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El Topo está sentado en el catre que ya va dejando de ser suyo, esperando ese anuncio. Soñó con él cada una de las mil cuatrocientas sesenta y una noches que pasó en este pabellón. Ahora, le parece irreal que el momento haya llegado y le da miedo. Adentro uno sabe cuándo debe estar alerta, cuándo puede ser atacado. Muera se ignora de dónde puede venir el ataque, qué cosa puede salir mal. La casualidad es el peor enemigo de un asaltante.

En el pabellón de la cárcel de Devoto flota un aire como de velorio. Así es cada vez que un preso popular deja el presidio para volver a la libertad, que es linda, pero, vista de este lado de la reja, no es tan alegre como podría pensarse. Es que la cárcel, a la vez que estimula la criminalidad, entumece. La rutina de todos los días atonta los reflejos, nubla el entendimiento y, al mismo tiempo, azuza la rabia. Los criminales experimentados saben que no es conveniente volver a la acción inmediatamente después de ser liberados. Es común que un delincuente, luego de una condena larga, termine muerto al poco tiempo de salir.

El Topo es un preso rico. Tiene asegurado un suministro de provisiones y dinero que llega desde afuera. En la cárcel, con plata, se consigue cualquier cosa que se necesite. Miranda sabe con quién debe ser generoso, con quién compartir su fortuna que no es con todos, sino con el Poronga del pabellón. A él se le deja el crédito de la distribución que hará como mejor le parezca. Todos saben de quién provienen los bienes que reparte el jefe de la ranchada, pero el Topo jamás lo pondrá en evidencia. La discreción es una virtud cardinal entre los presos. Allí es alguien respetado. El Poronga le concede protección y le permite tener un «valerio» en exclusiva. Con un poco de inteligencia y mucho respeto, en la cárcel no hay demasiadas asechanzas. Lo más peligroso, en todo caso, son los motines. Allí puede pasar cualquier cosa, pero seguramente la probabilidad de morir en un motín no debe ser muy distinta de la de ser atropellado por un colectivo.

En pocos minutos por el pasillo sonará el grito: ¡Miranda, con todo! Ahí dará comienzo el viaje de cuatrocientos metros que lo separan de la calle. Entonces se pondrá de pie, tomará el bolso que preparó más temprano y saldrá caminando por la pasarela que forman la doble hilera de camas, sin mirar ni hablar a nadie. Los bienes que no llevará consigo ya han sido repartidos en calidad de herencia. De todos los que tenía que despedirse ya se despidió horas atrás. Desde entonces se fue transformando lentamente en un fantasma. Cuando uno sale se convierte en un ser envidiado, es la encarnación del deseo de todos yéndose por la puerta. Por eso no se dejan las despedidas para último momento.

En la cama de al lado, Andrés, que ha sido su valerio el último tiempo, está vuelto boca abajo esforzándose por reprimir el llanto que lo oprime como una corbata demasiado ajustada. Andrés ama al Topo, pero su pena no es sólo de amor. Miranda fue bueno y generoso con él, lo trató siempre con consideración, jamás le pegó ni lo entregó a otros. Muchos en el pabellón le tienen ganas, pero hasta ahora nadie se atrevió a meterse con él. Es un correntino rubio de ojos verdes de lo más parecido a una chica. Tiene modales de señorita, cocina como una reina y habla de sí mismo en femenino con dulce acento guaraní. Está guardado desde los dieciocho. La madre murió cuando tenía once años y el tipo que decía ser su padre había abusado de él desde entonces. Una noche, mientras dormía, le ató los brazos y las piernas a las patas de la cama y lo despertó. Le cortó la pija por la base y se sentó a verlo desangrarse y morir. Después se entregó a la policía. En el juicio, un defensor de pobres y ausentes, demasiado pobre y demasiado ausente, tomó el camino más corto: le hizo ratificar la confesión que en sede policial redactó con animosidad un oficial escribiente que odiaba a los maricones. Tampoco se tomó la molestia de apelar la sentencia que lo encontró culpable de homicidio agravado por el vínculo y que lo condenó a perpetua. Miranda se lo compró a un tal Villar. Después del negocio se encargó, sin que nadie se enterara, de que al vendedor lo trasladen a otro pabellón, por las dudas. Poco tiempo después Villar se enfermó y murió. Se dijo que lo había fulminado un cáncer de páncreas.

