DAME más morfina. A ver… ¿qué hora es? No, imposible, tenés que aguantar un par de horas más. ¿Por qué? Hay que guardar para la noche, que es cuando los dolores se ponen peor. Dame ahora y a la noche de vuelta. Ni loca. ¿Tenés miedo de que me haga adicto? Es una posibilidad, pero lo que temo es que no llegues a tener la oportunidad. Esta droga es rica, pero la factura que pasa es grande y rápida. Si te llega a bajar la presión demasiado no tengo como sacarte. ¿Tenés idea de lo que duele esto? No, nunca me dieron un balazo. No te lo deseo, tengo la sensación de que me voy a partir en dos. Mirá, hay distintas maneras de enfrentar al dolor y vos estás adoptando la peor. ¿Ah sí, cuál? Te estás resistiendo. ¿Qué tendría que hacer? Relajarte y gozar. ¿Qué estás diciendo?, yo masoca no soy. No se trata de eso. ¿De qué se trata? ¿Nunca te pusiste a pensar para qué sirve el dolor? Para joderte la vida. No, para conservarla. Si no existiera el dolor no te darías cuenta, por ejemplo, de que estás herido y te desangrarías alegremente. Claro. El dolor es el lenguaje que tiene el cuerpo para informarle al cerebro que algo está mal, dónde está y cuán grave es. Entiendo, podría emplear un lenguaje más suavecito. El dolor es una de las fuerzas de la naturaleza y la naturaleza no le da a sus criaturas ninguna posibilidad de que la ignoren cuando habla. Con la naturaleza no se discute. ¿Entonces? Entonces, el dolor es una señal. ¿Y? Cuando la resistís o tratás de negarla el síntoma no cumple su función e insiste. O sea. O sea que te sigue doliendo. En cambio si le prestás atención, el síntoma realiza su misión y empieza a ceder. Si fuera tan fácil los analgésicos no serían necesarios. Los analgésicos cortan el vínculo con el dolor por un rato, para que puedas descansar. Son una ayuda. Sobre todo para los hombres que son tan mariconcitos para el dolor. ¿Me estás llamando mariconcito? Todos los hombres son un poco maricones ante el dolor, si pudieran experimentar un parto, sabrían lo que es sufrir. No vas a comparar. ¿Qué cosa? Parir con que te den un tiro. No, no voy a comparar. Además eso de llamarme mariconcito, te aprovechás porque estoy herido. Si quisiera aprovecharme, bien poco me preocuparía tu herida.
Con las últimas palabras saliendo de su boca, Ramona le da la espalda, toma la bandeja del té y se aleja hacia la casa. Lascano la observa. Sus cabellos negros, lacios bailan al ritmo de su andar. Se pregunta cómo se sentirán deslizándose por su vientre. El deseo brilla en la mirada que ella no puede ver pero que ha adivinado antes aún de que el mismo Lascano se hubiera dado cuenta. Recuerda a Eva.
Por fugaz que hubiera sido su encuentro, lo había dejado marcado, como sólo puede hacerlo una experiencia de amor verdadero. Antes de Eva, había sido Marisa, la mujer que amó sin lugar a dudas y que lo abandonó sin remedio al morir, cuando más la quería. El duelo le duró hasta encontrar a Eva, tan parecida a Marisa que fue como su continuación. La muerte de Marisa le quitó toda esperanza de volver a encontrar el amor, lo convirtió en una especie de asceta que sólo podía excitarse con el recuerdo, con el fantasma. Eva irrumpió en su vida como un vendaval o, al decir de Ramona, como una fuerza de la naturaleza. Con su amor animal, le inoculó el virus del deseo. El ansia indiscutible del cuerpo de una mujer. Le enseñó también que su organismo está sujeto a los mandatos de la especie que dicen, por momentos con arrebatadora urgencia, que eso que le cuelga entre las piernas debe ser colocado en un preciso lugar, que tiene una función que cumplir y que debe cumplirla. Los hombres disfrazamos este impulso de conquista, lo equiparamos a la caza de la presa, creemos que estamos al mando y sin embargo estamos obedeciendo sumisamente el mandato de la reproducción.
En lo mejor de la partida de caza es cuando, en realidad, somos cazados.
La tarde cae lentamente detrás de los eucaliptos. Las hojas aletean. La primera estrella del viernes hace su aparición en el cielo oscurecido. Lascano oye el sonido de la puerta de alambre tejido al abrirse, los pasos de Ramona sobre el sendero de piedra Mar del Plata tatuada de caracoles. La brisa le anticipa el perfume de ella, cada vez más fuerte.
Hora de entrar. ¿Me ayudás? Para eso estamos.
Lascano ya no necesita ayuda para incorporarse. Ambos lo saben, pero Ramona se inclina para que le pase el brazo por el hombro. Lo toma por la cintura y lo ayuda a levantarse. De pie, cierra los ojos para sentir mejor la cercanía de esta mujer. Su mente compara, inevitablemente. Donde espera encontrar una curva, hay hueso, donde su mano presiente vello hay lisura. Su tacto recuerda, ansía otro cuerpo. Esta proximidad tiene algo de falsificación. Los reparos no duran gran cosa, lo inesperado le abre paso a la curiosidad.
No estoy demasiado segura de que necesites ayuda. No te das una idea de cuánto la necesito.
Ya en el dormitorio, cuando él se sienta en la cama, ella se queda mirándolo. A él ya no le da para seguir con las insinuaciones. Pero cuando va a hablar, ella le pone un dedo sobre los labios. Va hasta el interruptor y apaga la luz, luego se acerca a la ventana, la abre y levanta la persiana. Desde afuera les llega, violento, el aroma del jazminero. Ramona se sienta a su lado, Lascano se deja caer, apoya la cabeza en su falda y la mira. El resto del mundo entra en suspenso. Ella tiene su propia mirada perdida en las hojas del jardín, se le nota que también extraña a alguien. Quizás ella también sienta ahora curiosidad por descubrir qué hay además de esta atracción. Tal vez tenga miedo, como él. Entonces Lascano hace lo que debe, supera el temor, se incorpora, la abraza, la besa, la toca, la desviste, la acaricia. Paulatinamente ella va incorporándose al juego, a esta danza que bailan con música de alientos, ritmos de sangre, golpes de vista, vientos de metal, suspiros de maderas, fuelles que resoplan, cuerdas que se frotan, que se pulsan, que se golpean, marimbas, vibráfonos, timbales que los llevan alados hacia el final cuando ella, ya plena, le pide que se venga sin más pues sólo le queda, y ansía, sentir su semen caliente y distinto regándola en un final de campanas tubulares que suenan, resuenan, siguen sonando… es el teléfono que no ha cesado de repicar.
Dejando a Lascano bajo los efectos de una estupenda sesión de sexo sin amor, Ramona se levanta y atraviesa desnuda la habitación, majestuosa como la Séptima Flota entrando en el Mediterráneo. Lascano se relaja en la cama sintiendo el aire de la noche que va abriéndose paso en su cuerpo caliente. El esfuerzo lo ha dejado agotado y el dolor de su herida en el pecho regresa, lento, implacable. En la habitación contigua escucha la voz, no las palabras, de Ramona. Hay en ella un timbre de urgencia, una vibración de alarma. Lascano se sienta en la cama, de golpe, alerta. Cuando Ramona regresa su expresión dice que se acabó el recreo. La mujer comienza a vestirse rápido. Hay miedo en su apuro.
Tenemos que irnos. ¿Qué pasa? Murió Jorge. ¿Cómo decís? Lo que oíste. ¿Cómo? La historia oficial es que le dio un ataque en su despacho, pero creen que lo mataron. ¿Quiénes? No pregunté, es más, no lo quiero saber. Te ayudo a vestirte. ¿Adónde vamos? No lo sé, en el camino pensamos en algún lugar seguro. ¿Te dijeron que estamos en peligro? Me dijeron que nos hagamos humo.