El señor Schultz había encontrado a un joven para sustituir a Dennis y Dennis ocupaba su última semana en el Más Dichoso de los Cotos de Caza en instruir al muchacho. El cual parecía inteligente y demostraba un gran interés hacia el precio de las cosas.
—Carece de su personalidad —dijo el señor Schultz—. No tendrá su mismo toque humano, pero me figuro que se sabrá ganar a la gente de otra manera.
La mañana de la muerte de Aimée, Dennis puso al joven a limpiar el cuarto de las máquinas del crematorio, mientras que él se ocupaba de estudiar los sermones del curso que estaba siguiendo por correspondencia, hasta que se abrió inesperadamente la puerta y cuál no sería su sorpresa al ver entrar al remoto conocido y rival en amores, señor Joyboy.
—¡Señor Joyboy! No se le habrá muerto otro loro, ¿verdad? —dijo Dennis.
El señor Joyboy se sentó. Puso una cara horrorosa. Al ver que no había nadie más en la estancia, arrancó a balbucir.
—Se trata de Aimée —dijo por fin.
Dennis replicó finamente irónico:
—¿No habrá venido a encargarle el funeral? —a lo cual el señor Joyboy contestó gritando con un repentino ataque de furia.
—¡Conque usted ya lo sabía! Ha sido usted quien la ha matado. Usted ha matado a mi nena.
—Joyboy, ¿qué locura es ésta?
—Ha muerto.
—¿Mi prometida?
—Mi prometida.
—Joyboy, no discutamos ahora. ¿Por qué cree que está muerta? Ayer la vi cenando y estaba estupendamente.
—Está en mi taller, debajo de una sábana.
—Bueno, esto es lo que sin duda sus periódicos tildarían de «concreto». ¿Está seguro de que es ella?
—¡Cómo no voy a estar seguro! Ha sido envenenada.
—¡Ah! ¡La nutburguesa!
—Con cianido. Ingerencia voluntaria.
—Bueno, eso requiere pensarlo con calma, Joyboy —silencio—. Yo la quería.
—Yo también.
—Se lo ruego.
—Era mi nena.
—Le ruego que no mezcle términos de índole íntima y sugeridores de un afecto algo peculiar en lo que debería ser una conversación de la más grave importancia. ¿Qué ha hecho usted?
—Examinarla y después taparla. Tenemos unas neveras en las que a veces guardamos el trabajo hecho a medias. La he metido en una de ellas.
Se echó a llorar tempestuosamente.
—¿Y por qué viene a decírmelo a mí?
El señor Joyboy lanzó un respingo.
—No le he oído bien.
—A que me ayude —dijo el señor Joyboy—. Usted tiene la culpa. Tiene que hacer algo.
—Este no es momento de recriminaciones, Joyboy. Pero permítame que le recuerde que usted es el prometido oficial y público de la muchacha. Dadas las circunstancias, las muestras emotivas son naturales, hasta cierto punto, sin exagerar. Yo nunca la tomé por enteramente cuerda. ¿Y usted?
—Era mi...
—No vuelva a decirlo, Joyboy. Si vuelve a decirlo le hago salir.
El señor Joyboy volvió a ser un mar de lágrimas. El aprendiz abrió la puerta y permaneció un instante cohibido ante el espectáculo.
—Entra —dijo Dennis—. Es un cliente que acaba de perder a su animalito favorito. Tendrás que acostumbrarte a las demostraciones de dolor. ¿Qué querías?
—Decirle que el horno de gas vuelve a funcionar a la perfección.
—Estupendo. Bueno, ahora ve a limpiar la furgoneta. Joyboy —reanudó al encontrarse de nuevo solo—. Le ruego que se sobreponga y me diga sin rodeos a qué ha venido. De momento lo único que oigo es una especie de letanía de mamás, papás y nenas.
El señor Joyboy cambió de ruido.
—Ha sonado como a «doctor Kenworthy». ¿Es lo que está tratando de decir?
El señor Joyboy se atragantó.
—¿Está enterado el doctor Kenworthy?
El señor Joyboy lanzó un gemido.
—¿No sabe nada?
El señor Joyboy se atragantó.
—¿Quiere que le dé yo la noticia?
Gemido.
