VII

Pasé diez días en la misma situación de corazón y espíritu y, poco más o menos, en disipaciones similares. Encontré antiguos conocidos, hice algunos nuevos. Fui presentado en las tertulias más distinguidas, admitido en las partidas de los nobles en sus casinos.

Todo habría ido bien si mi fortuna en el juego no hubiese desaparecido; pero perdí en el ridotto, en una noche, mil trescientos cequíes que había acumulado. Nadie jugó nunca con tan mala suerte. A las tres de la mañana me retiré desplumado, debiendo cien cequíes a unos conocidos. Mi pesadumbre estaba escrita en mis miradas y en toda mi apariencia exterior. Biondetta me pareció afectada, pero no abrió la boca.

Al día siguiente me levanté tarde. Me paseaba a largas zancadas por mi cuarto, golpeando con los pies. Me sirven, no como. Retirado el servicio, Biondetta se queda, contra su costumbre. Me mira un instante, deja escapar algunas lágrimas: «Habéis perdido dinero, don Alvaro; quizá más del que podéis pagar.

—Y si así fuera, ¿dónde encontraría el remedio?

—Me ofendéis; mis servicios aún os pertenecen al mismo precio; pero no irían lejos si se limitasen a haceros contraer conmigo obligaciones que os creeríais en la necesidad de satisfacer inmediatamente. Permitid que tome asiento; estoy tan emocionada que no podría sostenerme de pie; además, tengo cosas importantes que, deciros. ¿Queréis arruinaros?… ¿Por qué jugáis con ese furor si no sabéis jugar?

—¿No conoce todo el mundo los juegos de azar? ¿Podría enseñármelos alguien?

—Sí. Prudencia aparte, pueden enseñarse los juegos de probabilidad que vos llamáis impropiamente juegos de azar. No existe el azar en el mundo; en él todo ha sido y será siempre, una serie de combinaciones necesarias que sólo pueden ser entendidas a través de la ciencia de los números, cuyos principios son al mismo tiempo tan abstractos y tan profundos que no pueden ser aprendidos si no se es guiado por un maestro; pero es preciso haber sabido proporcionárselo y unirse a él. No puedo describiros este conocimiento sublime, más que por una imagen. El encadenamiento de los números forma la cadencia del universo, regala los llamados sucesos fortuitos y supuestamente determinados obligándolos mediante balancines invisibles a caer cada uno a su vez, desde lo que de importante ocurre en las esferas alejadas hasta las miserables pequeñas probabilidades que hoy os han despojado de vuestro dinero.»

Esta perorata científica en una boca infantil, esta propuesta un poco brusca de ofrecerme un maestro, me ocasionaron un ligero temblor, un poco de aquel sudor frío que se había apoderado de mí bajo la bóveda de Portici. Miro a Biondetta, que bajaba la vista. «No quiero ningún maestro —le digo—; me da miedo aprender demasiado; pero trata de demostrarme que un gentilhombre puede saber un poco más que el juego y utilizarlo sin comprometer su carácter.» Aceptó el reto y éste, es, en sustancia, el resumen de su demostración.

«La banca está combinada sobre la base de una ganancia exorbitante que se renueva en cada lance del juego; si no corriese riesgos, la república estaría robando de modo manifiesto a los particulares. Pero los cálculos que podemos hacer son supuestos, y la banca gana siempre, teniendo enfrente a una persona instruida por cada diez mil incautos.»

La convicción fue llevada más lejos. Me enseñó una sola combinación, muy simple en apariencia: no adiviné los principios en que se fundaba, pero esa misma noche el éxito me hizo conocer su infalibilidad.

En una palabra: siguiéndola, recuperé todo lo que había perdido, pague mis deudas de juego y devolví, al regresar, el dinero que Biondetta me había prestado para intentar la aventura.

Tenía fondos, pero me encontraba más molesto que nunca. Mis recelos acerca de las intenciones del peligroso ser cuyos servicios había aceptado se habían renovado. Ya no sabía a ciencia cierta si podría alejarlo de mí; en todo caso, no tenía fuerzas para desearlo. Desviaba los ojos para no ver dónde estaba y lo veía en todos los lugares donde no estaba.

El juego dejó de ofrecerme una disipación atractiva. El faraón, que me gustaba apasionadamente, al no estar sazonado por el riesgo, había perdido todo lo que de picante tenía para mí. Las mascaradas del carnaval me aburrían; los espectáculos me parecían insípidos. Aunque hubiera tenido el corazón lo suficientemente libre como para desear establecer relaciones con mujeres de alto linaje, me hallaba desanimado de antemano por la languidez, el ceremonial y la obligación del chichisbeo. Me quedaba el recurso de los casinos de los nobles, donde ya no quería jugar, y el trato con las cortesanas.

Entre las mujeres de esta última especie, había algunas más distinguidas por la elegancia de su fasto y la jovialidad de su compañía que por sus atractivos personales. Encontraba en sus casas una libertad real de la que me gustaba gozar, una alegría ruidosa que podía aturdirme si no llegaba a agradarme, un abuso continuo de la razón que me libraba por algunos momentos de las trabas de la mía. Me mostraba galante con todas las mujeres de este género en cuyas casas era admitido, sin abrigar proyectos respecto a ninguna; pero la más célebre de ellas tenía planes respecto a mi persona que pronto se manifestaron.

La llamaban Olimpia. Tenía veintiséis años, mucha belleza, talento y gracia. Pronto me dejó percibir el gusto que sentía por mí y, sin sentirlo yo por ella, me puse en sus manos para liberarme en cierto modo de mí mismo.

