Dennis pidió y obtuvo unos días de permiso del patrón del Más Dichoso de los Cotos de Caza para asistir al funeral y a sus preparativos. Al señor Schultz le costó bastante concedérselo. Difícilmente podría prescindir de los servicios de Dennis; cada día salían más vehículos de las fábricas, aparecían más conductores en las carreteras y más animalitos en el depósito de cadáveres; en Pasadena hubo una intoxicación general. La nevera se llenó hasta los topes y las llamas del crematorio quemaron día y noche sin parar.
—Será una experiencia muy valiosa para mi trabajo, señor Schultz —dijo Dennis tratando de amortiguar el reproche de que lo dejaba en la estacada—. Veré muchos de los métodos empleados en el Claro de los Susurros y regresaré con ideas de todas clases para aplicarlas aquí.
—¿Para qué quiere ideas nuevas?-preguntó el señor Schultz—. Las únicas ideas que me interesan son combustible más barato, sueldos más bajos y trabajo más duro. Mire, señor Barlow, aquí contamos con la gente de toda la costa. No hay nada de nuestra categoría en todo lo que va de San Francisco hasta la frontera mexicana. ¿Cuánta gente conseguimos dispuesta a pagar cinco mil dólares para enterrar a su animal? ¿Cuántos pagan quinientos? Ni dos al mes. ¿Qué dicen la mayoría de los clientes? «Quémelo con poco gasto, señor Schultz, lo mínimo necesario para que no caiga en manos del municipio y me ponga en un aprieto.» Y si no, es una tumba, con lápida por sólo cincuenta dólares, responso incluido. Desde la guerra ya no se tiene la fantasía de antes, señor Barlow. Las personas fingen querer mucho a sus animalitos, les hablan como si fueran niños, y cuando llega un ciudadano con su nuevo automóvil, la cara bañada en lágrimas, lo primero que me dice es: «¿Cree que de verdad es un requisito social erigirle una lápida, señor Schultz?»
—Usted está celoso del Claro de los Susurros, señor Schultz.
—¿Y cómo no, viendo la cantidad de pasta que desembolsan para parientes que los han odiado toda su vida, mientras que animales que les han profesado verdadero cariño y nunca les han abandonado, nunca les han pedido cuentas por nada, ni elevado una queja, ricos o pobres, sanos o enfermos, son enterrados como si sólo fueran animales? Tómese tres días de permiso, señor Barlow, pero no espere que se los pague con la excusa de que volverá con alguna idea original.
El forense no presentó problemas. Dennis declaró lo que tenía que declarar; la furgoneta del Claro de los Susurros se llevó los despojos; Sir Ambrose manipuló con mentiras a la prensa. Y fue también Sir Ambrose quien, ayudado de otros ilustres ingleses, formaron la Orden del Servicio. En Hollywood, la liturgia es más responsabilidad del director de escena que del clérigo. En el Club de Cricket todos querían que se les asignara un papel.
—Debería de hacerse una lectura de las obras —dijo Sir Ambrose—. No creo que en este momento tenga una copia a mano. Son cosas que desaparecen misteriosamente cuando te mudas de casa. Barlow, usted es hombre de letras. No le costará encontrar un pasaje apropiado. Yo sugeriría algo que ayudara a hacerse una idea de qué tipo de hombre era... de su amor a la naturaleza, su juego limpio, ya sabe.
—¿Amaba Frank la naturaleza o el juego limpio?
—Pues claro que sí, a la fuerza. Como todo gran personaje de la literatura; honrado por el mismo rey.
—No recuerdo haber visto ninguna de sus obras en la casa.
—Encuentre algo, Barlow. Aunque sólo sea unas notas íntimas. O escríbalas usted mismo, si es necesario, supongo que debe de estar familiarizado con su estilo. Y, vaya, ahora que lo recuerdo, si usted es poeta. ¿No cree que es la ocasión justa para componer unos versos sobre el viejo Frank? Para recitarlos yo junto a la tumba, ¿sabe? Al fin y al cabo, caramba, es lo mínimo que puede hacer por él... y por nosotros. Nos lo debe. A nosotros nos ha tocado trabajar como asnos.