—¿Quiere que le ayude a mantenerle ignorante de este asunto?
Mal trago.
—Bueno, esto no es una sesión de espiritismo, ¿sabe?
—Arruinado —dijo el señor Joyboy—. Mamá.
—¿En su opinión su carrera sufrirá un descalabro si el doctor Kenworthy descubre que usted ha guardado el cadáver envenenado de su prometida en la nevera de la funeraria? ¿Que hay que procurar que no se entere por consideración a su madre? ¿Me está usted proponiendo que le saque yo el muerto de encima, Joyboy?
Trago y luego un chorro de palabras.
—Tiene que ayudarme... ha pasado por su culpa... una simple chica americana... poemas falsos... amor... Mamá... nena... ayúdeme... tiene que... tiene que...
—Oiga, no me gusta que repita tiene que, Joyboy. ¿Sabe usted lo que dijo la reina Isabel a su arzobispo... que, dicho sea de paso, era un personaje fundamentalmente no sectario?: «Hombrecito, hombrecito, tener que no es verbo apto para príncipes.» Dígame: ¿Quién más tiene acceso a la nevera? —Gemido—. Bueno, váyase ya, Joyboy. Vuelva a su trabajo. Pensaré sobre el asunto. Venga a verme después del almuerzo.
El señor Joyboy se marchó. Dennis oyó el ruido del coche. Entonces se fue solo al cementerio de los animales domésticos para dar rienda suelta a reflexiones que por nada del mundo hubiera querido comunicar al señor Joyboy.
Reflexiones que fueron interrumpidas por una presencia más familiar.
El tiempo había refrescado y Sir Ambrose llevaba pantalones de lana escocesa, capa y gorra de rastreador, conjunto que él había lucido en muchas comedias de la vida campestre inglesa. Llevaba, además, cayado de pastor.
—Ah, Barlow, veo que trabaja duro —dijo.
—Hoy es de las mañanas menos cargadas. ¿Espero que no sea una pérdida el motivo de su visita?
—No, no. En este país jamás he tenido animales en casa. Y los he echado mucho de menos, se lo aseguro. Yo me crié entre perros y caballos. Me imagino que usted también, de modo que no lo interprete mal cuando le digo que éste no es país para ellos. Una nación espléndida, por descontado, pero un verdadero amante de perros jamás criaría uno en ella.
Guardó silencio y se dedicó a observar los modestos monumentos del entorno.
—Un sitio atractivo. Me apena saber que lo deja.
—¿Ha recibido entonces una tarjeta mía?
—Sí, la llevo aquí. Primero pensé que era una broma, de bastante mal gusto, dicha sea la verdad. Pero va en serio, ¿no es así?
Del fondo de los pliegues extrajo una tarjeta impresa que entregó a Dennis. Rezaba así:
«El reverendo Dennis Barlow, jefe de batallón, desea anunciarle que dentro de poco abrirá una oficina en Arbuckle Avenue, 1154, Los Ángeles. Servicios no sectarios de todas clases serán administrados a precios verdaderamente competitivos. Especialidad en funerales. Confesiones en el más estricto secreto.»
—Sí, va en serio —dijo Dennis.
—Ah. Me lo temía.
Otro silencio. Dennis dijo:
—Una agencia se ha ocupado de enviar las tarjetas, ¿sabe? Yo ya me imaginaba que usted no estaría interesado.
—Se equivoca, lo estoy. ¿Dónde podemos hablar sin ser molestados?
Dennis sugirió refugiarse en el interior de la casa, y se preguntó extrañado si sería su primer cliente. Los dos ingleses se sentaron en la oficina. El aprendiz asomó un instante la cabeza, para dar parte del impecable estado de la furgoneta. Finalmente Sir Ambrose habló:
—Esto no puede ser, Barlow. Permítame que como persona mayor me atribuya el privilegio de hablarle con toda franqueza. Es una locura. Al fin y al cabo usted es inglés. La gente de aquí son de un compañerismo maravilloso, pero ya sabe lo que siempre pasa. Incluso entre los mejores, se cuela alguno podrido. Usted está tan familiarizado como yo con la situación internacional. Siempre hay varios políticos y periodistas dispuestos a asestar un golpe al País Madre. Y lo que usted quiere hacer es una tentación demasiado irresistible. Ya no me gustó cuando supe que se metía a trabajar en esto. Y se lo dije francamente. Pero por lo menos esto es algo de naturaleza más o menos particular. En cambio la religión es harina de otro costal. Imagino que usted espera encontrar una idílica parroquia en pleno campo. La religión en este país funciona de manera distinta que en el nuestro. Hágame caso, que me lo conozco bien.
