Durante algún tiempo guardamos silencio. Finalmente, uno de los amigos de Soberano lo rompe. «No os pido vuestro secreto, Alvaro, pero me consta que habéis tenido que llegar a tratos singulares. Nadie fue servido nunca como vos y, en cuarenta años de trabajo, no he obtenido ni la cuarta parte de los favores que os han sido concedidos a vos en una sola noche. No hablo de la más celestial visión que, pueda tenerse, cuando afligimos nuestros ojos más a menudo que los alegramos. En fin, vos conocéis vuestros asuntos, sois joven: a vuestra edad se desea demasiado para dar tiempo a la reflexión y se buscan con prisa los placeres.»
Bernadillo, tal era el nombre de este hombre, se escuchaba al hablar y me daba tiempo para pensar en la respuesta.
«Ignoro —le repliqué— por qué causa he podido ganarme favores distinguidos; auguro que, serán muy cortos, y mi consuelo consistirá en haberlos compartido todos con buenos amigos.» Vieron que mantenía mis reservas, y la conversación decayó.
Sin embargo, el silencio trajo consigo la reflexión: recordé cuanto había hecho y visto; comparé los discursos de Soberano y de Bernadillo, y concluí que acababa de salir del peor paso en que una vana curiosidad y la temeridad hubiesen puesto nunca a un hombre de mi clase. No carecía de instrucción; había sido educado hasta los trece años bajo la mirada de don Bernardo Maravillas[2], mi padre, gentilhombre sin tacha, y por doña Mencía, mi madre, la mujer más religiosa, más respetable de toda Extremadura. «¡Ah, madre mía! —me decía yo—, ¿qué pensaríais de vuestro hijo si lo hubieseis visto, si lo vieseis todavía? Pero esto no durará, me lo prometo.»
Entre tanto, el carruaje llegaba a Nápoles. Dejé en sus respectivas casas a los amigos de Soberano. Él y yo regresamos a nuestro acuartelamiento. El brillo del coche deslumbró no poco a la guardia, a la que pasamos revista, pero las gracias de Biondetto, que ocupaba la parte delantera de la carroza, impresionaron aún más a los espectadores.
El paje despide el carruaje y a la servidumbre, toma una antorcha de mano de los lacayos y atraviesa los cuarteles para llevarme a mis habitaciones. Mi ayuda de cámara, aún más sorprendido que los otros, quería hablar para pedirme explicaciones acerca de mi nuevo tren de vida. «Basta por hoy, Carlo —le dije, entrando en mi cuarto—, no te necesito. Ve a descansar, te hablaré mañana.»
Estamos solos en mi alcoba, y Biondetto ha cerrado la puerta tras de nosotros; mi situación era menos embarazosa en medio de la compañía que acababa de abandonar y del tumultuoso lugar que acababa de atravesar. Con ánimo de terminar la aventura, me concentré por un instante. Dirijo la mirada al paje, que mantiene, la suya fija en el suelo; un rubor le asoma sensiblemente por el rostro: su actitud revela embarazo Y mucha emoción; finalmente tomo la iniciativa de hablarle.
«Biondetto, me has servido bien, y lo has hecho poniendo tu mejor voluntad en ello; pero, como te había pagado por adelantado, imagino que estamos en paz.
—Don Alvaro es demasiado noble como para creer que ha podido pagar ese precio.
—Si has hecho más de lo que me debías, si estoy, en deuda contigo, dame tu cuenta; pero no respondo de pagarte inmediatamente: he gastado ya mi último sueldo, debo en el juego, en la posada, al sastre…
—Vuestras bromas están fuera de lugar.
—Si dejo de hablar en broma, será para rogarte que te retires, pues es tarde y debo acostarme.
—¿Y tendríais la descortesía de echarme a la hora que es? No esperaba semejante trato de parte de un caballero español. Vuestros amigos saben que he venido aquí; vuestros soldados, vuestros hombres me han visto y han adivinado mi sexo. Si yo fuese una vil cortesana, no dejaríais de tener alguna consideración hacia el decoro de mi estado; pero vuestro proceder conmigo es infamante, ignominioso: cualquier mujer en mi situación se sentiría humillada.
—¿Así que ahora te gusta ser mujer para ser objeto de atenciones? Pues bien, para evitar el escándalo de tu partida, ten contigo misma la deferencia de salir por el agujero de la cerradura.
—¡Cómo! En serio, sin saber quién soy…
—¿Puedo, acaso, ignorarlo?
—Lo ignoráis, os digo, no escucháis más que vuestras prevenciones; pero, quienquiera que sea, estoy a vuestros pies, con las lágrimas en los ojos, implorándoos a título de deudor. Una imprudencia mayor que la vuestra, excusable quizá, puesto que vos sois su objeto, me ha hecho hoy desafiarlo todo, sacrificarlo todo para obedeceros, entregarme a vos y seguiros. He levantado contra mí las pasiones más crueles, más implacables; no me queda más protección que la vuestra, más asilo que vuestra alcoba. ¿Vais a cerrarme vuestra puerta, Alvaro? ¿Se dirá, acaso, que un caballero español haya tratado con tal rigor, con semejante indignidad a alguien que ha sacrificado por él un alma sensible, a un ser débil, desprovisto de cualquier otra ayuda que no sea la suya, en una palabra, a una persona de mi sexo?»
Retrocedía yo tanto como me era posible, para salir de aquella embarazosa situación; pero ella se abrazaba a mis rodillas y me seguía, moviendo las suyas; finalmente, quedé pegado contra la pared. «Levántate —le dije—; sin pensarlo, acabas de recordarme un juramento. Cuando mi madre me dio mi primera espada, me hizo jurar sobre su guarda que serviría toda mi vida a las mujeres y que no ofendería a ninguna. Cuando pienso en qué ha parado hoy aquel juramento…
—Pues bien, cruel, a cualquier título que sea, permitid que me quede en vuestra alcoba.
—Lo acepto por lo raro del caso y para llevar al colmo lo insólito de mi aventura. Arréglatelas de manera que ni te vea ni te oiga; a la primera palabra, al primer movimiento capaces de inquietarme, aumento el sonido de mi voz para preguntarte a mi vez: Che vuoi?»
Le doy la espalda y me acerco a la cama para desvestirme. «¿Puedo ayudaros?», me dice. «No, soy militar y me sirvo a mí mismo.» Me acuesto.