«Trabajar como asnos, sí, exactamente», pensó Dennis mientras observaba a los miembros del club haciendo la lista de invitados. El tema había causado conflictos. Unos eran partidarios de que el grupo fuera pequeño y exclusivamente británico, mientras que la mayoría, encabezada por Sir Ambrose en persona, quería invitar a todos los grandes de la industria cinematográfica. De qué servía «dejar bien puesta la bandera», decía, si el único espectador tenía que ser el pobre Frank. Nunca cupo ninguna duda de quién iba a ganar. Sir Ambrose contaba con todos los triunfos en la mano. De manera que se imprimió un gran número de tarjetas.
Entretanto Dennis se dedicó a buscar ejemplares de las obras de Sir Francis. En el chalet había muy pocos libros y eran de Dennis casi todos. Él no recordaba los encantadores tomos aparecidos cuando él aún estaba en la cuna, libros de cartón estampado en las portadas y contraportadas, que a menudo contaban con unas pocas palabras originales de Lovat Fraser en la contraportada, productos de una mente ligera pero activa, biografías, relatos de viajes, crítica, poesía, teatro... belles lettres para decirlo en pocas palabras. El más ambicioso se titulaba Un hombre libre saluda al alba, y era mitad autobiográfico, un cuarto político, otro tanto místico, una obra que en los años veinte llegó al alma de todos los suscriptores de Boots, y gracias al cual se le concedió el título de Sir Francis. Hacía mucho tiempo que Un hombre libre saluda al alba se había agotado, y que nadie hacía honor ni recordaba su agradable fraseología.
Cuando Dennis conoció a Sir Francis en los estudios Megapolitanos el nombre de Hinsley aún no era desconocido. En Poemas de hoy se había incluido uno de sus sonetos. De preguntarle alguien, Dennis se hubiera aventurado a afirmar que su autor había muerto en la guerra de los Dardanelos. No era de extrañar que Dennis no poseyera ninguna de sus obras. Ni tampoco, para quien conociera a Sir Francis, que él tampoco hubiera guardado ninguna. Hasta el final, fue uno de los hombres de letras menos vanidosos imaginables, y por lo tanto menos recordados.
Dennis dedicó mucho tiempo inútilmente a la búsqueda y cuando ya comenzaba a prepararse para una desesperada visita a la biblioteca pública, halló un ejemplar muy manchado y viejo de Apollo. Su portada azul se había desteñido hasta tomar un tinte grisáceo, y era del mes de febrero de 1920. Contenía principalmente poemas escritos por mujeres, muchas de las cuales ya deberían, ahora, ser abuelas. Tal vez la explicación de reliquia tal, al cabo de tantos años y en lugar tan remoto, residiera precisamente en uno de sus sentidos poemas. No obstante, en las últimas páginas de la revista había una reseña firmada por F. H. Versaba, según notó Dennis, sobre una poetisa cuyos sonetos aparecían al principio. El nombre de la autora había sido olvidado hacía tiempo, pero quizás en él, se dijo Dennis, se hallara algo «que tocara el corazón del hombre», algo que explicara su largo exilio; en todo caso algo que le dispensaba de tener que acudir a la biblioteca municipal... «Librito que en sus breves páginas rezuma un talento apasionado y reflexivo en un grado muy superior a lo corriente...» Dennis recortó la reseña y se la envió a Sir Ambrose. Acto seguido volvió a concentrarse en su composición.
El roble barnizado, las cretonas indias, la esponjosa alfombra y la escalinata de estilo georgiano terminaban súbitamente en la segunda planta. Más arriba había un sector vedado al público. Se llegaba a él en un ascensor, una caja puramente funcional de dos metros y medio cuadrados. En esta planta de arriba no se veía más que porcelana, azulejos, linóleo y cromado. En ella se encontraban las salas de embalsamamiento con sus consiguientes repisas de porcelana puestas en hilera, sus grifos, sus tubos y bombas a presión, sus hondos canalones y el intenso olor a formaldehído. Después venían las habitaciones del maquillaje con sus olores a champú y a pelo recalentado, a acetona y a agua de lavanda.
