A través de la gasa de mi cortina, veo cómo el supuesto paje extiende en un rincón de mi dormitorio una estera usada que ha encontrado en un armario, se sienta encima, se desviste por completo, se envuelve en una de mis mantas, que estaba sobre una silla, apaga la luz, y la escena termina allí por el momento; pero pronto volvió a empezar en mi cama, donde yo no podía conciliar el sueño.
Parecía como si el retrato del paje estuviese pegado al techo de la cama y a las cuatro columnas; no veía otra cosa. Me esforzaba en vano por vincular ese objeto maravilloso con la idea del horrible fantasma que había visto; la primera aparición servía para realzar los encantos de la última.
Aquel canto melodioso que había oído bajo la bóveda, aquel sonido encantador de voz, aquellas palabras que parecían surgir del corazón retumbaban aún en el mío y producían en él un estremecimiento singular.
«¡Ah, Biondetta —me decía a mí mismo—, si no fueses un ser fantástico, si no fueses aquel espantoso dromedario! Pero ¿por qué impulso me dejé llevar? He vencido el miedo; extirpemos un sentimiento más peligroso. ¿Qué ternura puedo esperar de ella? ¿Renunciaría, acaso, a su origen? El fuego de sus miradas tan conmovedoras, tan dulces, es un cruel veneno. Esa boca tan bien formada, tan coloreada, tan fresca y en apariencia tan ingenua no se abre más que para engaños e imposturas. Ese corazón, si lo fuese, no se encendería sino para una traición.» Mientras me abandonaba a las reflexiones ocasionadas por los diversos impulsos que me agitaban, la luna, llegada a lo alto del hemisferio y en un cielo sin nubes, flechaba mi alcoba con sus rayos a través de tres grandes ventanas.
Yo hacía movimientos prodigiosos en mi cama, que no era nueva: la madera se separa, y las tres tablas que sostenían mi colchón se desploman estrepitosamente.
Biondetta se levanta, corre hacia mí, aterrorizada. «Don Alvaro, ¿qué desgracia acaba de sucederos?»
Como no la perdía de vista, a pesar de mi accidente, la vi levantarse, acudir a mi lado; llevaba una camisa de paje y, al pasar, la luz de la luna iluminó sus muslos, que, aún parecieron más hermosos con el reflejo.
Muy poco afectado por el mal estado de mi cama, que, sólo me exponía a dormir con un poco más de incomodidad, me afectó mucho más el encontrarme entre los brazos de Biondetta.
«No me ha sucedido nada —le dije—, retírate. Corres por las baldosas sin zapatillas, vas a resfriarte; retírate…
—Pero estáis en una posición incómoda.
—Sí, en la que tú ahora me colocas; retírate o, puesto que quieres acostarte en mi cama y a mi lado, te ordenaré ir a dormir a la tela de araña que hay en ese rincón de mi dormitorio.» No esperó al final de la amenaza y se fue a acostar sobre su estera, sollozando muy quedo.
La noche se acaba y la fatiga se apodera de mí, proporcionándome algunos momentos de sueño. Cuando me desperté, ya era de día. Adivinad la dirección que tomaron mis primeras miradas: busqué a mi paje con los ojos.
Estaba sentado, completamente vestido a excepción de su jubón, en un pequeño taburete; sus cabellos caían sueltos hasta el suelo, cubriéndole de bucles flotantes y naturales la espalda y los hombros, e incluso toda la cara.
No sabiendo qué hacer, se desenredaba la cabellera con los dedos. Jamás peine de un marfil tan hermoso paseó por floresta tan tupida de cabellos color rubio ceniza; su fineza igualaba todas sus otras perfecciones. Un pequeño movimiento que hice le anunció mi despertar, y entonces separó con sus dedos los bucles que le ocultaban la cara.
Imaginaos la aurora primaveral surgiendo de entre los vapores de la mañana con su rocío, su frescor y todos sus perfumes.
«Biondetta —le digo—, coge un peine; hay uno en el cajón de ese escritorio.» Obedece. Muy pronto, con ayuda de una cinta, su pelo queda atado sobre la cabeza con tanta habilidad como elegancia. Coge su jubón, remata su aderezo y se sienta sobre su asiento con un aspecto, tímido, apurado, inquieto, que inspiraba una viva compasión.
«Si es preciso —me dije a mí mismo— que vea a lo largo del día mil escenas a cuál más picante, seguramente no resistiré; provoquemos el desenlace, si es posible.»