—Me parece raro que usted me diga eso, Sir Ambrose. Uno de mis principales objetivos era mejorar mi posición social.
—Bueno, olvídelo, créame, antes de que sea demasiado tarde.
Sir Ambrose habló largo y tendido sobre la crisis industrial de Inglaterra, de la necesidad de hombres jóvenes y de dólares, del esforzado cometido de toda la comunidad cinematográfica para mantener muy en alto la bandera nacional.
—Regrese a casa, muchacho, el país le necesita.
—El hecho es —dijo Dennis— que mi situación ha sufrido un cambio importante desde que redacté este anuncio. La llamada que oí se ha debilitado en gran manera.
—Magnífico —dijo Sir Ambrose.
—Pero existen determinadas dificultades de orden práctico. He invertido todos mis ahorros en el estudio de la teología.
—Ya me esperaba algo por el estilo. Y ahora es cuando interviene el Club de Cricket. Confío en que nunca tengamos que negar ayuda a un compatriota en situación difícil. Ayer noche hubo una reunión del comité y salió su nombre. El acuerdo fue unánime. Para decirlo en breves palabras, muchacho, nosotros te pagaremos el pasaje.
—¿En primera clase?
—Clase turista. Me han asegurado que es muy confortable. ¿De acuerdo?
—¿Salón en el tren?
—Sin salón.
—Bueno —dijo Dennis—. Me figuro que como clérigo tendré que comenzar a acostumbrarme a cierta austeridad.
—Así se habla —dijo Sir Ambrose—. He traído el talón. Lo firmamos ayer.
Horas más tarde reapareció el embalsamador de la funeraria.
—¿Ha logrado sobreponerse por fin? Siéntese y escuche con atención. Usted, Joyboy, tiene dos problemas, y quede muy claro que son sus problemas, exclusivamente. Usted tiene a su cuidado el cadáver de su prometida y su carrera está en peligro. De eso se derivan dos problemas, deshacerse del cuerpo y justificar su desaparición. Usted acude a mí pidiendo ayuda y sucede que yo me encuentro en situación de ser el único que puede prestársela.
»A mi disposición tengo un crematorio que funciona a las mil maravillas. En El Más Dichoso de los Cotos de Caza el personal es bastante despreocupado. No se requieren formalidades especiales. Si yo llego con un ataúd y le digo al señor Schultz, «He de incinerar una oveja», él me contesta, «Pues hágalo». Antaño usted me pareció mostrar una actitud más bien desdeñosa hacia nosotros precisamente a causa de nuestra falta de ceremonial. Me imagino que ahora ve las cosas de modo distinto. Lo único que tenemos que hacer es ir a recoger nuestro ser querido, y ya me perdonará el atrevimiento, y traerlo aquí. El momento más apropiado será esta noche, después de cerrar.
»Segundo, usted tiene el problema de justificar la desaparición. La señorita Thanatogenos no conocía a mucha gente y no tenía familia. Desaparece en las vísperas del día de la boda. Se sabe que yo la había pretendido. Nada más verosímil, pues, que su buen gusto natural haya finalmente triunfado y que decida fugarse con su antiguo amante. ¿No cree? Lo único que se necesita es que yo también desaparezca. Usted ya sabe que en el sur de California nadie se preocupa de lo que sucede al otro lado de las montañas. Es muy posible que ella y yo seamos severamente condenados por motivos éticos. Usted seguramente será el destinatario de inoportunas condolencias. Y asunto terminado.
»Hace tiempo que me siento oprimido por la falta de poesía de la atmósfera de Los Ángeles. Tengo una obra que crear y este no me parece el lugar idóneo. Si me quedé fue por nuestra joven amiga, ella y la falta de dinero. Y a propósito de dinero, Joyboy. Imagino que debe de tener ahorrado bastante dinero, ¿no?
