Aimée Thanatogenos hablaba el idioma de Los Ángeles; los escasos objetos que amueblaban su mente —los objetos que saltaban a la vista de los intrusos— habían sido adquiridos en la Escuela Superior y en la Universidad de la provincia; ante el mundo nunca dejaba de presentarse vestida y perfumada según mandaban los cánones de la publicidad; en cuanto a cerebro y a físico no se distinguía mucho de los demás productos de serie, pero el espíritu, ah, esto ya era otra cosa; al espíritu había que buscarlo por otros horizontes; no aquí en los fragantes jardines de las Hespérides, sino en el remoto aire matinal de las cumbres, en los desfiladeros de Hélade, bajo la mirada del águila. Un cordón umbilical de cafés y de fruterías, de ancestrales negocios sucios (prostitución y artículos robados) unía a Aimée, inconscientemente, con latitudes de más rango. A medida que fue haciéndose mayor, el único idioma que ella sabía hablar fue convirtiéndose en más y más inepto para expresar sus necesidades reales; los datos que ensuciaban su menté se fueron vaciando de contenido; la figura que veía reflejada en el espejo se parecía cada vez menos a ella misma. Aimée acabó por refugiarse entre paredes que rezumaban hieratismo y altivez.
Así se explica que el descubrimiento de que el hombre que ella amaba, y con quien se había comprometido mediante juramento de tiernísimas palabras, era un embustero y un tramposo la afectara sólo en parte. Posiblemente se le destrozó el corazón, pequeño y poco costoso órgano salido de una fabricucha local. En cambio, a otro nivel, mucho más amplio, sintió que la situación se había simplificado. En su persona todavía guardaba la posibilidad de una magnánima concesión; la elección entre los pretendientes rivales había sido hecha escrupulosamente y con justicia. Y ahora ya no había razón para seguir dudando. Los voluptuosos y tentadores cuchicheos de la «Poción de la Jungla» fueron definitivamente silenciados.
Y sin embargo, para redactar la carta final al Gurú Brahmin echó mano del idioma en que había sido enseñada.
El señor Slump iba mal afeitado; el señor Slump casi nunca estaba sobrio.
—El señor Slump se está acabando —comentó el director del periódico—. Si no se rehace pronto, échalo a la calle.
Sin darse cuenta del desastre que se le avecinaba, el señor Slump dijo:
—Maldita sea, de nuevo la pesada de la Thanatogenos. ¿Y ahora qué quiere, cariño? Yo esta mañana soy incapaz de leer una línea.
—Que ha tenido un terrible despertar, señor Slump. El hombre a quien ella creía amar ha resultado ser un embustero y un tramposo.
—Vaya, pues que se case con el otro.
—Es lo que va a hacer, señor.
El noviazgo de Dennis y de Aimée no había sido nunca anunciado en los periódicos, y no requería ser anulado públicamente. En cambio, el noviazgo del señor Joyboy y de Aimée salió comentado en media columna del Periódico de las funerarias y anunciado con foto en El ataúd, mientras que la revista de la casa, Susurros del Claro, dedicó casi un número entero a la romántica historia. Se fijó la fecha de la boda que iba a ser celebrada en la Iglesia de la Universidad. Como el señor Joyboy se había criado en la secta baptista, el sacerdote que tenía la costumbre de celebrar los funerales de los muertos baptistas, ofreció con mucho gusto sus servicios. La encargada del vestuario regaló a la novia una de las blancas túnicas de las salas del sueño. El doctor Kenworthy sugirió la posibilidad de asistir en persona a la ceremonia. Los cuerpos que a partir de entonces llegaron a manos de Aimée sonreían siempre triunfalmente.
Y durante todo este tiempo Dennis y Aimée dejaron de verse. La última vez que ella le había visto, había sido junto a la tumba del loro, cuando con su frescura acostumbrada, al parecer él le había guiñado un ojo por sobre el espléndido y diminuto ataúd. En su interior, no obstante, no estaba tan tranquilo, ni mucho menos, y decidió esfumarse durante un par de días. Y entonces salió el anuncio del noviazgo.
No resultaba nada fácil para Aimée cortar la comunicación con alguien. Las circunstancias en que vivía no se prestaban a aquello de «Dígale al señor que he salido» ni a dar órdenes a los criados de no dejar pasar a Fulanito. Ella no tenía criados; y si llamaba el teléfono, contestaba siempre ella. Necesitaba comer. Necesitaba salir de compras. En fin, que en su vida se daban con suma facilidad los simpáticos y en apariencia casuales encuentros de que tanto abunda la vida social americana. Una tarde, poco antes del día fijado para la boda, Dennis se hizo el encontradizo, la siguió a un puesto de nutburguesas y tomó asiento en el taburete más próximo al de ella.