Un empleado entró empujando una camilla en el cubículo de Aimée. Debajo de la sábana había un cuerpo. El señor Joyboy caminaba al lado.
—Buenos días, señorita Thanatogenos.
—Buenos días, señor Joyboy.
—Le traemos el ser querido estrangulado que ha de ir a la Sala de la Orquídea.
El señor Joyboy era la muestra perfecta de la corrección y buenos modales profesionales. Antes de que llegara él, se había notado un claro deterioro de tono en cuanto se pasaba de las salas de exposición al taller. En éste se hablaba impunemente de «muertos» y de «cadáveres»; un desaprensivo y joven embalsamador de Texas había llegado a hablar de «fiambres». A la semana de ocupar el señor Joyboy el puesto de decano de la funeraria, el joven fue puesto de patitas en la calle, lo cual sucedió al mes de la llegada de Aimée Thanatogenos como maquilladora empleada en el Claro de los Susurros. La chica recordaba perfectamente los malos ratos pasados antes de la llegada de él y no podía por menos de agradecer la serenidad y la calma que parecía emanar espontáneamente de su presencia.
El señor Joyboy no era hombre apuesto según los cánones fijados por los estudios cinematográficos. Era alto pero no atlético. Su cabeza y su cuerpo carecían de forma, de color; sus cejas eran raquíticas y las pestañas ni se veían; el pelo, aunque acicalado y perfumado, era más bien escaso; las manos carnosas; lo mejor era probablemente la dentadura, aunque los dientes, blancos y regulares, parecían ligeramente desmesurados; tenía los pies un poco planos y un estómago más bien abultado. Pero sus defectos físicos eran meramente banales cuando se los comparaba con su seriedad ética y con el seductor encanto de la suave resonancia con que hablaba. Daba la impresión de que llevaba un altavoz escondido en el cuerpo y que su voz provenía de un regio estudio remoto: siempre que decía algo daba la impresión de que iba destinado a la hora punta de una popular emisora de radio.
El doctor Kenworthy sólo se contentaba con lo mejor y el señor Joyboy llegó al Claro de los Susurros con una excelente reputación. Se había licenciado en embalsamamiento en una universidad del Middle West y antes de su presente cargo, en el Claro de los Susurros, había estado varios años en la Facultad de Estudios Funerarios de una de las antiguas universidades del Este. Había ocupado el puesto de Primer Ejecutivo Social en dos congresos nacionales de funeraria. Había encabezado una comisión de buena voluntad en un congreso de funerarias sudamericanas. Su fotografía había aparecido en la revista Time, aunque, eso sí, con un ambiguo epígrafe de mala fe.
Antes de que llegara, en la sala de embalsamamiento había corrido el rumor de que el señor Joyboy era meramente un teórico. Rumores que quedaron desmentidos a la primera mañana. Era imposible no respetarlo en cuanto se lo veía con un cuerpo entre manos. Fue como cuando llega un desconocido al coto de caza y al instante en que aparece sobre el caballo, antes de que arranquen a correr los mastines, se ve claramente que es un gran jinete. El señor Joyboy era soltero y codiciado por todas las chicas del Claro de los Susurros.
Aimée era consciente de que cuando hablaba con él, ponía una voz peculiar.
—¿Ha sido un caso difícil, señor Joyboy?
—Bueno, un poquito, pero me parece que al final ha quedado bastante bien.
Apartó la sábana y apareció el cuerpo de Sir Francis, desnudo salvo por unos inmaculados calzoncillos de lino blanco. Estaba blanco y levemente translúcido, como mármol mojado por la lluvia.
—Oh, señor Joyboy, qué hermoso está.
—Sí, yo diría que me ha salido bien —con gesto de pollero pellizcó un muslo—. Elástico —levantó uno de los brazos y con suavidad le dobló la muñeca—. Creo que podemos esperar dos o tres horas antes de fijarlo en una pose. La cabeza tendrá que inclinarse un poco para que la sutura de la carótida quede en la sombra. El cerebro se vació sin dificultad.
—Pero, señor Joyboy, le ha dado la radiante sonrisa, de niño.
