XV

Inmediatamente, una vez enganchada la calesa, le presento la mano a Biondetta, ocultando el desorden de mi alma bajo una apariencia de firmeza. Ella se muestra atemorizada: «¡Cómo! —dice—. ¿Vamos a entregarnos a tu hermano? ¿Vamos a amargar con nuestra presencia a una familia irritada, a vasallos afligidos?…

—No puedo temer a mi hermano, Biondetta. Si me imputa culpas que no tengo, es importante que lo desengañe; si las tengo, debo excusarme y, como no proceden de mi corazón, tengo derecho a su compasión y a su indulgencia. Si he llevado a mi madre a la tumba por la irregularidad de mi conducta, debo reparar el escándalo y llorar tan vivamente su pérdida que la verdad, la publicidad de mi arrepentimiento borren a los ojos de toda España la mancha que la falta de naturalidad grabaría en mi sangre.

—¡Ah, don Alvaro! Corres a tu perdición y a la mía. Esas cartas escritas de todas partes, esos prejuicios extendidos con tanta presteza y afectación, son consecuencia de nuestras aventuras y de las persecuciones que padecí en Venecia. El traidor Bernadillo, a quien aún no conoces lo suficiente, obsesiona a tu hermano; lo inducirá…

—¡Eh! ¿Y qué tengo yo que temer de Bernadillo y de todos los cobardes de la tierra? Mi único enemigo temible soy yo mismo. Nadie inducirá jamás a mi hermano a la venganza ciega, a la injusticia, a acciones indignas de un hombre de cabeza y coraje, en una palabra, de un caballero.»[4]

El silencio sucedió a esta conversación bastante fuerte; habría podido resultar embarazoso para uno y otra, pero después de unos instantes Biondetta se adormece poco a poco y termina por dormirse del todo.

¿Podía no mirarla? ¿Podía contemplarla sin emoción? Sobre ese rostro que resplandecía con todos los tesoros, con la pompa y con la juventud, el sueño añadía a las gracias naturales del descanso esa frescura deliciosa, animada, que proporciona armonía a todos los rasgos; un nuevo hechizo se apodera de mí: aleja mis desconfianzas; mis inquietudes quedan en suspenso o, si hay una que permanece, es que la cabeza del objeto, que me enamora, sacudida por el traqueteo del carruaje, no experimente incomodidad alguna por la brusquedad o la rudeza de los zarandeos. Mi única ocupación es sostenerla, protegerla. Pero experimentamos una sacudida tan fuerte que me resulta imposible dominarla. Biondetta lanza un grito y volcamos. Se había roto el eje. Afortunadamente las mulas se habían detenido. Me libero, me precipito hacia Biondetta, presa de las más vivas alarmas. Sólo tenía una ligera contusión en el codo, y pronto nos encontramos de pie en pleno campo, pero expuestos al ardor del sol de mediodía, a cinco leguas del castillo de mi madre, sin medios aparentes para poder llegar hasta allí, pues no se ofrecía a nuestras miradas ningún lugar que pareciese habitado.

Sin embargo, a fuerza de mirar con atención, creo distinguir a una legua de distancia una humareda que se eleva tras unos matorrales, con los que, se mezclaban algunos árboles bastante altos; entonces, confiando el carruaje al cuidado del mulero, insto a Biondetta a caminar conmigo hacia el lugar que me ofrece la posibilidad de algún socorro.

Cuanto más avanzamos, más se fortalece nuestra esperanza; el bosquecillo parece dividirse en dos: forma pronto una vereda al fondo de la cual se distinguen viviendas de modesta estructura; finalmente, una granja considerable termina nuestra perspectiva. Todo parece estar en movimiento en ese habitáculo, por lo demás aislado. En cuanto nos ven, un hombre se adelanta y se dirige hacia nosotros.