—Hola, Aimée. Quiero hablar contigo.
—Es inútil, nada de lo que me digas puede interesarme.
—Pero, querida, no te habrás olvidado de que prometiste casarte conmigo. Mis estudios de teología progresan. Se acerca el día en que iré a reclamarte.
—Antes muerta.
—Bueno, confieso que esta posibilidad no se me había ocurrido. Mira, hoy es la primera vez que me como una nutburguesa. Más de una vez me había preguntado qué era. No es tanto el asco que inspira, sino su total ausencia de sabor lo que más sorprende. Pero vamos a ver, las cosas claras. ¿Niegas que me hayas jurado casarte conmigo?
—Una puede cambiar de parecer, ¿no?
—Bueno, pues la verdad, yo creo que no. Diste solemnemente tu palabra.
—En una situación totalmente falsa. Los poemas que me enviabas y que me presentabas como tuyos, y me hicieron creer que eran de una persona muy culta, hasta me aprendía trozos de ellos de memoria, resulta que son de otras personas, de gente que falleció hace cientos de años. ¡Qué humillación cuando lo descubrí!
—¿Conque ese es el problema, eh?
—Y lo del espantoso Más Dichoso de los Cotos de Caza. Me largo. Se me ha terminado el apetito.
—Bueno, el sitio lo has escogido tú. Cuando te invitaba yo nunca te traía a tomar nutburguesas, acuérdate.
—Normalmente la que invitaba era yo.
—Detalle sin importancia. Y no vas a salir a la calle gritando así. Tengo el coche aparcado en la esquina. Te acompañaré a casa.
Salieron juntos del boulevard iluminado con luces de neón.
—A ver, Aimée —dijo Dennis—, no nos peleemos ahora.
—¿Pelearse? Te odio.
—La última vez que nos vimos éramos novios e íbamos a casarnos. Me parece que, por lo menos, me debes una explicación. De momento, la única queja que tienes de mí es que no soy autor de los poemas más famosos de la literatura inglesa. Bueno, ¿lo es Joyboy?
—Me hiciste creer que los habías escrito tú.
—En eso no eres justa, Aimée. Soy yo el que debiera sentirme tremendamente decepcionado al comprobar que he estado dedicando todo mi amor a una chica que no sabe nada de los tesoros más comunes de la literatura. Pero soy consciente de que tus criterios culturales son diferentes de los míos. Sin duda tú sabes mucha más psicología y mucho más chino que yo. Pero en el caduco continente de donde yo vengo, las citas son un vicio nacional. Antes se citaba a los clásicos, ahora a los poetas líricos.
—Nunca más volveré a creer una palabra de tus labios.
—¡Vamos! ¿Qué es lo que no crees?
—No creo en ti.
—Ah, esto es distinto. Es muy distinto no creer algo que no creer en alguien.
—Déjate de razonamientos.
—Bueno.
Dennis detuvo el automóvil junto a la acera, y trató de abrazar a la chica. Ella se resistió con furibunda agilidad. Él no le dio importancia y encendió un puro. Aimée se acurrucó en una esquina, sollozando. Finalmente dijo:
—¡Qué entierro tan espantoso!
—¿El del loro de los Joyboy? Sí. Ya te diré por qué. El señor Joyboy insistió en que dejáramos el ataúd abierto. Yo traté de hacerle ver que era un disparate; al fin y al cabo soy un experto. Sé lo que me llevo entre manos en estos asuntos. El ataúd abierto es correcto en el caso de perros y gatos que yacen y se enroscan con naturalidad. Pero los loros no. Están absurdos con la cabeza sobre una almohada. Pero él resultó ser de un esnobismo ciego. Teníamos que hacer en el Más Dichoso de los Cotos de Caza exactamente igual que en el Claro de los Susurros. ¿O piensas, quizá, que todo fue un truco? Yo soy de la opinión de que el muy mosquita muerta lo que pretendía era hacer quedar en ridículo al loro para rebajarme a mí. Seguro que fue eso. ¿A ver, quién te invitó al funeral? ¿Conocías al muerto?
—Pensar que todo el tiempo que saliste conmigo ibas secretamente a aquel sitio...