—Sí, ¿no le gusta?
—Claro que me gusta, pero el ser que espera no la encargó.
—Señorita Thanatogenos, los seres queridos sonríen espontáneamente para usted.
—No diga esas cosas, señor Joyboy.
—Es cierto, señorita Thanatogenos. Por lo visto no puedo evitarlo. Cuando trabajo para usted hay algo dentro de mí que dice: «Esto es para la señorita Thanatogenos» y los dedos se me ponen a trabajar por su cuenta. ¿No lo ha notado?
—La verdad, señor Joyboy, lo observé por primera vez la semana pasada. «Todos los seres queridos que me llegan del señor Joyboy», dije, «sonríen maravillosamente.»
—Le sonríen a usted, señorita Thanatogenos.
Allí ni llegaba la música. Toda la planta resonaba con el ajetreo de los remolinos y gorgoteos de los grifos de las salas de embalsamamiento, del zumbido de los secadores de pelo de las salas de cosmética. Aimée parecía una monja trabajando, reconcentrada, serena, metódica; primero el champú, luego el afeitado, acto seguido la manicura. Hizo una raya en medio del cabello canoso, enjabonó las mejillas de consistencia gomosa y les aplicó la navaja; recortó las uñas y retocó la cutícula. Después tiró de la mesa en la que había los tintes, cepillos y cremas y se concentró casi dejando de respirar en la fase crucial de su oficio.
En dos horas quedó completo el trabajo más esencial. La cabeza, el cuello y las manos habían recobrado totalmente el color; aunque levemente crudo en cuanto al tono, tosco en cuanto a la pátina, pero eso era sólo bajo la dura luz de la sala de cosmética, y la obra estaba destinada para la anaranjada media luz de la Sala del Sueño y la que se filtraba por la vidriera de colores del altar. Perfeccionó el punteado azul en torno a los párpados y reculó unos pasos con expresión satisfecha. El señor Joyboy se había colocado sigilosamente a su lado y miraba su trabajo.
—Muy bonito, señorita Thanatogenos —dijo—. Ya veo que puedo depositar toda mi confianza en usted. ¿Ha tenido dificultades con el párpado de la derecha?
—Un poco.
—¿Verdad que tiende a abrirse por la esquina del interior?
—Sí, pero le he aplicado un poco de crema por la parte de debajo y luego lo he fijado con número seis.
—Estupendo. No necesita que yo le diga nada. Trabajamos al unísono. Siempre que le envío un ser querido, señorita Thanatogenos, siento como si hablara con usted a través de él. ¿Ha sentido alguna vez eso?
—Reconozco que realizo el trabajo con especial deseo de quedar bien siempre que me llega de usted, señor Joyboy.
—Lo creo, señorita Thanatogenos. Que Dios la bendiga.
El señor Joyboy suspiró. La voz de uno de los porteros dijo:
—Dos seres queridos están a punto de subir, señor Joyboy. ¿A quién van destinados?
El señor Joyboy lanzó otro suspiro y se marchó a su trabajo.
—Señor Vogel, ¿está libre para el siguiente?
—Sí, señor Joyboy.
—Uno es una niña —dijo el portero—. ¿Se ocupará de ella usted mismo?
—Sí, por descontado. ¿Se trata de madre e hija?
El portero miró las etiquetas que colgaban de las muñecas.
—No. No están emparentados, señor Joyboy.
—Muy bien. Señor Vogel, ¿se ocupará usted del adulto? De haber sido madre e hija, hubiera hecho los dos yo mismo, aunque estoy ocupadísimo. Hay siempre algo distintivo en cada técnica individual... que tal vez no todos noten; pero si yo viera a una pareja que ha sido embalsamada por dos personas diferentes, observaría inmediatamente que la criatura no pertenecía propiamente a la madre; como si la muerte los hubiera convertido en un par de desconocidos. ¿Le parece tal vez un delirio?
—Usted quiere mucho a los niños, ¿verdad, señor Joyboy?
