ES noche cerrada y llueve. Llueve detrás de los vidrios de la ventana. Llueve en la ciudad, en el país, en el mundo. A Giribaldi lo despierta un sueño que no quiere recordar, es el mismo que lo viene desvelando desde hace mucho tiempo. Tanto que ya perdió la cuenta. No sabe cuándo fue que lo tuvo por primera vez. A su lado duerme Maisabé y en la habitación contigua, Aníbal, pero se siente solo, como si el mundo se hubiera vaciado y estas personas hubiesen perdido todo significado. Duda ahora de si alguna vez lo tuvieron, pero sospecha que deben haberlo tenido. La tormenta agita los cristales de la ventana, por su cabeza cruza la imagen de él mismo saltando a través de ella y cayendo en cámara lenta, en medio de una nube de vidrios rotos, como en las películas. Su fantasía le proporciona una muestra gratis del relámpago de dolor y la noche que le sigue al golpe contra el pavimento: la lluvia cae sobre su cuerpo desarticulado, se mezcla con su sangre, corre por la calle. Unos pocos transeúntes se arraciman en torno de su cadáver y, arriba, asomada al balcón, Maisabé lo contempla con una extraña sonrisa. Se sienta en la cama como impulsado por un resorte. Le parece oír un susurro. Se vuelve a mirar a su mujer. Un hilo de baba va cayéndole por la comisura, estirándose a medida que crece la gota que lo remata. Pasos en el pasillo. La casa entera cruje y protesta. Oye el llanto de un niño. Va hasta la habitación de Aníbal. Giribaldi lo observa detenidamente. La mitad de su rostro está iluminado por la luz de un farol que entra por la ventana, la otra mitad, en sombras. Tiene la certeza de que está despierto y finge dormir. Se acerca y aproxima su cara a la de él. Está demasiado quieto, se pregunta si no estará muerto. Lo toca. El niño abre los ojos y lo mira fijamente, sin pestañear. Giribaldi retira su cara y desvía la mirada. Sale de la habitación. Va hasta el escritorio, abre la puerta ventana. La lluvia rebota en el piso y le salpica los pies desnudos. Sale al balcón, se asoma, calcula exactamente el lugar donde su cuerpo caería. El agua está helada. Regresa al interior. Cierra la ventana, se sienta a la mesa. No sabe qué hacer con las tremendas ganas de llorar que siente. Se queda allí sentado contemplando la nada hasta que la mañana pone la casa en movimiento.
Maisabé le trae una taza de café negro, fuerte, sin azúcar, en silencio, la deja sobre el escritorio, sale. En el preciso instante en que desaparece de su vista dice: buenos días. El hombre no contesta, mira ahora la taza humeante, le llega el olor del café como un recuerdo. Lo único real es lo que sucede en este instante. Los minutos, las horas, los días van precipitándose en la nada, en un vacío sin fondo. Se lleva la taza a los labios y no se da cuenta, sino hasta mucho más tarde, de que el líquido le ha estragado la lengua y entonces atribuye su insensibilidad a una enfermedad terminal.
Luego de más de tres horas de espera, la secretaria le comunica que el general tiene un problema. No vendrá. No le da una nueva cita, dice que lo consultará con su jefe y lo llamará. Hay desgano en su voz, falta de convicción en sus palabras, ningún esfuerzo por simular en sus gestos. El mayor Leonardo Giribaldi (R. E.) sale del edificio de Azopardo 250 y se va caminando hacia Corrientes. Él, como tantos oficiales que fueron dados de baja cuando Alfonsín ascendió a otros más modernos, pasó a formar parte de un grupo de apestados. Nadie va a sacar la cara por ellos ni a defenderlos. Es más, pareciera que deberían estar agradecidos porque no los denuncien. Lo peor de todo es que nadie les dice nada, se limitan simplemente a ignorarlos como si nunca hubiesen existido.