—Oye, cariño, como buena americana deberías ser la última en despreciar a un hombre porque empieza por lo más bajo de la escala social. No pretendo ni mucho menos que en el mundo de las funerarias llegue a la categoría de tu Joyboy, pero piensa que soy más joven, mucho más guapo, y mis dientes no son postizos. Tengo un futuro en la Iglesia no sectaria. Hay fundadas esperanzas de que llegue a ocupar el puesto de capellán jefe del Claro de los Susurros cuando el señor Joyboy esté todavía disecando cadáveres. Yo poseo dotes de gran predicador, al estilo del siglo XVII, como los metafísicos, más intelectual que sentimental. Un poco a la manera laudiana[6], ceremonioso, locuaz, ingenioso, y desde el punto de vista doctrinal, libre de prejuicios; mangas anchas, pero...
—¡Oh, cállate! ¡Me aburres!
—Aimée, permíteme que como futuro esposo y director espiritual, te advierta que esta no es forma de hablar al hombre a quien amas.
—Yo no te amo.
—«Las ondas secarse han...»
—¿Y esto qué significa?
—«Y las rocas fundirse.» Eso sí lo entenderás. «Sin que yo a mi amor abandone...» ¿No pretenderás no entender eso? Es del estilo de los modernos cantantes. «No te abandonaré, amor, mientras corran las arenas de la vida.» Estas palabras del final, son un poco oscuras, lo confieso, pero el sentido general está clarísimo para el más sordo. ¿Ya no te acuerdas del Corazón de Bruce?
Cesaron los sollozos, y el silencio que siguió le hizo comprender a Dennis que en la exquisitamente vaga cabeza del rincón determinados procesos intelectuales acababan de ponerse en movimiento.
—¿Bruce fue el autor del poema? —preguntó ella al fin.
—No. Pero sus nombres se parecen tanto que no importa[7].
Otra pausa.
—¿Y Bruce, o como se llamara el autor, no dispuso una manera de anular el juramento?
Dennis no había contado demasiado en la ceremonia de la capilla de Auld Lang Syne. La había mencionado sin pensar, porque se le ocurrió de pronto. Pero al ver que iba de perlas, se abalanzó sobre la oportunidad.
—Escucha, tontaina, bombón. Te has metido en un buen dilema... lo que en Europa diríamos un berenjenal.
—Llévame a casa.
—Como quieras, te lo explicaré por el camino. Tú crees que el Claro de los Susurros es la cosa más maravillosa después del cielo. Te comprendo. A mi tosca manera inglesa, comparto tu entusiasmo. Estoy proyectando una obra sobre el tema, pero siento tener que reconocer que no sería lícito decir en palabras de Dowson: «Si lo lees, lo entenderás.» Porque no lo entenderás, tesoro, ni una palabra. Pero eso no viene al caso. Resulta que tu señor Joyboy es la reencarnación del espíritu del Claro de los Susurros, el portavoz y mensajero entre el doctor Kenworthy y el resto de la humanidad. Mira, estamos obcecados con el Claro de los Susurros, los dos, «Medio enamorados con el sosiego de la muerte», como te dije una vez, y de paso, para ahorrarme más complicaciones, déjame aclararte que yo no soy el autor del poema, tú eres la vestal del lugar, y como es natural yo te quiero a ti y tú quieres al señor Joyboy. Los psicólogos te dirán que este tipo de cosas ocurren a diario.
»Es posible que según los elevados criterios del Soñador yo sea una persona llena de defectos. El loro estaba espantoso en el ataúd. ¿Y qué? Tú me querías y me juraste amor eterno con las palabras del más sacro juramento de la religión del Claro de los Susurros. Te das cuenta del dilema, berenjenal o callejón sin salida. Lo sagrado es indivisible. Si no es sagrado besarme a través del corazón de Burns o Bruce, tampoco lo será acostarse con el viejo Joyboy.
Continuó el silencio. Dennis había hecho mucha más mella de la que se había figurado.
—Hemos llegado —dijo deteniéndose delante de la casa donde vivía Aimée. No era momento, comprendió en seguida, de propasarse.
—Vete.
Aimée guardó silencio y estuvo unos instantes sin moverse. Luego susurró:
—En tu mano está liberarme del compromiso.
—Ah, pero no pienso hacerlo.
—¿Ni a sabiendas de que ya te he olvidado?
—No es verdad.
—Lo es. Cuando no te veo ya ni recuerdo qué cara tienes. Cuando no te tengo delante, no pienso nunca en ti.
Sola en la celda de cemento armado que ella denominaba su apartamento, Aimée fue presa de todos los demonios de la duda. Encendió la radio; una irracional tormenta de pasiones teutónicas se apoderó de ella hasta llevarla al abismo del frenesí; de pronto, bruscamente, terminó.
«Concierto que le llega a usted por merced de Los Melocotones Sin Hueso de Kaiser. Recuerde que no hay otro melocotón en el mercado tan perfecto y sin hueso. Cuando usted compra Melocotones Sin Hueso de Kaiser usted compra sólo suculenta carne de melocotón y nada más...»
Entonces cogió el teléfono y marcó el número del señor Joyboy.
—Por favor ven, te lo ruego, tengo problemas.
Del auricular salió un galimatías de lenguas, humanas e inhumanas, y en medio de todo aquello una voz semiapagada que decía:
—Habla más alto, nena. No te oigo.
—Que me siento mal.
—No es fácil oírte, corazón. Mamá acaba de comprar un pájaro nuevo y está enseñándole a hablar. Mejor será que lo dejemos de momento y ya hablaremos de ello mañana.
—No, cariño, ven a verme en seguida: ¿no puedes?
—Oye, corazón, no puedo dejar sola a mamá precisamente hoy, el día de la llegada del nuevo pájaro. ¿No crees? ¿Qué pensaría? Para mamá es una fiesta, nena mía. Tengo que hacerle compañía.
—Me preocupa nuestra boda.
—Ya, nena, ya me lo imagino. Surgen cantidad de problemas. Pero mañana podremos hablar con mayor tranquilidad. Procura dormir bien, corazón.
—He de verte.
—Oye, nenita, tendré que ponerme serio contigo. Obedece en seguida a papá o papá se va a enfadar mucho.
Ella colgó y otra vez volvió a consolarse con música de ópera; dejó que los sonidos le arrebataran todas las fuerzas y que el torbellino la entonteciera con el ruido. Cuando volvió el silencio, se le despertó algo el cerebro. Al teléfono otra vez. El periódico local.
—Quisiera hablar con el Gurú Brahmin.
—No trabaja de noche. Lo siento.
—Es muy importante. ¿Puede darme el número de teléfono de su casa?
—Son dos. ¿Cuál quiere?
—¿Dos? No lo sabía. Quiero el del que contesta las cartas.
—Será el señor Slump, entonces, pero él abandona el trabajo pasado mañana y a esta hora de la noche no lo encontrará en casa. Llame y pregunte por él en la Taberna de Mooney. Es donde acostumbran a pasar unas horas por las noches todos nuestros redactores.
—¿Y se llama verdaderamente Slump?
—Es el nombre que me dio él, hermana.
Aquel día precisamente el señor Slump había sido despedido de su trabajo en el periódico. Todos los que trabajaban en la oficina habían estado con el alma en vilo, seguros de que iba a ocurrir, salvo el propio señor Slump, el cual se había marchado a contar la historia del golpe bajo que acababan de asestarle a diversas tabernas del barrio, poco propensas a simpatizar con las penas ajenas. El barman gritó:
—Al teléfono, señor Slump. ¿Todavía está?
Al señor Slump le pareció perfectamente concebible que fuera una llamada del editor de su periódico, arrepentido de la jugarreta que le había hecho; alargó el brazo para coger el auricular.
—¿El señor Slump?
—Sí.
—Por fin lo he encontrado. Yo soy Aimée Thanatogenos... ¿Se acuerda de mí?
Era difícil no recordar un nombre así.
—Claro —dijo el señor Slump por fin.
—Señor Slump, lo estoy pasando muy mal. Se acuerda del inglés que le decía por carta...
El señor Slump aplicó el auricular al oído del vecino, sonrió exageradamente, se encogió de hombros, luego lo colocó sobre el mostrador del bar, encendió un cigarrillo, tomó un trago largo, pidió otra bebida. De la madera manchada se elevaban los minúsculos ruidos de una voz ansiosa. Aimée tardó bastantes minutos hasta dar una idea clara de la situación. Luego el chorro de voz cesó y fue sustituido por breves y espasmódicos murmullos. El señor Slump volvió a ponerse al aparato.
—Oiga... Señor Slump... ¿Me escucha?... ¿Me ha oído?... Oiga.
—Bueno, hermana. ¿Qué pasa?
—¿Ha oído lo que le acabo de contar?
—Sí, claro.
—Bueno... ¿Qué he de hacer?
—¿Hacer? Escuche bien. Tome el ascensor y suba hasta el último piso. Busque una ventana que le caiga simpática y salte. Es lo mejor.