—Sí, señorita Thanatogenos. No me gusta hacer discriminaciones, pero soy humano y no puedo evitarlo. Existe algo en la seductora inocencia de los niños que despierta en mí el deseo de superarme. A veces parece como si la inspiración me viniera de fuera; de algo más alto... pero ahora no es momento de hablar de un tema que me es tan caro. A trabajar...
Por fin llegaron los costureros y amortajaron a Sir Francis, ajustándole la prenda con gran habilidad. Después lo levantaron, el cuerpo comenzaba a endurecerse, y lo colocaron dentro del ataúd.
Aimée se acercó a la cortina que separaba las salas de embalsamamiento de las de cosmética y llamó a un empleado.
—Haga el favor de avisar al señor Joyboy de que mi ser querido está listo para la pose. Debería venir lo antes posible. Se está envarando.
El señor Joyboy cerró un grifo y fue a atender a Sir Francis. Le alzó los brazos y le juntó las manos, no en gesto de oración, sino una sobre la otra en actitud resignada. Le alzó la cabeza, reajustó el cojín y le torció el cuello para que tres cuartas partes del rostro quedaran visibles. Retrocedió unos pasos, examinó el efecto y después se agachó un poco hacia adelante para ladear ligeramente el mentón.
—Perfecto —dijo—. Al colocarlo en el ataúd lo han rozado un poco. Déle unas pinceladas.
—Sí, señor Joyboy.
El señor Joyboy se entretuvo unos instantes más, luego se dispuso a marcharse.
—Dé vuelta al bebé —dijo.
El funeral iba a ser el jueves; el miércoles por la tarde era la despedida en la Sala del Sueño. Por la mañana Dennis fue al Claro de los Susurros a comprobar si todo estaba en orden.
Le hicieron pasar directamente a la Sala de la Orquídea. Había llegado una gran cantidad de flores, en su mayoría de la floristería de abajo, casi todas con su «natural belleza». (La admisión del hermoso trofeo del Club de Cricket en forma de palas y mallos tuvo que ser consultada. El doctor Kenworthy en persona emitió juicio; el trofeo era en esencia una evocación de la vida, no de la muerte; ahí estaba el quid.) La antecámara estaba tan llena de flores que daba la impresión de que no había otros muebles ni objetos de decoración; una puerta doble daba a la Sala del Sueño propiamente dicha.
Dennis vaciló un instante con los dedos sobre el pomo y tomó conciencia de que entraba en contacto con una mano situada al otro lado de la puerta. La posición con que cientos de amantes se han encontrado en cientos de novelas. La puerta se abrió y Aimée Thanatogenos apareció de pie muy cerca de él; a sus espaldas, más flores, y toda ella sumida en la fragancia de un surtido invernadero y en el rumor de un coro salmodiando música sacra desde una tarima. En el instante del encuentro una voz aguda arrancó a cantar con expresiva dulzura: «Ay las alas de la paloma.»
No se movía ni una gota de aire en la quietud mágica de las dos salas. Las ventanas de goznes de plomo estaban herméticamente cerradas. El aire llegaba, como la voz del chico, de muy lejos, esterilizado e irreconocible. Hacía una temperatura ligeramente más fresca que la normal en los interiores de las casas americanas. Las habitaciones daban la sensación de estar aisladas y con una calma poco natural, como la de un vagón de ferrocarril detenido lejos de una estación en plena noche.
—Entre, señor Barlow.
Aimée se hizo a un lado y entonces Dennis vio que el centro de la estancia estaba ocupado por un enorme cúmulo de flores. Dennis era demasiado joven para haber visto un auténtico cenador eduardiano en funciones, pero estaba familiarizado con la literatura de la época y no le costó reconocer el cuadro; no faltaba nada, estaban incluso las sillas doradas colocadas de dos en dos como a la espera de un almidonado y enjoyadísimo galanteo.
No había catafalco. El ataúd se encontraba a pocos centímetros de la alfombra, sobre un pedestal oculto entre las flores. Tenía la tapa medio abierta. Sir Francis era visible de la cintura para arriba: Dennis pensó en la figura de cera de Marat dentro de la bañera.
