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EL pecho le duele menos esta mañana. Mientras espera, Venancio Ismael Lascano, el Perro Lascano, piensa en Eva. ¿Dónde estará, qué habrá sido de ella? Está esperando que se revele quién fue su protector, quién lo salvó cuando agonizaba tirado en la calle con un tiro de .45 que se le metió por las costillas y le reventó el pulmón que ya tenía estropeado por el cigarrillo. Su salvador, además, se había encargado de que lo atendieran, de su curación y de su rehabilitación. Lo había ubicado en esta casa, al cuidado de una enfermera y custodiado por dos tipos pesados y mudos. ¿Cuánto tiempo pasó? No lo sabe a ciencia cierta. Cuando le dijo a Ramona, la enfermera, que estaba harto del aislamiento, ella le contestó que eso era señal de que ya estaba recuperado. Luego la escuchó hablar por teléfono en la habitación contigua y más tarde le anunció la llegada de su protector. Es lo que está esperando mientras piensa en Eva y mira por la ventana la larga hilera de eucaliptos que bordean la calle de tierra por donde se acerca un auto dejando una densa estela de polvo. El tiempo ha estado inusualmente seco en estos días. El Falcon se detiene junto a la tranquera, el acompañante se baja, la abre, aguarda a que el coche la atraviese, la cierra de nuevo y luego camina hacia la casa a paso tranquilo, bajo el saco abulta la reglamentaria. El auto se estaciona junto a las hamacas medio destartaladas, la puerta de atrás se abre y, de todas las personas del mundo, quien baja es el comisario mayor de la Federal Jorge Turcheli, a quien en la repartición lo llaman «Dólar Azul» porque hasta el más boludo se da cuenta de que es falso.

Para Lascano es una verdadera sorpresa, porque Turcheli es su antítesis, un policía corrupto que se hizo rico en la función gracias al negocio de la asignación de comisarías que están a su cargo. El tipo viste como un dandy y luce siempre bronceado y atlético. Cuando comienza a caminar hacia la casa lo ve al Perro en la ventana, le hace una sonrisa y lo saluda con la mano. Lascano no contesta ni el saludo ni la sonrisa, se vuelve hacia la puerta por donde entrará enseguida. En estos momentos piensa que un cigarrillo le vendría bien, pero el médico que cada tanto viene a controlarlo, le dijo que tiene que despedirse del pucho para siempre. Turcheli abre la puerta y entra sonriente como un diplomático.

Turcheli se pone de pie, mira por la ventana, va hasta la puerta, la cierra y regresa con una sonrisa triunfal.

El Perro tiene una sensación de náusea que contiene poniéndose de pie e inspirando profundamente.

Turcheli mira la hora, se pone de pie y hace un gesto de retirada.

Lascano vuelve a la ventana desde donde lo ve partir. La polvareda que levanta el auto va ahora en sentido inverso. Turcheli pretende mandarlo al frente. La suspensión de la vida que significó su cura y rehabilitación llega a su fin. Dentro de su cabeza escucha el grito de «acción» que indica que la película recomienza. No tiene ganas de ponerse a luchar contra criminales ni asesinos, de la policía o fuera de ella, de estar alerta las veinticuatro horas del día, de mirar por encima del hombro constantemente. No siente ningún deseo de asumir responsabilidades, riesgos. Siente que no tiene ningún lugar a dónde ir, a dónde quiera ir que no sea a Eva, a sus brazos, a su amor. La proximidad de la muerte lo hizo más sabio, más distante, más calculador. Mira el carretel en el que se desenrolla el hilo de su vida y se da cuenta de que no le queda mucho piolín y que el poco que resta está corriendo a gran velocidad. Sueña con un tiempo grato y amable. Reclama la cuota de amor que la vida hasta ahora sólo le concedió fugazmente, nada más que para quitársela, como si fuera una burla. Lamenta no tener una foto de Eva. Qué no daría en este momento por ver sus ojos, por tocarla, por sentir su aliento y sus manos. En cuanto esté de vuelta en Buenos Aires va a ocuparse de averiguar dónde está esa mujer en el mundo. Le dirá a Jorge que no va a hacerse cargo de su propuesta y le pedirá dinero para encarar la búsqueda de Eva. No ve en la vida otro propósito, otro destino, otro interés que encontrarla.

Mientras un sol naranja, aguijoneado por los mil sables de los eucaliptos, se zambulle en busca del horizonte, Lascano siente que le duele el pecho, donde el dolor de la herida se le confunde con el de la ausencia.