Nos aborda con cortesía. Tiene un aspecto honrado: lleva un jubón de satén negro tallado en color fuego, adornado con algunos pasamanos de plata. Aparenta tener de veinticinco a treinta años. Tiene la tez de un campesino; la frescura se trasluce bajo el bronceado, revelando vigor y salud.

Le pongo al corriente del accidente que me ha traído a su casa. «Señor caballero —me responde—, sois siempre bien venido, y en una casa llena de gente de buena voluntad Tengo aquí una fragua y arreglaremos vuestro eje; pero aunque me dieseis hoy todo el oro del señor duque de Medina Sidonia, mi amo, ni yo ni ninguno de los míos podría ponerse a trabajar. Llegamos de la iglesia mi mujer y yo: es nuestro día más hermoso. Entrad. Al ver a la recién casada, a mi parentela, a mis amigos, a quienes debo festejar juzgaréis si me es posible hacerlos trabajar ahora. Por lo demás, si ni la señora ni vos despreciáis una compañía compuesta por gentes que subsisten con su trabajo desde los comienzos de la monarquía vayamos a sentarnos a la mesa, que hoy andamos todos muy felices; de vuestras mercedes depende compartir nuestra satisfacción. Mañana abordaremos los asuntos pendientes.»

Al mismo tiempo, ordena que vayan a buscar mi carruaje.

Heme aquí, pues, huésped de Marcos, el granjero del señor duque. Entramos en el salón preparado para el banquete de bodas. Adosado al edificio principal, ocupa todo el fondo del patio es una enramada dispuesta en arcos, adornada con guirnaldas de flores, desde donde la vista, interrumpida primero por los dos bosquecillos, se pierde agradablemente en el campo a través del intervalo que forma la vereda.

La mesa estaba servida. Luisa, la recién casada, se sienta entre Marcos y yo; Biondetta, al lado de Marcos. Los padres y las madres y demás parientes se sientan unos frente a otros; la juventud ocupa los dos extremos.

La novia bajaba dos grandes ojos negros que no estaban hechos para mirar hacia abajo; todo lo que le decían, incluso las cosas indiferentes, la hacían sonreír y ruborizarse.

La gravedad preside los comienzos de la comida: es el carácter de la nación; pero, a medida que los odres dispuestos alrededor de la mesa se desinflan, las fisonomías pierden su seriedad.

Empezábamos a animarnos cuando de repente aparecen en torno a la mesa los poetas improvisadores de la región. Son ciegos que cantan las coplas siguientes, acompañándose de sus guitarras:

Marcos ha dicho a Luisa:

¿Quiere corazón y fe?

Responde ella: «Sígueme,

hablaremos en la iglesia.»

Allí, con boca y con ojos,

se han prometido los dos

una llama viva y pura.

Si sentís curiosidad

por ver esposos felices,

veníos a Extremadura.

Luisa es discreta y es bella,

a Marcos lo envidian muchos,

pero los desarma a todos

mostrándose digno de ella;

y aquí al unísono todo,

aplaudiendo su elección,

elogia llama tan pura.

Si sentís curiosidad

por ver esposos felices,

veníos a Extremadura.

¡Con qué dulce simpatía

están sus pechos unidos!

Sus rebaños se han reunido

en una misma majada;

sus penas y sus placeres,

sus afanes y deseos

siguen el mismo compás.

Si sentís curiosidad

por ver esposos felices,

veníos a Extremadura.

Mientras escuchábamos estas canciones, tan sencillas como aquellos para quienes parecían estar hechas, todos los gañanes de la granja que ya no eran necesarios para el servicio se reunían alegremente para comer las sobras del banquete; mezclados con gitanos y gitanas llamados para aumentar el júbilo de la fiesta, formaban bajo los árboles de la vereda grupos tan variopintos como animados y embellecían nuestra perspectiva.

Biondetta buscaba continuamente mis miradas y las obligaba a dirigirse hacia los objetos que tanto parecían entretenerla, como sí me reprochara no compartir con ella toda la diversión que le proporcionaban.