La mortaja había sido admirablemente ajustada. En el ojal había una gardenia y entre los dedos otra. El pelo estaba blanco como la nieve y partido en dos mitades por una raya recta de la frente a la coronilla que dejaba el cráneo al descubierto, incoloro y liso como si lo hubieran despellejado para exhibir ya la solidez de la calavera. La montura de oro del monóculo enmarcaba un párpado delicadamente pintado.
La inmovilidad era tan absoluta que asustaba más que cualquier acto violento. Despojado, por decirlo de alguna manera, del espeso vellón de movilidad e inteligencia, el cuerpo parecía mucho más pequeño de su tamaño normal. Y la cara que le dirigía su ciega mirada... la cara era algo espantoso; intemporal como una tortuga e igualmente inhumana; un maquillado travestí de sonrisa amarga cuya obscenidad convertía la diabólica máscara que Dennis había descubierto en el nudo corredizo en un objeto comparativamente alegre y decorativo, el tipo de objeto que un tío es capaz de sacarse de la manga durante la Nochebuena.
Aimée permaneció de pie al lado de su obra de artesanía, cual pintor en una exposición, y oyó cómo Dennis daba un respingo de súbita emoción.
—¿Es lo que usted había esperado?
—Mucho más —y luego añadió—: ¿Está ya rígido?
—Firme.
—¿Puedo tocarlo?
—No, por favor. Dejaría una marca.
—De acuerdo.
Entonces, según los dictados de la etiqueta del lugar, ella le abandonó a sus pensamientos.
Horas más tarde, aquel mismo día, hubo un ajetreado entrar y salir de la Sala de la Orquídea; en la antecámara se apostó una muchacha del secretariado del Claro de los Susurros que se dedicaba a ir anotando los nombres de las visitas. Que no fueron los más ilustres. Las estrellas, los productores, los jefes de departamentos llegarían al día siguiente para el sepelio. Aquella tarde eran representados por subalternos. Era como la fiestecita que se acostumbra a celebrar la víspera de una boda para exhibir los regalos, a la que sólo asisten los más íntimos, los que no tienen nada que hacer y los don nadie. Los pelotilleros hicieron todos acto de presencia. El hombre propone, Dios dispone. Y aquellos señores corteses, gorditos, hicieron gala de su perenne consentimiento definitivo a cualquier disposición inclinando la cabeza ante la ciega máscara de la muerte.
Sir Ambrose pasó por allí un momento.
—¿Todo listo para mañana, Barlow? No se olvide de escribir la oda. Me gustaría verla por lo menos una hora antes para poder ensayar delante del espejo. ¿Cómo va?
—Me parece que bien.
—La recitaré delante de la tumba. En la capilla habrá sólo una lectura de las obras y una canción de Juanita, «El verde perdurable». Es la única canción irlandesa que sabe por ahora. Es curioso el aire flamenco de su interpretación. ¿Ha dispuesto cómo ha de sentarse la gente en la capilla?
—Todavía no.
—Los del Club de Cricket se sentarán juntos, por supuesto. Los de la Megalopolitana ocuparán las primeras cuatro filas. Es posible que venga Erikson en persona. En fin, ¿puedo dejarlo en sus manos, verdad?
En el instante en que iba a salir de la funeraria, dijo:
—Lo siento por el joven Barlow. Debe de estar afectadísimo. El truco es darle mucho que hacer.
Dennis encontró finalmente el momento de ir a la Iglesia de la Universidad. Era un edificio pequeño de piedra con una torre cuadrada que se elevaba sobre unos robles todavía jóvenes en la cima de una colina. La entrada contaba con un aparato que se podía accionar para oír una conferencia en que se daban las características del lugar. Dennis se detuvo a escuchar.
Era una voz conocida, la de las películas de viajes:
«Ahora se encuentra usted en la Iglesia de San Pedro Extramuros, de Oxford, uno de los lugares de devoción más venerados y más antiguos de Inglaterra. A ella han entrado enteras y numerosas generaciones de estudiantes de todo el mundo para dar rienda suelta a los sueños de la juventud. En ella, hombres de ciencia y estadistas en ciernes han urdido los sueños de sus futuros triunfos. En ella el gran Shelley planificó su gran carrera poética. De ella han partido numerosos jóvenes llenos de esperanza para seguir los caminos del éxito y de la felicidad. Ella simboliza el alma del ser querido que se pone en marcha hacia la aventura más prometedora de todos los tiempos. Hacia el triunfo que nos espera a todos, por grande que haya sido la decepción de nuestras vidas anteriores.