Ahora Andrés llora en silencio. Sabe que en cuanto el Topo salga por esa puerta se desatará una disputa por su propiedad. Los candidatos a adueñarse de él son dos o tres, ninguno de su agrado. El futuro promete pesares y sufrimientos. Miranda trató de adjudicárselo a alguien conveniente, pero el Poronga le aconsejó que no se metiera, que dejara que el asunto se resolviera solo. No es hombre de desaprovechar un buen consejo y, por otra parte: ¿Quién quiere meterse en quilombos cuando está a punto de salir? Se habían despedido en un rincón apartado del patio. Por esa única vez, Miranda lo dejó que lo besara brevemente en los labios, pero sin meter lengua, eh, y ésa fue la única vez que Andrés le dijo: te quiero y te voy a extrañar. No joda, che. Le acarició la cabeza como a un chico travieso y le dio la espalda. Andrés se quedó un rato largo mirando a través del alambrado. Desde atrás, se notaba, todo su cuerpo lloraba la anticipación de su ausencia. La víspera duele más que la ejecución, la agonía más que la muerte.

Se pone de pie. Sale por el pasillo, digno como un rey, sin mirar a nadie, como la cosa más natural del mundo. Toda la actividad del pabellón se detiene a verlo partir. Sólo cuando la reja se cierra detrás de él se escucha la potente voz del Poronga que le advierte desde el fondo de la sala.

Miranda se vuelve y, aunque no cree en Dios, le dedica una sonrisa triste que dice: ojalá. El Poronga piensa que mejor recibirá su regreso que la noticia de su muerte y se le antoja que ese pensamiento es un presagio, pero no quiere pensar demasiado en eso. El destino es el destino y cada cual habrá de encontrarse con el suyo.

La calle lo recibe con ráfagas cruzadas de aire frío. Nadie fue a esperarlo. No le había dicho a la Negra qué día salía exactamente por más que ella se lo había porfiado una y otra vez. También le había prohibido a su abogado que se lo dijera. Sólo le había autorizado una visita por mes que ella nunca dejó de cumplir y que él jamás aceptó aumentar. Le gustaba su presencia, pero le dolía verla partir. La Negra está buena y es buena mujer. Miranda piensa que se merece a alguien mejor que él.

Antes de encontrarse con ella quiere cerciorarse de tres cosas: que él no contrajo sida, que aún funciona con una mujer y que Susana está sola. Cualquiera de estas situaciones invalida cualquier posibilidad de rehacer su vida en la forma que sueña. Lo del sida es lo más definitivo, pero también es la duda más fácil de resolver, su amigo el doctor Gelser le dirá cómo. Lo de las mujeres tiene también una solución sencilla. Esa solución se llama Lía.

Mientras se aleja de la calle Bermúdez a bordo de un taxi, le da un repaso a sus miedos. Aunque Andrés le haya asegurado que estaba sano, cosa que estaría probada porque en la cárcel los sidosos tienen un pabellón aparte, en realidad, nunca se sabe. La repentina muerte de Villar lo llena de dudas. Si me llega a dar positivo, todo lo demás deja de tener sentido. Si el análisis da bien, se probará con Lía. Teme que ya no lo calienten las mujeres. A decir verdad, aquello que al principio había sido nada más que una cuestión de uso, de satisfacer la necesidad de meter su carne en otro cuerpo, en los últimos tiempos se había transformado en otra cosa que lo sorprendía: fantasear con la noche, con Andrés, con sus fantásticas felaciones, con su carne. Más aún, soñaba con sus ojos y eso es lo que más lo inquieta. Superada la prueba podrá encarar el tema de la Negra, enterarse si tiene otro hombre. No le da bronca la idea, lo entendería, tendría que entenderlo, pero eso también podría matarlo de pena. Siente la necesidad de saber la verdad y no quiere que nadie venga a contársela, quiere verla con sus propios ojos. Sin que ella lo sepa vigilará sus pasos unos cuantos días. Se esconderá cerca de la casa y sabrá. Se esconderá como sólo él sabe hacerlo. No por nada tiene el sobrenombre que tiene.

