El Gurú Brahmin era dos hombres de rostro sombrío además de una vivaz y joven secretaria. Uno de los hombres sombríos era el que redactaba la columna del periódico, el otro, un tal señor Slump, se ocupaba de las cartas que requerían ser contestadas en privado. Antes de que entraran al trabajo, la secretaria repartía las cartas en sus correspondientes escritorios. En el del señor Slump, superviviente de los viejos tiempos de Tía Lydia y heredero de su estilo, había normalmente el montón más pequeño, porque a la mayoría de los que consultaban al Gurú Brahmin les agradaba la idea de que sus problemas fueran expuestos al público. Les daba la sensación de que eran importantes y a veces daba pie a intercambiar cartas con otros lectores.
El perfume de la «Porción de la Jungla» todavía impregnaba el papel de la carta que había escrito Aimée.
«Querida Aimée —dictó el señor Slump, a la vez que procuraba no romper con su hábito de fumar encadenando los cigarrillos—: Me preocupa un poquito el tono de su última carta.»
Los cigarrillos que fumaba el señor Slump no eran otra cosa que un especial preparado medicinal que, según aseguraban los anuncios, tenía el propósito de proteger el aparato respiratorio. No obstante, el señor Slump lo pasaba mal, y su secretaria con él, horriblemente mal. Cada día, durante horas todas las mañanas, era atacado por una tos que surgía de las infernales cavernas y sólo podía ser calmada a base de whisky. Algunas mañanas, las peores, la secretaria estaba convencida de que el señor Slump iba a vomitar. Aquella era una de estas mañanas. Le dieron bascas, temblores, y tuvo que pasarse un pañuelo por la cara.
«Ninguna muchacha americana buena amante del hogar y dispuesta a crear el suyo propio debería tener motivo de queja ante el comportamiento que me describes en tu carta. Tu amigo te ha rendido el más alto tributo de que era capaz invitándote a conocer a su madre, y qué madre, si es una madre auténtica, no desea ser presentada a las amigas de su hijo. Llegará un día, Aimée, en que tu hijo querrá traer a casa personas para ti desconocidas. Tampoco me parece que le desmerezca en nada eso de que ayude a su madre en las tareas domésticas. Dices que estaba ridículo con el delantal puesto.
Yo diría sin lugar a dudas que no hay otra cosa más digna que ayudar al prójimo sin tener en cuenta banales prejuicios humanos. La única explicación que yo encuentro a tu cambio de actitud es la de que tú no quieres a este hombre como él tiene derecho a esperar de ti, y en tal caso no te queda otro remedio que decírselo francamente en cuanto puedas.
»En cuanto a los defectos de tu otro amigo, tú eres perfectamente consciente de ellos y estoy convencido de que puedo confiar en tu sensatez y en que sabes distinguir entre brillantez y mérito. La poesía es una cosa muy hermosa, pero, en mi opinión, un hombre capaz de ayudar en las humildes tareas de la casa vale diez veces más que los más hábiles versificadores.»
—¿Te parece demasiado fuerte?
—Fuerte lo es, señor Slump.
—Caramba, qué mal me siento esta mañana. De todos modos esta chica debe de ser una mala pécora.
—No es la primera de esta clase.
—No. Bueno, rebaja un poco el tono. Ha llegado otra carta de la mujer que se come las uñas. ¿Qué le aconsejamos la última vez?
—Meditación en la Belleza.
—Dile que continúe meditando.
A quince kilómetros de distancia, en la sala de cosmética, Aimée dejó un instante su trabajo y releyó el poema que aquella mañana había recibido de Dennis.
Dios le puso ojos de gata
Y se los pintó con fuego;
Las cenizas del corazón me remueven
Y las encienden de deseo.
Su cuerpo, una flor, su melena
Jugando le besa el cuello.
Sus colores veo en todos sitios
Y el sol se enorgullece de ellos.
Dulces son sus manitas y cuando
Veo moverse los dedos
Comprendo por qué algunos hombres
Por menos de amor han muerto.
¡Ay, cariño, vive, preciosa! Mis ojos
Como una oración la buscan...
Por la mejilla de Aimée corrió una lágrima solitaria, que fue a parar sobre la cerúlea máscara de la mesa. Se metió el manuscrito en el bolsillo de su bata de lino y sus dulces manitas comenzaron a moverse sobre el rostro del muerto.
En El Más Dichoso de los Cotos de Caza, Dennis dijo:
—Señor Schultz, quiero ganar más.
—De momento es imposible. No entra suficiente dinero. Lo sabe tan bien como yo. Gana cinco dólares más que su antecesor. No niego que usted los vale, Dennis. En cuanto mejore el negocio, le subiré el sueldo.
—Estoy pensando en casarme. Mi novia no sabe que trabajo aquí. Es una chica muy romántica. Me parece que no tiene muy buena opinión de este negocio.