—Tengo un seguro.
—¿Cuánto puede sacar con esto? ¿Cinco mil dólares?
—No, no, nada de eso.
—¿Dos?
—No
—¿Cuánto entonces?
—Mil, quizá.
—Vaya a sacar mil, Joyboy. Que los vamos a necesitar. Y además cóbreme este talón. Todo junto será bastante. Le pareceré sentimental, pero me hace gracia salir de Estados Unidos de la misma manera que entré. El Claro de los Susurros no puede demostrar ser menos generoso que los Estudios Megalopolitanos. Del banco vaya a una agencia de viajes y sáqueme un pasaje para Inglaterra... salón hasta Nueva York, camarote de primera individual en un Cunard, con baño. Necesitaré mucha moneda al contado para los gastos inmediatos. De modo que entrégueme el resto en billetes, cuando me traiga el pasaje. ¿Comprendido? Muy bien, estaré frente a su funeraria, con la furgoneta, después de cenar.
El señor Joyboy esperó a Dennis a la entrada lateral de la funeraria. El Claro de los Susurros estaba muy bien preparado para la rápida entrada y salida de restos mortales. Colocaron el contenedor más grande que Dennis había podido encontrar sobre un rápido y silencioso carro de ruedas, al principio vacío, después lleno. Se fueron al Más Dichoso de los Cotos de Caza donde las cosas eran más improvisadas, pero entre los dos pudieron, sin grandes dificultades, transportar a pulso la carga hasta el crematorio, y meterla en el horno. Dennis dio el gas y lo encendió. Las llamas trataron de escapar alocadamente de todos los lados de la construcción de ladrillo. Dennis cerró la puerta de hierro.
—Calculo que tardará una hora y media —dijo—. ¿Quiere esperar?
—No soporto la idea de perderla de esta forma... le gustaba que las cosas estuvieran bien hechas.
—Yo hubiera preferido celebrar una ceremonia. Hubiera sido la primera y la última de mi carrera no sectaria.
—No, hubiera sido peor —dijo Joyboy.
—Bueno, voy a recitar un poemita que he escrito para la ocasión:
«Aimée, tu belleza es para mí
como aquellas barcas de antaño...»
—Oiga, este no. Es uno de los poemas falsos.
—Joyboy, haga el favor de comportarse. Recuerde dónde se encuentra.
«Que deslizándose sobre el oloroso mar
Al fatigado caminante llevaron
Hasta su propio puerto natal.»
—Muy a propósito, ¿no cree?
Pero el señor Joyboy se había ido.
El fuego continuó rugiendo dentro del horno de ladrillo. Dennis tuvo que esperar hasta que se consumiera. Tenía que sacar con un rastrillo las cenizas incandescentes, machacar el cráneo y la pelvis, seguramente, y esparcir los fragmentos. Mientras esperaba pasó a la oficina e hizo una anotación en el libro que guardaba para ello.
Mañana, y todos los años en el día del aniversario, mientras existiera El Más Dichoso de los Cotos de Caza, una tarjeta sería enviada al señor Joyboy: «Su pequeña Aimée mueve esta noche la cola en el cielo, y piensa en usted.»
«Como aquellas barcas de antaño (repitió)
Que deslizándose sobre el oloroso mar
Al fatigado caminante llevaron
Hasta su propio puerto natal».
En la última noche que Dennis pasó en Los Ángeles, descubrió que el Destino le protegía. Otros hombres de mayor mérito que él, habían naufragado y sucumbido. Las playas de la zona estaban llenas de huesos de cadáveres. Él, en cambio, se marchaba incólume y enriquecido. No había dejado de contribuir lo suyo al naufragio general, le habían destrozado el corazón, órgano que desde hacía tiempo comenzaba a serle molesto, y en cambio se llevaba lo que más aprecia un artista, un cacho considerable, informe, de experiencia; se lo llevaba a casa, a su antiguo y destartalado puerto; para trabajarlo duramente y por largo tiempo, sólo Dios sabía por cuánto. A menudo, para conseguir semejante visión, toda una vida no es suficiente.
Cogió la novela que la señorita Poski había dejado sobre su mesa y se marchó a esperar que su ser querido acabara de arder.