Un momento después, quedan listos la mesa y el ambigú, cargados con todos los elementos de nuestro festín; las frutas y los dulces eran de la especie más rara, más sabrosa y de más hermosa apariencia. La porcelana empleada en el servicio y en el ambigú era del Japón. La perrita daba mil vueltas por la sala, haciéndome mil carantoñas, como para acelerar el trabajo y preguntarme si estaba satisfecho.
«Muy bien, Biondetta —le dije—; ponte una librea y ve a decir a esos señores que están cerca de aquí que los espero y que están servidos.»
Apenas había vuelto la mirada cuando veo salir a un paje con mi librea pulcramente vestido, llevando una antorcha encendida; poco después volvía, guiando a mi camarada el flamenco y a sus dos amigos.
Preparados a algo extraordinario por la llegada y los cumplidos del paje, no lo estaban al cambio que se había producido en el lugar donde me habían dejado. Si no hubiese tenido la cabeza ocupada, me habría divertido más aún con su sorpresa, que estalló en sus gritos y se manifestó en la alteración de sus rasgos y en sus actitudes.
«Señores —les dije—, habéis hecho un largo camino por mi causa y aún os queda un buen trecho para regresar a Nápoles. He pensado que este pequeño festín no os desagradaría y que sabríais disculpar la escasa selección y la falta de abundancia, dado que se trata de una improvisación.»
Mi soltura los desconcertó más aún que, el cambio del escenario y la vista de la elegante colación a que se veían invitados. Me apercibí de ello y, resuelto a terminar rápidamente una aventura de la que en mi interior desconfiaba, quise sacar todo el partido posible, forzando incluso la alegría que forma el fondo de mi carácter.
Los invité a sentarse a la mesa; el paje acercó los asientos con una prontitud maravillosa. Estábamos sentados; llené los vasos, repartí la fruta; mi boca era la única que se abría para hablar y comer: los demás permanecían boquiabiertos; sin embargo, los animé a probar las frutas, y mi confianza los decidió a ello. Bebo a la salud de la cortesana más bonita de Nápoles; bebemos por ella. Hablo de una nueva ópera, de una improvisatrice romana recientemente llegada y cuyo talento da que hablar en la corte.
Insisto en los talentos agradables, la música, la escultura y, de paso, obtengo su aprobación sobre la belleza de algunos mármoles que adornan el salón. Una botella se vacía y otra mejor la sustituye. El paje se multiplica y el servicio no languidece un solo instante. Me fijo en él a hurtadillas: imaginaos al Amor vestido de paje; mis compañeros de aventura, por su parte, lo miraban de reojo con una cara en la que se pintaban la sorpresa, el placer y la inquietud. La monotonía de esta situación me desagradó; vi que había llegado el momento de romperla.
«Biondetto —dije al paje—, la signora Fiorentina me ha prometido concederme un instante; mira a ver si ha llegado.» Biondetto sale de la pieza.
Mis huéspedes no habían tenido aún el tiempo necesario para extrañarse ante la extravagancia del mensaje, cuando se abre una puerta del salón y Fiorentina entra con su arpa; llevaba un vestido modesto, un sombrero de viaje y un velo muy claro frente a los ojos; coloca el arpa a su lado, saluda con soltura, con gracia: «Señor don Alvaro —dice—, ignoraba que estuvieseis acompañado; no me habría presentado vestida de esta guisa; los señores tengan a bien disculpar a una viajera.»
Se sienta, y a porfía le ofrecemos los restos de nuestro pequeño festín, que ella prueba complaciente.
«¡Cómo, señora! —le digo—, ¿no hacéis más que pasar por Nápoles? ¿No sería posible haceros permanecer aquí?
—Un compromiso previo me obliga, señor; tuvieron muchas atenciones conmigo en Venecia, en el carnaval pasado me hicieron prometer que volvería, y he recibido incluso un adelanto por mi actuación; de no ser así, no habría podido negarme a las ventajas que me ofrece aquí la corte y a la esperanza de merecer los aplausos de la nobleza napolitana, distinguida por su buen gusto por encima de toda la del resto de Italia.»