Giribaldi va temblando de rabia. Se sienta en la plaza para tratar de calmarse un poco. Desde lo alto de un pilar Colón mira hacia España y le da la espalda a la Casa Rosada. Un lugar que cree jamás ocupan los grandes hombres, los patriotas, los que ponen su vida al servicio del país. La azul y blanca ondea en uno de los balcones. En otras épocas, el majestuoso flamear lo llenaba de orgullo, hoy lo llena de vergüenza. Los comunistas lograron hacerse del poder. Lo que no pudieron conseguir a lo macho, por las armas, lo han logrado haciéndole el verso a un pueblo que tiene las orejas siempre dispuestas para el halago. Mira la ventana del despacho del Presidente de la Nación.
Allí debe de estar el gordito maricón, el traidor, el vendepatria. Empaquetó bien a todo el Estado Mayor. Sacó unas leyes que no sirven para nada. Nos hizo creer que los únicos que serían juzgados por las acciones contra la guerrilla serían los responsables máximos, la Junta de Comandantes. Pero, cuando les tocó sentarse en el banquillo de los acusados, se abrieron de gambas y dijeron que ellos no sabían lo que estaba pasando. ¡Mirá si no iban a saber! Los que los sucedieron se camuflaron de democráticos, como si no hubieran tenido nada que ver. Se sentaron sobre sus colas de paja rezando cada noche porque no les tocara a ellos. Se la comieron como venía. Y ahora nosotros, los que hicimos todo el trabajo, los que fuimos al frente y nos jugamos la vida, somos los más expuestos.
Trata de borrarse esos pensamientos porque le da la sensación de que va a explotar de bronca. Tiene que hacer algo, ocuparse de algo porque teme volverse loco. Se levanta, escupe al pedregullo y camina en dirección al edificio del correo. Es la hora en que comienza la estampida de oficinistas.
Mañana tiene una cita con Gutiérrez. Con la guita que se hizo en los operativos de su grupo de tareas montó una empresita de vigilancia y limpieza. Parece que le va bastante bien, pero cuando hablaron le dijo: Si no te hacés demasiadas ilusiones, vente a tomar un café. Ya sabe que no va a darle trabajo, pero al menos podrán conversar. Hace ya demasiado tiempo que, prácticamente sólo habla con su mujer. Maisabé únicamente parlotea de cuestiones de la casa, de la escuela del chico, de los precios, de la plata que no alcanza.
Baja las escaleras del subte junto con una multitud apurada que anda sin orden ni concierto. A él lo pone mal toda esa gente desordenada y ruidosa. Reprime el impulso de pegar un grito para que formen fila. Si pudiera esperar obediencia, Giribaldi los separaría en dos grupos: los que suben y los que bajan. Un paso atrás los que van a abordar el tren para dejar espacio a los que descienden. Una vez que se desagotaron los vagones, ordenadamente, dos pasos adelante y adentro. Rápido, eficiente, organizado, limpio. Le desagrada la gente suelta, pugnando por ganar espacio, empujándose unos a otros como animales en un corral. Si estuviera en su poder impondría una disciplina racional que los alejara de esa pura animalidad, de ese promiscuo rozarse de los cuerpos, de esa ausencia total de respeto por el espacio del otro. Pero no tiene poder alguno. Alguna vez lo tuvo y pudo ejercerlo en todo lugar y en todo momento, luego se redujo a la acotada geografía del cuartel. Ahora, nada.
Mientras aguarda en el andén la llegada del tren que ya ilumina el túnel con sus luces desmañadas, se siente cualquiera, nadie, uno más, una víctima de los empujones y de la desidia de los civiles, indiferentes a la deuda que tienen con hombres como él. La gente se arremolina, se inquieta y se prepara para el asalto de los asientos. Giribaldi, medio encandilado por haber fijado la vista en las luces que vienen agrandándose, piensa en la pequeña, distancia que lo separa de la muerte: un paso al frente y ya. Todo se acaba. En ese momento alguien le toca la espalda. Se le cruza por la cabeza que lo quieren empujar a las vías. Se da vuelta llevándose la mano a la 9 mm que tiene en la sobaquera y le clava una mirada furiosa a un joven yuppie. Lo mira de arriba abajo, tiene una barba de dos días, traje negro, corbata amarilla y una mochila multicolor. No repara en Giribaldi, está como en otro mundo, con las orejas cubiertas por unos auriculares de los que emana un tum-tum rítmico que va siguiendo con pequeños movimientos de cabeza. La multitud se pone en marcha y, como una ola, lo arrastra dentro del vagón.