Nuestra relación comenzó bruscamente y, como no hallaba en ella muchos encantos, juzgué que terminaría de la misma manera y que Olimpia, aburrida de mis desatenciones para con ella, buscaría pronto un amante que le hiciese mayor justicia, tanto más cuanto que nuestro vínculo se basaba en la pasión más desinteresada; pero muy otra fue la decisión de nuestro planeta. Para castigar a esta mujer soberbia e impulsiva, y para sumirme en problemas de otra índole, era necesario que ella concibiese un amor desenfrenado hacia mi persona.

Ya no era dueño de regresar por la noche a mi posada y me agobiaban durante el día sus billetes, mensajes y vigilantes.

Se quejaba de mi frialdad. Sus celos, que aún no habían encontrado un objeto preciso, se volcaban en todas las mujeres que podían atraer mis miradas, y me habría exigido incluso descortesías hacia ellas si hubiese podido hacer mella en mi carácter. Me disgustaba aquel tormento perpetuo, pero había que vivir en él. De buena fe buscaba amar a Olimpia por amar algo y distraerme del gusto peligroso que me conocía. Entre tanto, una escena más viva aún se preparaba.

En mi posada me veía sometido a secreta vigilancia por órdenes de la cortesana.

«¿Desde cuándo —me dijo un día— tienes a ese hermoso paje que tanto te interesa, a quien dispensas tantas atenciones y a quien no dejas de seguir con los ojos cuando su servicio lo llama a tus habitaciones? ¿Por qué le haces observar tan austero retiro? No se le ve nunca por Venecia.

—Mi paje —respondí— es un joven bien nacido de cuya educación me he hecho cargo. Es…

—Es, traidor —replicó ella con los ojos inflamados de ira, ¡es una mujer! Uno de mis espías lo ha visto mientras se aseaba por el agujero de la cerradura

—Te doy mi palabra de honor de que no es una mujer.

—No añadas la mentira a la traición. Esa mujer lloraba, la han visto; no es feliz. No sabes más que atormentar los corazones que se te entregan. Has abusado de ella, como abusas de mí, y la abandonas Devuelve a sus padres a esa joven; y si tus prodigalidades no te permiten hacerle justicia, la obtendrá de mi parte. Le debes un destino: yo se lo daré; pero quiero que desaparezca mañana.

—Olimpia —repliqué lo más fríamente posible—, te he jurado, te lo repito y te juro otra vez que no es una mujer. Ojalá lo fuera.

—¿Qué quieren decir esas mentiras y ese “ojalá lo fuera”, monstruo? Devuélvela, te digo, o… Pero tengo otros recursos; te desenmascararé y ella sí se avendrá a razones, si tú no eres capaz de hacerlo.»

Superado por tal torrente de injurias y de amenazas, pero simulando no estar afectado, me retiré a mi casa, aunque ya era tarde. Mi llegada pareció sorprender a mis criados y, sobre todo, a Biondetta: mostró cierta inquietud por mi salud: respondí que no estaba alterada en absoluto.

No le hablaba casi nunca desde mi relación con Olimpia y no había habido ningún cambio en su conducta para conmigo, pero sí en sus rasgos: había en el tono general de su fisonomía un matiz de abatimiento y de melancolía.

Al día siguiente, apenas me había despertado cuando Biondetta entra en mi alcoba con una carta abierta en la mano. Me la entrega y leo:

AL SUPUESTO BIONDETTO

No sé quién sois, señora, ni qué podéis hacer en casa de don Alvaro; pero sois demasiado joven como para que no se os pueda perdonar y estáis en demasiado malas manos para no despertar la compasión. Ese caballero os habrá prometido lo que promete a todo el mando, lo que aún mejora todos los días, aunque decidido a traicionamos. Se dice que sois tan juiciosa como bella; seréis capaz de recibir un buen consejo. Estáis en edad, señora, de reparar el perjuicio que podéis haberos hecho; un alma sensible os ofrece los medios para ello. No vamos a discutir acerca de la fuerza del sacrificio que debe hacerse para asegurar vuestro descanso; debe ser proporcional a vuestro estado, a las perspectivas que os han hecho abandonar, a las que podéis tener para el futuro y, en consecuencia, vos misma lo arreglaréis todo. Si persistís en querer ser engañada e infeliz r en hacer que otras lo sean, esperad de mí la mayor violencia que la desesperación puede sugerir a una rival. Aguardo vuestra respuesta.

Después de haber leído esta carta, se la devolví a Biondetta. «Responde —le dije— a esa mujer que está loca y que tú sabes mejor que yo hasta qué punto…

—¿La conocéis, don Alvaro? ¿No teméis nada de ella?

—Temo que me siga aburriendo. Por lo tanto, la dejo y, para librarme de ella con mayor seguridad, voy a alquilar esta misma mañana una bonita casa que me ofrecieron a orillas del Brenta.» Me vestí inmediatamente y fui a concluir la transacción. De camino pensaba en las amenazas de Olimpia. «¡Pobre loca! —me decía—, quiere matar al…» Nunca pude, sin saber por qué, pronunciar esa palabra.

En cuanto terminé el asunto, volví a casa, cené y, temiendo que la fuerza de la costumbre me condujese a casa de la cortesana, decidí no salir en todo el día.

Cojo un libro. Incapaz de concentrarme en la lectura, lo dejo. Voy a la ventana, y la multitud, la variedad de los objetos me disgusta en vez de distraerme. Me paseo a largas zancadas por todas mis habitaciones, buscando la tranquilidad del espíritu en la agitación continua del cuerpo.