—¿Ha encontrado algún empleo mejor?
—No.
—Pues dígale a su novia que se deje de romanticismos. Cuarenta dólares a la semana son cuarenta dólares a la semana.
—Totalmente en contra de mi voluntad, me he convertido en un personaje de Henry James. ¿Ha leído usted alguna de las novelas de Henry James, señor Schultz?
—Usted ya sabe que no tengo tiempo de leer.
—No vale la pena perder el tiempo leyendo muchos de sus libros. Todos sus relatos tratan de lo mismo... de la candidez de los americanos y la experiencia de los europeos.
—¿Se cree que es más listo que nosotros, eh?
—James era el prototipo del americano cándido.
—Bueno, no puedo sufrir a las personas que se dedican a hablar de sus compatriotas.
—Oh, si no los critica. Todas las historias acaban trágicamente.
—Bueno, a mí que nadie me venga tampoco con finales trágicos. Coja el ataúd por aquella punta. Nos queda sólo media hora antes de que llegue el pastor.
Aquella mañana iba a celebrarse un entierro con toda la pompa, el primero desde hacía un mes. En presencia de una docena de personas de luto, el ataúd de un perro alsaciano fue descendido a la tumba recubierta de flores por todas partes. El reverendo Errol Bartholomew leyó las correspondientes oraciones.
«Todo perro nacido de perra está condenado a vivir poco tiempo y a ser desgraciado. Apenas nace es cortado como una flor; su paso por este valle de lágrimas es como el de una sombra, y siempre en movimiento...»
Luego, en la oficina, al entregarle el talón al señor Bartholomew, Dennis dijo:
—Dígame, ¿qué hay que hacer para ser clérigo no sectario?
—Esperar a que Te Llamen.
—Esto por descontado; pero una vez oída la Llamada, ¿qué pasos hay que tomar? ¿Existe un obispo no sectario que ordena a los sacerdotes?
—Por descontado que no. Quien es Llamado no requiere intervención de ningún ser humano.
—¿Basta con decir un buen día «soy sacerdote no sectario» y esperar a los parroquianos?
—Hay muchos gastos. Se necesita un local. Aunque los bancos se muestran bastante dispuestos a cooperar. Luego, por supuesto, a lo que hay que aspirar es a una parroquia radiofónica.
—Un amigo mío ha sentido la Llamada, señor Bartholomew.
—Pues dígale que se lo piense mejor. Cada año hay más competencia, sobre todo en Los Ángeles. Las más recientes oficinas no sectarias están dispuestas a todo... incluso a hacer psiquiatría y a celebrar sesiones de espiritismo.
—Malo.
—Totalmente desautorizado por las Escrituras.
—Mi amigo había pensado especializarse en funerales. Tiene contactos.
—Es perder el tiempo, señor Barlow. Se gana mucho más con las bodas y los bautizos.
—Es que a mi amigo no le inspiran demasiado las bodas y los bautizos. Lo que necesita es categoría. ¿No cree usted que un clérigo no sectario es socialmente igual a un embalsamador de cadáveres?
—Desde luego, señor Barlow. En el corazón de los americanos cala muy hondo el respeto hacia los ministros religiosos.
La Capilla de Auld Lang Syne[3] se encuentra en un extremo del Parque, lejos de la Iglesia de la Universidad y del Mausoleo. Consiste en un edificio más bien bajo, sin campanario ni adornos de ninguna clase, más seductor que impresionante, dedicado a Robert Burns y a Harry Lauder, algunos de cuyos objetos aparecen expuestos en un anexo. La única nota de color del interior es la alfombra escocesa. El brezo que se plantó originariamente para que recubriera los muros creció excesivamente bajo el sol californiano, superando en tal medida el sueño del doctor Kenworthy que éste acabó por arrancarlo y por tomar la decisión de enlosar el terreno inmediato a las paredes, lo que prestaba al conjunto el aspecto de un buen cuidado patio de recreo muy en consonancia con la tradición de estudios universitarios del país a cuyo servicio se encuentra. Pero los gustos del Soñador estaban muy poco predispuestos a apreciar la sencillez sin adornos ni tampoco a servir ciegamente la tradición. Lo suyo era innovar; dos años antes de que Aimée entrara a trabajar en el Claro de los Susurros, introdujo en el lugar, a pesar de su grave austeridad, un Nido de Amantes; no se trató en absoluto de un frondoso rincón como el de La Isla del Lago, sitio que ni pensado a propósito para escarceos eróticos, sino de algo con carácter, a su modo de ver, perfectamente escocés: el tipo de lugar idóneo para llegar a un acuerdo sobre precios y firmar un contrato. Se componía de un dosel y un doble trono de granito sin pulir. Entre los dos asientos una losa agujereada en forma de corazón, y detrás la siguiente inscripción: