Durante este paseo indefinido, mis pasos se dirigen hacia un sombrío guardarropa donde mi gente guardaba las cosas de mi servicio que no debían encontrarse al alcance de la mano. Nunca había entrado en él. Me agrada la oscuridad del lugar. Me siento sobre un cofre y allí me quedo unos minutos. Al cabo de ese corto espacio de tiempo, oigo ruido en una pieza contigua; un rayo de luz que me da en los ojos me atrae hacia una puerta condenada: se escapaba por el agujero de la cerradura; aplico el ojo allí. Veo a Biondetta sentada frente a su clavicordio con los brazos cruzados, en la actitud de una persona entregada a profundas ensoñaciones. Rompió el silencio.
«¡Biondetta! ¡Biondetta! —dice—. Me llama Biondetta. Es la primera, la única palabra cariñosa que ha salido de su boca.»
Se calla y parece volver a caer en su ensoñación. Coloca finalmente las manos sobre el clavicordio que yo le había visto arreglar. Tenía delante suyo un libro cerrado sobre el atril. Preludia y canta a media voz acompañándose.
Distinguí inmediatamente que lo que cantaba no era una composición determinada. Escuchando con mayor atención, oí mi nombre, el de Olimpia.
Improvisaba en prosa sobre su supuesta situación, sobre la de su rival, que consideraba mucho más feliz que la suya y, finalmente, sobre los rigores que yo empleaba con ella y las sospechas que provocaban una desconfianza que me alejaba de la felicidad. Ella me habría guiado por el camino de la grandeza, de la fortuna y de las ciencias, y yo la habría hecho dichosa. «¡Ay! —decía—. Pero es imposible. Aunque me conociese como soy, mis débiles encantos no podrían detenerlo; otra…»
La pasión la arrebataba y las lágrimas parecían sofocarla. Se levanta, va a buscar un pañuelo, se enjuga el rostro y torna a su instrumento; quiere sentarse de nuevo y, como si la escasa altura del asiento la hubiese tenido hasta entonces en una posición demasiado molesta, coge el libro que había sobre el atril, lo pone sobre el taburete, se sienta y preludia otra vez. Pronto comprendí que la segunda escena musical no sería del mismo tipo que la primera. Reconocí el tono de una barcarola muy en boga entonces en Venecia. La repitió dos veces; después, con una voz más clara y firme, cantó la letra siguiente:
¡Ay! ¡Cómo es mi quimera!
Hija del cielo y los aires,
por Alvaro y por la tierra
abandono el universo;
sin brillo y sin poderío,
me humillo hasta las cadenas;
y ¿cuál es mi recompensa?
Me desprecian y obedezco.
Corcel, la mano que os guía
se apresura a acariciaros;
os cautivan, os molestan,
pero temen lastimaros.
De los esfuerzos que hacéis
vos recibís los honores
y el mismo freno que os templa
no os envilece jamás.
Alvaro, otra te persigue
y me aleja de tu pecho.
Dime con qué atractivos
ha vencido tu frialdad.
Todos la juzgan sincera,
se remiten a su fe;
gusta, yo no puedo hacerlo:
para mí sólo hay sospecha.
La cruel desconfianza
envenena el beneficio.
Me temen en mi presencia,
en mi ausencia me aborrecen.
Mis tormentos los supongo;
gimo, pelo sin razón;
si hablo, infundo respeto;
si me callo, es traición.
Amor, creaste la impostura;
me toman por impostor.
Para vengar esta injuria,
disipa por fin su error.
Que el ingrato me conozca
y, sea cual sea el motivo,
que deteste una flaqueza
de la que no soy objeto.
Mi rival es la que triunfa,
ella decide mi suerte
y me coloca a la espera
del destierro o de la muerte.
No rompáis vuestra cadena,
impulsos de un pecho ansioso;
despertaríais el odio…
Yo me reprimo, ¡callaos!
El sonido de la voz, el canto, el sentido de los versos, sus giros, me sumen en un desorden que no puedo expresar. «¡Ser fantástico, peligrosa impostura! —exclamé, saliendo rápidamente del lugar en que había permanecido durante demasiado tiempo—, ¿pueden imitarse mejor los rasgos de la verdad y de la naturaleza? ¡Qué feliz me siento de no haber conocido hasta hoy el agujero de esta cerradura! ¡Cómo habría venido a embriagarme! ¡Cómo habría contribuido a engañarme a mí mismo! Salgamos de aquí. Mañana iremos a orillas del Brenta. Vamos esta misma noche.»
Llamo inmediatamente a un criado y hago enviar en una góndola todo lo necesario para pasar la noche en mi nueva casa.
Me habría resultado demasiado difícil esperar la noche en la posada. Salí. Caminé, al azar. Al doblar una esquina, creí ver entrar en un café a aquel Bernadillo que acompañaba a Soberano en nuestra excursión a Portici. «¡Otro fantasma! —me dije—; me persiguen.» Entré en mi góndola y recorrí toda Venecia de canal en canal. Eran las once, cuando regresé. Quise partir rumbo al Brenta y, como mis fatigados gondoleros se regaran a llevarme, me vi obligado a recurrir a otros. Llegaron y mi gente, advertida de mis intenciones, me precede en la góndola, cargada con sus propios efectos.
Biondetta me seguía.
Apenas he puesto los pies en el barco, oigo gritos que me obligan a girar el rostro. Una persona enmascarada apuñalaba a Biondetta: «¡Me lo arrebatas! ¡Muere, muere, odiosa rival!»