AÚN no se cumplieron cuatro meses desde que Marcelo dejó la casa de sus padres. Ahora sólo de su madre, porque Mario partió una semana después de su mudanza. Esa muerte estaba prevista, pero para más adelante. Surgieron complicaciones inesperadas por una bronquitis, los médicos no acertaron con el diagnóstico y al viejo se le desató una septicemia imparable. Pocos días antes, cuando le preguntó cómo estaba, le largó la que sería su última humorada: Mirá, yo ya estoy más cerca del arpa que de la guitarra. Murió de la noche a la mañana. Dos o tres veces por semana Marcelo cena con su madre.
El luto obligó a suspender el casamiento con Vanina. Unos días después lo nombraron fiscal. Lo benefició la renuncia de muchos funcionarios judiciales que no tenían ningún interés en que su actuación durante la dictadura fuera investigada. Atribuyó la promoción a una ayudita de su padre desde el más allá. A él mismo lo sorprendió ese pensamiento. La vida ultraterrena le parece tan probable como Ganímedes. Era su manera de reconocerle las cosas que le había dado y por las que se sentía agradecido.
Vanina, que fue la más linda de la secundaria, ahora también lo es en la Facultad de Arquitectura. Súper consciente de su belleza es, sin embargo, muy correcta, educada y formal. Marcelo piensa que su exceso de formalidad le resta espontaneidad a sus gestos, muy ensayados para realzar lo mejor de sus rasgos y de su figura y para agradar a cualquier persona, animal o cosa que se le ponga por delante. Ambos aún arrastran la dependencia de la mirada del grupo de amigos adolescentes para quienes ellos dos son «la» pareja. Ella siempre se había mostrado entusiasta con la idea de casarse y formar familia, pero aceptó la excusa de la muerte de Mario para posponer la boda con menos protestas de la que Marcelo hubiera esperado y con más rabia de lo que nunca imaginó. Ignora que a Vanina las broncas se le quedan adentro como el rescoldo que sólo notamos que está encendido cuando nos quema. Con el nombramiento en la fiscalía, a él le había surgido un aluvión de ideas que quería poner en marcha. Investigaciones, casos sin cerrar, una serie de delitos cometidos por personal militar durante la dictadura, que habían quedado sin proceso y sin castigo, empantanados en una serie de leyes y decretos contradictorios y, en muchos casos inconstitucionales, que había que desenredar y llevar adelante en contra de la falta de voluntad política del gobierno por enjuiciar a los criminales con uniforme.
Mamá termina de preparar la comida en la cocina. La que fuera su habitación está exactamente igual al día en que la dejó. Que su madre la conserve intacta tiene para él algo morboso, macabro, como los padres que a la muerte de un hijo convierten su habitación en un cenotafio. Marcelo vino a buscar algo que dejó allí en tiempos en que trabajaba en el juzgado de Marraco: los documentos de una investigación que quedó en la nada, el caso Biterman. Cuando saca el sobre de la biblioteca, cae el libro que le regaló su padre cuando entró en Derecho. Se sienta en la cama, deja el sobre a un lado y recoge el libro del suelo. A pesar de ser un lector impenitente, a su padre no le gustaba poner nada por escrito, a modo de dedicatoria resaltó un párrafo en amarillo: La justicia es para mí aquello bajo cuya protección puede florecer la ciencia, y junto con la ciencia, la verdad y la sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia.
Sonríe y deja el libro a un lado. Esa mañana había estado trabajando en varios casos de hijos de desaparecidos durante la dictadura que habían sido apropiados por personal militar. Los datos se los habían suministrado las Abuelas de Plaza de Mayo y algunos estaban referidos a una comisaría que había en la provincia que había sido utilizada como base de operaciones y centro clandestino de detención bajo el nombre de COTI Martínez. Se creía que COTI era la sigla del Comando de Operaciones Tácticas I. Varios testigos implicaban allí a un mayor de apellido Giribaldi. Le llamó la atención ese nombre que le resultaba familiar. Lo había leído antes y había estado todo el día tratando de recordar dónde. Al mediodía, mientras almorzaba con Mónica, su amiga y protectora, jueza de la cámara del Crimen, repentinamente, entre un bocado y otro del lomo con champiñones de Don Luis, se acordó: había sido en el caso Biterman.
Ese homicidio cayó en manos de Marraco de la mano del comisario Lascano, conocido como El Perro. Le entregó al juez toda la información relacionada con el asesinato de Biterman, en el cual estaba involucrado Giribaldi. El asunto fue así: como se usaba en la época, el Grupo de Tareas que comandaba Giribaldi había fusilado a dos muchachos, un chico y una chica, en un descampado. Por casualidad, un camionero se detuvo en la banquina para orinar y vio los dos cadáveres. Se puso en camino nuevamente y lo denunció en el destacamento de Puente de la Noria. Antes, esa misma noche, un tal Amancio Pérez Lastra tuvo una pelea con Elías Biterman, un prestamista del Once al que le debía mucho dinero y que terminó muerto. Pérez Lastra recurrió entonces a su amigo Giribaldi para que lo ayudase a deshacerse del cuerpo. El militar le propuso que lo llevara al mismo descampado donde fusilaron a los muchachos. Del destacamento comisionan a Lascano para que investigue los dos cadáveres que había visto el camionero, pero cuando llega, se encuentra con que los muertos eran tres y que uno de ellos guarda muchas diferencias con los otros dos. Lascano se dio cuenta de que ese cadáver no correspondía a los fusilados por el ejército sino que fue plantado allí. Se puso a investigar y desarmó toda la madeja. Localizó al asesino, al arma usada en el crimen y describió la cadena de complicidades. Está todo allí. Marraco no incorporó esas pruebas a la investigación. Marcelo fue testigo del ocultamiento. El juez le encargó llevarle los documentos a Giribaldi, pero Marcelo se ocupó de fotocopiar los documentos por el camino. Esos datos, que comprometen a Giribaldi en la muerte de un civil, están en el sobre que ahora sostiene en sus manos.
Mañana tratará de ubicar a Lascano. Tiene la impresión de que acá hay mucha tela para cortar. La madre lo llama a la mesa. Mete todos los papeles de vuelta en el sobre. Decide llevarse también el libro de Kelsen.
El aroma que flota por el pasillo le despierta a un cocodrilo en el estómago: su madre hace el mejor risotto del mundo.