puerta de alambre tejido al abrirse, los pasos de Ramona sobre el sendero de piedra Mar del Plata tatuada de caracoles. La brisa le anticipa el perfume de ella, cada vez más fuerte.

Lascano ya no necesita ayuda para incorporarse. Ambos lo saben, pero Ramona se inclina para que le pase el brazo por el hombro. Lo toma por la cintura y lo ayuda a levantarse. De pie, cierra los ojos para sentir mejor la cercanía de esta mujer. Su mente compara, inevitablemente. Donde espera encontrar una curva, hay hueso, donde su mano presiente vello hay lisura. Su tacto recuerda, ansía otro cuerpo. Esta proximidad tiene algo de falsificación. Los reparos no duran gran cosa, lo inesperado le abre paso a la curiosidad.

Ya en el dormitorio, cuando él se sienta en la cama, ella se queda mirándolo. A él ya no le da para seguir con las insinuaciones. Pero cuando va a hablar, ella le pone un dedo sobre los labios. Va hasta el interruptor y apaga la luz, luego se acerca a la ventana, la abre y levanta la persiana. Desde afuera les llega, violento, el aroma del jazminero. Ramona se sienta a su lado, Lascano se deja caer, apoya la cabeza en su falda y la mira. El resto del mundo entra en suspenso. Ella tiene su propia mirada perdida en las hojas del jardín, se le nota que también extraña a alguien. Quizás ella también sienta ahora curiosidad por descubrir qué hay además de esta atracción. Tal vez tenga miedo, como él. Entonces Lascano hace lo que debe, supera el temor, se incorpora, la abraza, la besa, la toca, la desviste, la acaricia. Paulatinamente ella va incorporándose al juego, a esta danza que bailan con música de alientos, ritmos de sangre, golpes de vista, vientos de metal, suspiros de maderas, fuelles que resoplan, cuerdas que se frotan, que se pulsan, que se golpean, marimbas, vibráfonos, timbales que los llevan alados hacia el final cuando ella, ya plena, le pide que se venga sin más pues sólo le queda, y ansía, sentir su semen caliente y distinto regándola en un final de campanas tubulares que suenan, resuenan, siguen sonando… es el teléfono que no ha cesado de repicar.

Dejando a Lascano bajo los efectos de una estupenda sesión de sexo sin amor, Ramona se levanta y atraviesa desnuda la habitación, majestuosa como la Séptima Flota entrando en el Mediterráneo. Lascano se relaja en la cama sintiendo el aire de la noche que va abriéndose paso en su cuerpo caliente. El esfuerzo lo ha dejado agotado y el dolor de su herida en el pecho regresa, lento, implacable. En la habitación contigua escucha la voz, no las palabras, de Ramona. Hay en ella un timbre de urgencia, una vibración de alarma. Lascano se sienta en la cama, de golpe, alerta. Cuando Ramona regresa su expresión dice que se acabó el recreo. La mujer comienza a vestirse rápido. Hay miedo en su apuro.