»Esto es más que una mera reproducción, es una reconstrucción. Un construir por segunda vez lo que los antiguos artesanos quisieron hacer con los toscos utensilios de las épocas pasadas. El tiempo ha hecho de las suyas sobre el hermoso original. Aquí pueden verlo de nuevo en la forma soñada siglos atrás por sus primeros constructores.
»Como observarán las naves laterales han sido construidas enteramente con cristal y acero del Grado A. Existe una hermosa anécdota a este respecto. En 1935, el doctor Kenworthy recorría la casa del tesoro del arte que es Europa para encontrar una obra digna del Claro de los Susurros. Llegó a Oxford y a la famosa iglesia normanda de San Pedro. La encontró muy oscura. La encontró llena de convencionales y deprimentes monumentos funerarios. "¿Por qué la llaman San Pedro Extramuros?" preguntó el doctor Kenworthy, y le explicaron que, en la antigüedad, los muros de la ciudad se hallaban interpuestos entre el centro comercial de la ciudad y la iglesia. "Mi iglesia —replicó el doctor Kenworthy— no tendrá muros." Y así podéis contemplarla ahora, llena de la divina luz del sol y de aire fresco, de los cantos de las aves y de flores...»
Dennis escuchó con gran atención las modulaciones de aquella voz tan a menudo parodiada y que, no obstante, jamás lograba sonar más absurda o más falsa que la original. Su interés ya no era meramente técnico o satírico. El Claro de los Susurros lo tenía totalmente hechizado. Presencias atávicas comenzaban a asomar la cabeza por esta zona de la mente en que nada es seguro y en la que nadie se atreve a entrar, salvo el artista. Dennis, el pionero, interpretaba el tam-tam.
La voz cesó y después de una pausa comenzó de nuevo: «Ahora se encuentra usted en la iglesia de San Pedro Extramuros...» Dennis apagó el aparato, se dirigió a la zona de los asientos y se dispuso a comenzar su prosaica tarea.
En el secretariado le habían dado una pila de tarjetas con los nombres escritos a máquina. Era muy simple repartirlas por los bancos. Debajo del órgano había uno particular, separado de la nave por una reja y una cortina de gasa. En aquel rincón, si era necesario, la familia del difunto podría recogerse como en purdah, protegida de las miradas de los curiosos. Dennis decidió asignarlo a los cronistas del chismorreo local.
A la media hora terminó el trabajo y salió a los jardines, que no encontró más llenos de luz ni de flores ni de cantos de aves que la iglesia normanda.
La oda comenzaba a abrumarlo. Todavía no había escrito ni una sola palabra y la languidez y fragancia de la tarde no incitaba al trabajo. Le perseguía además otra voz que muy débilmente, pero sin parar, le reclamaba para una tarea mucho más esforzada que la de las honras fúnebres de Sir Francis. Aparcó el coche junto a la entrada cubierta del cementerio y se dirigió a pie por un camino de grava que descendía la colina. Las tumbas apenas se veían, señaladas por pequeñas placas de bronce, muchas de las cuales eran tan verdes como el césped. El agua saltaba juguetonamente de las cañerías ocultas que atravesaban todo el terreno y formaba una especie de irisado cinturón de lluvia por encima del cual surgían una multitud de estatuas de bronce o de mármol de Carrara, alegóricas, infantiles o eróticas. Un mago barbudo que escudriñaba el futuro en las oscuras profundidades de lo que tenía toda la pinta de ser una pelota de fútbol de escayola. Un niño en pañales agarrado al pétreo seno de un Mickey de mármol. A la vuelta del camino, podía uno toparse con una Andrómeda, desnuda y envuelta en cintas, contemplando una mariposa de mármol que se había posado sobre su pulidísimo brazo. Y él con sus sentidos literarios muy alerta, como un perro de caza. En el Claro de los Susurros detectaba algo que presentía como muy necesario y que sólo él era capaz de descubrir.
