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MIRANDA pasa toda la noche como si lo hubiera picado la mosca tsé-tsé: dando vueltas, flotando en una duermevela indecisa, quedándose dormido sólo por escasos ¿minutos, segundos? Su primera noche en libertad la pasa preso de remordimientos, temores, culpas y deseos de llorar. Tiene la angustia que sólo puede sentir un hombre duro, hecho a las inclemencias de la vida, cuando caen todas las defensas y se siente como una babosa a punto de atravesar un sendero de sal. La vida le duele en los costados, el vértigo se apodera de él y la única salida parece ser la final en esa noche interminable. Con el día va a enfrentarse con las cuestiones que más teme, con la verdadera sentencia. Sabe que es uno de esos momentos de todo o nada que ha tenido que afrontar toda su vida. Incluso los ha buscado y hasta se ha jactado de ello. Pero ahora se siente cansado, quisiera parar. No concibe la vida enfermo, ni sin mujer, ni sin su hijo. Se levanta, va hasta el baño, se mira en el espejo que enfatiza los surcos que los barrotes le han impreso, que no le ahorra detalle: la pequeña desviación del ojo izquierdo hacia afuera que antes no existía, la mancha marrón en la sien, las encías que dejan ver el comienzo de la raíz de los dientes, ahora amarilleando. Siente que está harto de esa cara insípida que lo contempla sin sentimiento. Odia los espejos. Ahora que le han abierto la jaula puede tener este tremendo momento de debilidad, por otra parte inevitable. Siente lástima de sí mismo y se detesta por ello. Desprecia a este hombre que siempre ha sido, que ya no quiere ser, y que se propone cambiar como sea.

El negro del cielo vira a azul, se destiñe. Eso que Miranda estuvo esperando toda la noche no lo alegra. Acostado en la bañadera, con los ojos cerrados y abandonado a la sensación que le produce el agua tibia que lo envuelve, piensa: ésta es la forma ideal: navaja en el baño. Quitarle el tapón a la sangre, quedarse dormido, dejarse ir como se va el agua. Dejarle a su mujer e hijo un cadáver pálido, limpio, como dormido. Nada patético, sórdido o sangriento. Una cosa que pueda enterrarse con decoro.

El doctor Gelser tuvo que postergar dos veces el encuentro con Peretti porque la entrada estaba poblada de policías yendo y viniendo. Hombre prudente, no quiere arriesgarse a que alguien lo reconozca y empiece a hacer preguntas. Pero en este momento la entrada al Hospital Churruca está especialmente tranquila. Mira el reloj. Deja la esquina y se encamina a paso veloz hacia la puerta. Está vestido con un dos-piezas de médico. Entra con la cabeza baja, pasa junto a los ascensores y se mete directamente por la puerta que lleva al subsuelo. El pasillo está desierto. Se detiene junto a la ventanilla de suministros y toca el timbre. Se abre brevemente y se cierra con un golpe. Gelser camina hasta la puerta que está al lado por donde se asoma Peretti, un tipo grandote con mameluco azul.

Gelser entra. Peretti mira hacia ambos lados del pasillo y cierra la puerta. De una estantería saca una caja y se la entrega.

Peretti busca una caja de telgopor y la deposita en la mesa frente a Gelser.

Gelser saca un paquetito de billetes atados con una cinta elástica y se los mete a Peretti en el bolsillo de su guayabera.

Peretti toma el teléfono y marca tres números.

Son casi las once de la mañana cuando el Topo sale a la calle. La mañana le regala uno de esos espléndidos días de otoño. Sol justo, temperatura justa, vivificante. Cubre a pie la distancia que lo separa de la casa de Gelser. Su ubicación es uno de los secretos mejor guardados en el mundo del hampa. Ni en los aprietes más jodidos los chorros mencionan su existencia. Allí es donde van a curarse los perseguidos por causa de la justicia cuando resultan heridos por los guardianes del orden o por delincuentes rivales que, muchas veces, son los mismos. El Tordo había ejercido la medicina en una pequeña clínica que había levantado con mucho esfuerzo y pocos medios en el barrio humilde de Claypole donde había nacido y se había criado.

Una noche el comisario de la jurisdicción le pidió un aborto, pero la piba era menor y el embarazo estaba demasiado avanzado, se negó. Le inventaron una causa y lo mandaron al frente con pitos y cadenas. La cosa es que perdió la matrícula y desde entonces se transformó en el médico de los chorros. Un genio extirpando balas, un maestro para evitar o contener infecciones. Si hay guita cobra, si no hay, banca. Nunca deja a nadie en banda. El tipo tiene ganado un lugar de respeto, aprecio y gratitud aún hasta entre los tipos más violentos y más chiflados.

En la puerta no hay chapa, pero adentro la casa guarda todas las formalidades de un consultorio y tiene un pequeño quirófano armado con lo que pudo rescatar de su antigua clínica y con lo que provee Peretti. Gelser sale a recibirlo enarbolando su magnífica sonrisa.

Gelser se pone de pie y le revisa los ojos con un aparatito que emite una luz blanquísima, luego le mira la garganta y los oídos, lo ausculta, le palpa los ganglios.

Al salir del laboratorio Miranda llama a Tornillo y quedan en encontrarse por la noche en Topolino, una pizzería del centro de Haedo. Tornillo es quien le administra la guita. Cuando el Topo está preso se ocupa de que a él y a su familia no les falte nada. Cumple esas tareas con lealtad y meticulosidad asombrosas, rinde cuentas y da explicaciones más allá de lo que Miranda le exige. Quedan para las diez de la noche.

El Topo llega primero y pide una grande mitad mozzarella mitad cebolla con queso y una cerveza. Tornillo cae un minuto después. Miranda lo ve sortear a dos pibes descalzos que piden monedas en la vereda y entrar apurado, se pone de pie, lo abraza y le da un beso en la mejilla. Se alegra verdaderamente de verlo, pero Tornillo tiene el gesto descompuesto por la preocupación.

Muy serio, como avergonzado, Tornillo coloca un sobre encima de la mesa. Miranda lo contempla sin salir de su asombro.

El Topo entreabre el sobre y le echa una mirada decepcionada al fajo de dólares que contiene y lo guarda en el bolsillo interior de su saco.

A Tornillo se le llenan los ojos de lágrimas. Baja la cabeza. El mozo coloca la tabla de madera con la pizza sobre la mesa, destapa la Quilmes y se va. El Topo sirve la cerveza y le alcanza el vaso. Tornillo se la zampa de un trago. Levanta la mirada de los restos de espuma y mira al Topo a los ojos. Tiene la cara deformada por la pena. Su voz suena como si tuviese la lengua de trapo.

Baja la cabeza y se queda ahí haciendo hipos. Miranda le hace una seña al mozo.

El Topo se queda mirando en silencio a su amigo hasta que se repone.

Miranda viendo que está por descomponerse nuevamente lo interrumpe apretándole el brazo. No quiere saber más.

No tiene lugar para el dolor de su amigo. La cárcel le ha dejado zonas muertas que tardarán mucho en revivir.

De pronto su amigo se le ha hecho inalcanzable. El Topo sólo puede mirarlo: Tornillo se lleva una mano a la frente, baja la cabeza y de su boca sale un susurro que es como un aullido pastoso, casi inaudible que a Miranda le repica en los huesos como la vez que le metieron picana.

Miranda se pone de pie para abrazar a su amigo, pero él lo esquiva, le estrecha la mano con breve desesperación y sale sin volver la vista atrás. El Topo lo ve doblar la esquina por detrás de las vidrieras y perderse en la noche. Se termina la cerveza en tres tragos, paga y sale. La noche está helada.

Se pone a caminar. Esto no se lo esperaba. Esa jeta de dolor de Tornillo se le quedó pegada en la retina como una maldición. ¿Y qué pasa si mañana el análisis le viene de culo y resulta que está tan condenado como la piba de Tornillo? ¿Qué haría él mismo si le sucediera algo así a su hijo? Espanta el pensamiento con un bufido. Es algo que no puede concebir. Miranda es capaz de enfrentar cualquier cosa y puede hacer lo que sea, pero no se lleva bien con los asuntos en los que no puede hacer nada, esas instancias en las que lo único procedente es la aceptación. La aceptación es un arte que a nadie se le ocurre practicar voluntariamente. Es siempre una imposición de la tirana más implacable: la madre naturaleza. Lo más cercano a ello que conoce Miranda es la resignación que ha ejercido toda vez que la justicia de los hombres lo ha colocado tras los barrotes. Pero la resignación es provisoria y, mientras dura, siempre se puede hacer algo, planear algo, pensar en un futuro o escaparse por un agujero o mediante el suicidio. Pero la aceptación sólo se adopta cuando no hay opciones, cuando no se puede elegir.

Por ese camino lo vio a Tornillo desaparecer tras las ventanas: solo, divorciado del mundo por una tragedia que lo coloca en un lugar en el que no hay consuelo que pueda alcanzarlo. Miranda lo miró irse sabiendo que no puede hacer nada por su amigo, que nadie puede. Pero tiene que hacer algo por sí mismo. No le queda mucho dinero. Pronto se acabará. Camina hasta que las piernas le duelen, entonces se va al aguantadero y se tira en la cama vestido.

La estación de trenes de La Plata, tal como él la había visto de niño. Está en el andén mirando una ventanilla a la que están sentados la Negra y Fernando, su hijo. De pronto el tren da un pitido, la locomotora exhala una nube de vapor y comienza el movimiento. Pero no es el tren el que se mueve, es la estación. No es su mujer y su hijo quienes se van, es la estación, es él. Esa imagen continúa produciéndole una angustia indecible mucho tiempo después de haberlo despertado.