Le dirijo la palabra:
«Ya es de día, Biondetta. Hemos cumplido con las debidas conveniencias; puedes salir de la alcoba sin temor al ridículo.
—Estoy ahora —me responde— por encima de ese temor; pero vuestros intereses y los míos me inspiran otro mucho más fundado: no permiten que nos separemos.
—Explícate —le digo.
—Voy a hacerlo, Alvaro. Vuestra juventud, vuestra imprudencia, os cierran los ojos ante los peligros que hemos congregado en torno nuestro. Apenas os vi bajo la bóveda, cuando aquella actitud heroica frente a la más horrible aparición decidió mis inclinaciones. Si para lograr la felicidad, me dije a mí misma, debo unirme a un mortal, tomemos un cuerpo: ha llegado la hora. Éste es el héroe digno de mí. Indígnense los despreciables rivales que por él sacrifico; véame yo expuesta a su resentimiento, a su venganza; ¿qué me importa? Amada por Alvaro, unida a Alvaro, ellos y la naturaleza se nos someterán. Lo que siguió vos lo habéis visto; éstas son las consecuencias. La envidia, los celos, el desprecio, la cólera me preparan los castigos más crueles a que pueda verse sometido un ser de mi especie, degradado por propia elección; tan sólo vos podéis protegerme. Apenas ha amanecido y ya los delatores se han puesto en camino para denunciaros como nigromante a ese tribunal que vos conocéis. Dentro de una hora…
—Detente —exclamé—; poniéndome, los puños cerrados en los ojos, eres el más hábil, el más insigne de los falsarios. Hablas de amor, presentas su imagen, envenenas su idea; te prohíbo decir una palabra más. Deja que me calme lo suficiente, si soy capaz para poder tomar una resolución. Si debo caer en manos del tribunal, no vacilo por el momento entre tú y él; pero si me ayudas a largarme de aquí, ¿a qué me comprometeré con ello? ¿Puedo separarme de ti cuando quiera? Te conmino a que me respondas con claridad y precisión.
—Para separaros de mí, Alvaro, bastará con un acto de vuestra voluntad. Lamento, incluso, que mi sumisión sea forzada. Si más tarde no agradecéis mi celo, seréis imprudente, ingrato…
—Nada creo, salvo que debo partir. Voy a despertar a mi ayuda de cámara. Tengo que conseguir dinero, ir a la posta. Me dirigiré a Venecia a ver a Bentinelli, banquero de mi madre.
—¿Necesitáis dinero? Afortunadamente, he tomado mis precauciones; tengo a vuestra disposición…
—Guárdatelo. Si fueses una mujer, al aceptarlo cometería una bajeza.
—No es mi regalo, sino un préstamo, lo que os propongo. Dadme un poder para actuar ante vuestro banquero; haced un balance de lo que debéis aquí. Dejad sobre vuestro escritorio una orden a Carlo para que pague. Disculpaos por carta a vuestro comandante, alegando un compromiso ineludible que os obliga a partir sin licencia previa. Iré a la posta, a buscaros un carruaje y caballos. Pero antes, Alvaro, obligada a separarme de vos, vuelvo a caer en todos mis temores. Decid: Espíritu que no te has unido a un cuerpo más que para mí, y sólo para mí, acepto tu vasallaje y te otorgo mi protección.»
Mientras me indicaba esta fórmula, se había arrojado a mis rodillas, me tenía cogida la mano, me la apretaba, me la mojaba con sus lágrimas.
Yo estaba fuera de mí, no sabiendo qué partido adoptar; le dejo que me bese la mano y balbuceo las palabras que le parecían tan importantes. Apenas he terminado, vuelve a ponerse en pie: «Soy vuestra —exclama arrebatada—; podré llegar a ser la más feliz de todas las criaturas.»
En un momento, se cubre con una larga capa, se cala un gran sombrero sobre los ojos y sale de mi habitación.
Quedé sumido en una especie de estupidez.
Encuentro un balance de mis deudas; pongo al pie la orden a Carlo para que las pague; cuento el dinero necesario; escribo al comandante y a uno de mis amigos más íntimos sendas cartas, que debieron encontrar particularmente extraordinarias. Ya el coche y el látigo del postillón se hacían oír en la puerta.
Biondetta, con la nariz siempre hundida en su capa, regresa y me lleva consigo. Carlo, despertado por el ruido aparece en camisa.
«Vete —le digo— a mi escritorio; encontrarás allí mis órdenes.» Subo al carruaje.
Parto.