Los dos napolitanos se inclinan para responder al elogio, estupefactos ante la realidad de la escena hasta el punto de frotarse los ojos. Invité a la virtuosa a hacernos escuchar una muestra de su talento. Estaba resfriada, fatigada; temía, con justicia, disminuir en nuestra opinión. Finalmente, se decidió a interpretar un recitativo obligado y una arieta patética que clausuraban el tercer acto de la ópera en que iba a debutar.
Toma su arpa, preludia con una mano larga, bien torneada, a la vez blanca y púrpura, de dedos insensiblemente redondeados en la punta y uñas de forma y gracia inconcebibles. Estábamos sorprendidos; creíamos asistir al más delicioso de los conciertos. La dama canta. No hay voz, ni alma, ni expresión como la suya: no se puede dar más esforzándose menos. Yo estaba emocionado hasta el fondo de mi corazón, y olvidé casi que era el creador del hechizo que me encantaba.
La cantante me dirigía las tiernas expresiones de su recitado y de su canto. El fuego de sus miradas, atravesaba el velo; tenía una intensidad y una dulzura inconcebibles; esos ojos no me eran desconocidos. Finalmente, reuniendo los rasgos que el velo me dejaba percibir, reconocí en Fiorentina al bribón de Biondetto: pero la elegancia, los atractivos del talle se hacían notar mucho más bajo la indumentaria de mujer que bajo el hábito de paje.
Cuando la cantatriz hubo terminado de cantar, le dispensamos justas alabanzas. Quise comprometerla a interpretarnos una arieta alegre para permitirnos admirar la diversidad de sus talentos.
«No —respondió—; mal podría ejecutarla en la disposición de ánimo en que me encuentro; por lo demás, debéis haber advertido el esfuerzo que he hecho por complaceros. Mi voz se resiente del viaje, está empañada. Ya sabéis que parto esta noche. Me ha traído hasta aquí un cochero de alquiler y dependo de él; os pido que aceptéis mis disculpas y me permitáis retirarme.» Dicho esto, se levanta, quiere coger el arpa. Se lo impido y, después de haberla acompañado hasta la puerta por donde había entrado, vuelvo junto a mis compañeros.
Tenía que haber inspirado alegría, y veía temor en las miradas. Recurrí al vino de Chipre; lo había encontrado delicioso; me había devuelto las fuerzas, la presencia de espíritu; doblé la dosis. Como el tiempo pasaba, dije a mi paje que había vuelto a ocupar su puesto detrás de mi asiento que hiciese preparar mi carruaje. Biondetto sale inmediatamente, va a cumplir mis órdenes. «¿Tenéis aquí carruaje?», me dice Soberano.
«Sí —le respondo—, me hice seguir e imaginé que, si vuestra partida se prolongaba, no os opondríais a un regreso cómodo. Bebamos otra copa. No corremos el riesgo de dar pasos en falso por el camino.»
No había acabado la frase cuando el paje regresa, seguido de dos corpulentos lacayos, soberbiamente vestidos con mi librea. «Señor don Alvaro —me dice Biondetto—, no he podido acercar hasta aquí vuestro coche; está más allá, pero cerca de las ruinas que rodean estos lugares.» Nos levantamos; Biondetto y los lacayos nos preceden; nos ponemos en marcha.
Como no podíamos caminar los cuatro en una misma línea entre basas y columnas rotas, Soberano, que se encontraba a mi lado, me estrechó la mano. «Nos habéis dado un buen festín, amigo; os costará caro.
—Amigo —repliqué—, me satisface mucho que os haya gustado; cuésteme lo que deba costarme.»
Llegamos al carruaje: encontramos otros dos lacayos, un cochero, un postillón, un coche de campo a mis órdenes con todas las comodidades deseables. Le hago los honores y, velozmente, tomamos el camino de Nápoles.