El banquete ya dura demasiado para la juventud, que espera el baile. Las personas de edad madura deben mostrarse complacientes. Se desarma la mesa: los tablones que la forman, los toneles que la sostienen, se trasladan al fondo de la enramada; convertidos en tablado, sirven de escenario a los músicos. Se tocan fandangos sevillanos; Jóvenes gitanas los ejecutan con sus castañuelas y sus panderetas; los invitados se mezclan con ellas y la imitan; el baile se generaliza. Biondetta parecía devorar con los ojos el espectáculo. Sin salir de su lugar, ensaya todos los movimientos que ve hacer.
«Creo —dice— que el baile me gustaría con furor». Pronto se lanza a ello y me obliga a bailar. Muestra de entrada cierta timidez y hasta un poco de torpeza, pero en seguida parece acostumbrarse y unir la gracia y la fuerza a la ligereza, a la precisión. Se calienta: necesita su pañuelo, el mío, el que caiga en sus manos; no se detiene más que para enjugarse el sudor.
El baile nunca fue mi pasión y mi alma no estaba tan a gusto como para que yo pudiera entregarme a un entretenimiento tan vano. Me escapo y llego a uno de los extremos de la enramada, buscando un lugar donde poder sentarme y reflexionar.
Un parloteo muy ruidoso me distrae y, casi pesar mío, reclama mi atención. Dos voces se han alzado a mis espaldas. «Sí, sí —decía una—, es un hijo del planeta. Entrará en su casa. Fíjate, Zoradilla, nació el 3 de mayo a las tres de la mañana…
—¡Oh!, realmente, Lelagisa —respondía la otra—, ¡pobres de los hijos de Saturno! Éste tiene a Júpiter de ascendiente, Marte y a Mercurio en conjunción trina con Venus. ¡Qué hermoso joven! ¡Qué prendas naturales! ¡Qué esperanzas podría concebir! ¡Qué fortuna debería hacer! Pero…»
Yo sabía la hora de mi nacimiento y la oía detallar con la más singular precisión. Me doy la vuelta y observo a las dos charlatanas.
Veo a dos viejas gitanas menos sentadas que en cuclillas sobre sus talones. Una tez más que olivácea, ojos profundos y ardientes, boca hundida, nariz fina y desmesurada que, partiendo de lo alto de la cabeza, llega curvándose a tocar el mentón; un pedazo de tela que tuvo rayas blancas y azules gira dos veces en torno a un cráneo semipelado, cae sobre el hombro y desde allí se prolonga hasta la cintura que, de este modo, queda medio desnuda; en una palabra, objetos casi tan repugnantes como ridículos.
Las abordo. «¿Hablabais de mí, señoras?», les digo, viendo que me seguían mirando sin dejar de hacerse señas…
«¿Nos escuchabais entonces, señor caballero?
—Sin duda —repliqué—. ¿Y quién os ha enseñado tan bien la hora de mi nacimiento?…
—Muchas más cosas podríamos deciros, joven afortunado, pero debéis empezar por poner la señal en la mano.
—Que no quede por eso —respondí, e inmediatamente les di un doblón.
—Mira, Zoradilla —dijo la de más edad—, mira qué noble es, cómo está hecho para gozar de todos los tesoros que le están destinados. Vamos, rasguea la guitarra y sígueme.» Canta:
España os ha dado el ser,
Parténope, la crianza;
la tierra en vos ve a su dueño;
del cielo, si queréis serlo,
el favorito seréis.
La dicha que os auguramos
voluble es, puede dejaros,
sólo la tenéis al paso:
es preciso, si sois sabio,
cogerla sin vacilar.
¿Cuál es ese objeto amable
que se rindió a vuestro imperio?
Es…
Las viejas estaban en vena. Yo era todo oídos. Biondetta deja el baile; corre hacia mí, me toma del brazo, me obliga a alejarme. «¿Por qué me has abandonado, Alvaro? ¿Qué haces aquí?
—Escuchaba —respondí.
—¡Cómo! —me dijo, mientras me arrastraba—, ¿escuchabas a esas monstruosas viejas?…
—En realidad, mi querida Biondetta, esas criaturas son singulares; tienen más conocimientos de los que les suponemos; me decían…
—Sin duda —me replicó con ironía— hacían su trabajo, te decían la buenaventura. ¿Les dabas crédito? Eres, a pesar de tu inteligencia, simple como un niño. ¿Y esas son las cosas que te impiden ocuparte de mí?…
—Al contrario, mi querida Biondetta: iban a hablarme de ti.
—¡Hablar de mí! —replicó vivamente, con una especie de inquietud— ¿qué saben de mí ellas?, ¿qué pueden decir? Desvarías. Bailarás conmigo toda la noche para hacerme olvidar tu espantada.»
La sigo, entro de nuevo en el corro, pero sin prestar atención a lo que ocurre alrededor mío. Sólo pensaba en escaparme para reunirme otra vez, donde pudiera, con mis echadoras de buenaventura. Finalmente, creo ver un momento favorable: lo aprovecho. En un abrir y cerrar de ojos me escabullo en busca de mis brujas, las encuentro y las llevo a una pequeña glorieta donde termina el huerto de la granja. Una vez allí, les suplico que me digan, en prosa, sin enigma, muy sucintamente, en fin, todo lo que puedan saber de interés sobre mi persona. Mis ruegos causaron su efecto, pues tenía las manos llenas de oro. Se consumían tanto por hablar como yo por escucharlas. Pronto no pude ya dudar de que conociesen las particularidades más secretas de mi familia y, confusamente, mis relaciones con Biondetta, mis temores, mis esperanzas; creía enterarme de muchas cosas, me preciaba de enterarme de otras aún más importantes; pero nuestro Argos me vuelve a pisar los talones.
Esta vez Biondetta no corre hacia mí, sino que voló. Quise hablar. «Nada de excusas —dijo—, la reincidencia es imperdonable…
—¡Ah! Me la perdonarás —le dije—, estoy seguro de ello. Aunque me hayas impedido enterarme de todo lo que podía saber, ya sé, lo suficiente…
—Para hacer alguna extravagancia. Estoy furiosa, pero no es éste el momento de pelearse; aunque nosotros nos hayamos faltado al respeto, se lo debemos a nuestros anfitriones. Vamos a sentarnos a la mesa, y yo me colocaré a tu lado: no pienso aguantar más que te me escapes.»
En la nueva disposición del banquete, estábamos sentados enfrente de los recién casados. Ambos están animados por los placeres de la jornada: Marcos tiene la mirada encendida y Luisa mira con menos timidez que antes, pero el pudor se venga y le cubre las mejillas del más vivo encarnado. El vino de Jerez da la vuelta a la mesa y parece haber desterrado hasta cierto punto la reserva: hasta los viejos, animándose con el recuerdo de sus placeres pasados, provocan a la juventud con ocurrencias que demuestran menos viveza que petulancia. Este cuadro tenía ante mis ojos, pero había otro más movido y más variado junto a mí.
Biondetta, que parecía alternativamente entregada a la pasión y al despecho, luciendo una boca armada con las gracias altivas del desdén o embellecida por la sonrisa, me importunaba, me ponía mala cara, me pellizcaba hasta sangrar, y terminaba por pisarme suavemente los pies. En una palabra, se sucedían en un mismo instante el favor y el reproche, el castigo y la caricia, de modo que, entregado a tal vicisitud de sensaciones, me hallaba en un desorden inconcebible.