En el barrio era el campeón. Ninguno de los chicos fue capaz de encontrarlo nunca. Cuando jugaban a la escondida parecía que se lo hubiera tragado la tierra, por eso lo bautizaron Topo. Esa aptitud natural para confundirse con el paisaje, ese don camaleónico con el que vino al mundo le fue de enorme utilidad en su carrera criminal. Lo desarrolló y lo perfeccionó a lo largo de todos los años de su vida adulta y lo puso a salvo no pocas veces cuando la policía lo tuvo cercado. No muchos saben que esconderse es un arte que puede practicarse, que tiene reglas y leyes. Para ocultarse eficientemente lo primero que hay que pensar es qué es lo que el perseguidor está buscando. Una forma, un tipo que mide tanto, que pesa tanto, que tiene tal color de pelo, que es gordo o flaco, tiene bigotes u orejas grandes, que está vestido de tal o cual manera. Lo que sea. Los ojos del perseguidor entonces seleccionarán rápidamente, entre todo lo que ve, aquello que más se asemeje a la imagen de quien está buscando. En su mente habrá un retrato de esa persona. Al Topo le gustaba ver documentales de la vida animal con su hijo cuando era un chiquito. Unos científicos que estudiaban al pájaro fragata observaron que cuando la madre se acercaba a los pichones para alimentarlos, éstos abrían sus picos automáticamente. Pensaron que ello se debía a que detectaban la forma y color de su madre acercándose. Entonces hicieron un experimento para ver si los pichones respondían sólo a forma y color. Hicieron un muñeco con la apariencia del pájaro, lo pintaron de negro y le pusieron una mancha circular roja en el pecho, tal como tienen las hembras adultas. Cuando se lo acercaban, los pichones abrían el pico. Fueron simplificando progresivamente el monigote hasta llegar a presentarle una simple tabla triangular negra con una marca roja. Los animalitos seguían abriendo sus picos cuando se la aproximaban. Forma y color. Eso es lo que se busca, lo que se compara, lo que se reconoce. Cuanto más intensa o apremiante sea la búsqueda y cuanto mayor sea el número de individuos a comparar, menor será la cantidad de detalles que se tomarán en cuenta y la imagen del sujeto buscado irá reduciéndose a unos pocos rasgos sobresalientes. Cuanto más veloz o compleja la búsqueda, menos detallada la imagen. El Topo siempre lo supo, por instinto. Con el correr de los años, y gracias a su capacidad de observación, llevó la práctica de ocultarse a la categoría de un arte que consiste en cambiar de apariencia con la vestimenta, los gestos, la postura corporal. Es un actor que puede aparentar dieciocho años o setenta de un minuto a otro, es el rey del disfraz. Lo ayudan algunas condiciones innatas: es de altura y peso promedio y su cara carece de cualquier rasgo destacable, es la cara de cualquiera, la cara de todos. Tiene el cabello lacio y dócil que se deja peinar de cualquier manera. Lo único que lo distingue son los ojos, no por el color pardo, común, sino por la mirada: inquisidora, movediza, certera, inteligente y rapaz como la de un halcón. Pero los ojos pueden ocultarse muy fácilmente tras unos anteojos, desviando la mirada, cerrando los párpados o con una habilidad que pocos tienen, mentir con los ojos.

Anochece cuando aborda el tren que lo llevará al aguantadero. La estación está abarrotada. En el andén los pasajeros compiten en silencio por una baldosa junto al borde y ruegan que una puerta les quede cerca. El convoy entra lentamente en la estación haciendo sonar el silbato. La gente, entre la ansiedad por conseguir un asiento y el temor a ser empujada a las vías, se agita nerviosa. Miranda se para detrás, ni muy cerca ni muy separado de la multitud. Cuando el tren va deteniéndose se desata la carrera por los asientos. Los que están cerca de las puertas se meten dentro a toda velocidad, muchos de los que no las tienen próximas se trepan por las ventanas que están abiertas. La segunda línea de pasajeros empuja a la primera contra los vagones. La tercera fila está constituida por los viejos, las embarazadas, las madres con niños pequeños, los débiles, los discapacitados, los que ya no quieren pelear. Miranda se dirige al furgón de cargas. Sube detrás de un grupito de chicos punk vestidos de fiesta.