Se produjo un respingo mezclado con llanto y luego en voz queda:
—Gracias.
—Le he dicho que saltara de un último piso.
—Ya lo hemos oído.
—¿No he hecho bien?
—Tú sabrás, hermano.
—A ver, mierda. ¡Con un nombre así!
Dentro del armario del cuarto de baño de Aimée, entre los aparatitos y preparados que componen el surtido necesario para mantener a toda mujer sana, se encontraba el tubo de barbitúricos marrón imprescindible para su debido reposo. Aimée tragó la dosis acostumbrada, se tendió en la cama y se durmió. El sueño le llegó al poco rato, bruscamente, sin ceremonias, saludo ni caricia. Nada de voluptuosos estados preparatorios, de roces, vueltas, ascensos, de barreras que caen o de la sensación de flotar, de liberar la mente apegada a la tierra. A las nueve y cuarenta minutos de la noche estaba desvelada y mal, con la dolorosa sensación de que algo tiraba y contraía las sienes, de una forma seca; los ojos se le humedecieron y ella bostezó; de pronto fueron las cinco y veinte de la madrugada y volvía a estar despierta.
Todavía era de noche; el cielo no estaba estrellado y las calles desiertas estaban encendidas de luz. Aimée se levantó, se vistió y se echó a la calle, a la luz de las farolas. En el breve recorrido desde el apartamento hasta el Claro de los Susurros no se cruzó con un alma. El Portal Dorado permanecía cerrado a partir de medianoche hasta la mañana, pero había siempre una puerta lateral abierta para el personal que trabajaba de noche. Aimée entró y ascendió por el conocido camino asfaltado que llevaba a la plataforma de la capilla de Auld Lang Syne. Se sentó dispuesta a esperar.
Ya no sentía la ansiedad de unas horas antes. Sin saber cómo, en algún momento, durante las negras horas de ausencia, había dado con el consejo que necesitaba; tal vez había tomado contacto con los espíritus de sus antepasados, con el impío y atormentado pueblo que había desertado de los altares de los dioses, se había hecho a la mar y recorrido el mundo, perseguido por no se sabe qué furias, por caminos mezquinos y entre gente de bárbaras lenguas. Su padre había frecuentado el Templo del Evangelio de los Cuatro Cuadrados; su madre, borracha. Voces de la antigua Grecia apremiaban a Aimée a que saliera en busca de más altos destinos; las mismas voces que muy lejos de allí, y en otra época, habían cantado al Minotauro sus embestidas bajo tierra al final del pasadizo; que a ella le sonaban mucho más dulces cuando cantaban sobre las quietas aguas del puerto de Beocia, sobre los hombres armados y en silencio, esperando en la calma de la mañana, la escuadra inmóvil y anclada, y Agamenón apartando la vista; que le hablaban de Alceste y de la orgullosa Antígona.
El Oriente se iluminó. Las primeras horas de la revolución diurna y las únicas que no son mancilladas por el hombre. Guardaba cama hasta tarde en aquella zona del mundo. Exaltada, Aimée contempló cómo todas las estatuas se ponían a brillar, se emblanquecían y tomaban forma a la vez que la hierba iba pasando de plata y gris a verde. Sintió una caricia de calor. Luego, de pronto, por todas partes y hasta el horizonte donde le llegaba la vista el jardín se transformó en una danzarina superficie de luz, de millones de minúsculos arcos iris y de puntos de fuego; desde la caseta de control, el encargado había girado la espita y el agua salía a chorro por la red de agujereados tubos enterrados.
Se había hecho de día. Aimée bajó a paso vivo por el sendero de grava hasta la entrada de la funeraria. En recepción estaba todo el personal del turno de noche tomando café. Al pasar ella, le lanzaron una mirada inexpresiva, porque era normal que algo urgente surgiera a cualquier hora. Aimée tomó el ascensor hasta la última planta donde el silencio era absoluto y no había nadie, salvo los cadáveres tapados con sábanas. Sabía lo que buscaba y dónde iba a encontrarlo; una botella azul de boca ancha y una jeringa. No dejó ninguna carta de despedida o de disculpa. Sentíase muy lejos de las convenciones sociales y las obligaciones hacia el prójimo. Los protagonistas de la historia, Dennis y el señor Joyboy, habían sido olvidados. El asunto quedaba entre ella y la diosa a cuyo servicio estaba.
Fue mera casualidad que escogiera el taller del señor Joyboy para inyectarse.