Al cabo de un largo rato se encontró por fin al borde de un lago, lleno de lirios y de aves acuáticas. Un cartel rezaba: «Se venden billetes para el Lago de Innisfree» y vio a tres parejas jóvenes esperando al pie de una rústica plataforma de embarque. Compró un billete.
—¿Uno solo? —inquirió la taquillera.
Los jóvenes parecían tan abstraídos como él, sobándose como sumidos en una miasma casi perceptible de amor adolescente. Dennis aguardó al margen hasta que una canoa eléctrica arrancó de la orilla opuesta y se acercó silenciosamente al muelle. Embarcaron todos y al fin de la breve travesía las parejas desaparecieron por entre los jardines. Dennis permaneció indeciso unos instantes junto a la orilla.
El timonel dijo:
—¿Esperas encontrarte con alguien, tú?
—No.
—Esta tarde no ha habido ninguna chica. De haber habido alguna, yo me hubiera fijado. La mayoría de la gente ya viene con su pareja. Sólo muy de vez en cuando ves a un tipo solo que se ha citado con la novia aquí pero lo más frecuente es que ella no se deje ver el pelo. Es mejor conseguir la mujer antes de pagar el billete, digo yo.
—No —dijo Dennis—. Yo sólo he venido a escribir una poesía. ¿Será un sitio adecuado, verdad?
—Eso no te lo puedo decir. Yo no me dedico a escribir poemas. Pero lo han dejado muy poético, eso sí. El nombre que le han puesto es de un poema muy bonito. Y también han puesto colmenas. Antes había abejas, pero picaban mucho y entonces lo mecanizaron y está todo muy científico. O sea que ahora se acabaron los culos hinchados y en cambio hay mucha poesía.
»Desde luego que debe ser muy poético para que le planten a uno aquí. Cuesta como unos mil dólares. El lugar más poético de todo el Parque. Yo vi cómo lo hacían. Calcularon que vendrían muchos irlandeses, pero por lo visto los irlandeses son poéticos por naturaleza y no quieren pagar tanto para ser plantados. Además ellos ya tienen un cementerio propio, al nivel del suelo, en el centro de la ciudad. ¡Como son católicos! Aquí vienen sobre todo los judíos de clase. Son gente que valoran la intimidad. El agua que ves sirve para alejar a los animales. Los animales llevan de cabeza a la gente de los cementerios. El doctor Kenworthy hizo un chiste a propósito de ello en la fiesta anual. En la mayoría de los cementerios, dice, hay servicios para los gatos y un motel para los perros. ¿Gracioso, eh? No, si el doctor Kenworthy es un buen tipo cuando aparece en la anual.
»En la isla no existe problema de perros y gatos. Los que nos hacen ir de cabeza son ellos, las tipas y los tipos que vienen a hacerse mimos. En mi opinión ellos también aprecian la intimidad, como los gatos.
Mientras hablaban salieron unos cuantos jóvenes de la espesura y aguardaron a ser llamados para embarcar; encandilados Paolos y Francescas que regresaban envueltos de un incandescente velo de amor de sus mundos sumergidos. Una de las chicas masticaba un chicle y hacía globitos como si fuera un camello en período de celo, pero tenía los ojos desmesuradamente abiertos y todavía amansados por el recuerdo del placer.
La isla del lago contrastaba con el abierto horizonte del resto del parque por su recogimiento. Sus orillas estaban protegidas de las miradas ajenas por una franja casi continua de setos. Sinuosos senderos de hierba recortada cruzaban a cada momento frondosos bosquecillos, que desembocaban de pronto en protegidos claros funerarios y convergían al final en un espacio central en que había una cabaña hecha de ramas, nueve hileras de judías (las cuales por un inteligente sistema de trasplante preservaban a perpetuidad su flor escarlata) y unas cuantas colmenas de juncos. El zumbido de las abejas se oía aquí como la dinamo de un motor, mientras que en el resto de la isla no era más que un suave murmullo casi indistinguible en la maraña de sonido.
Las tumbas más cercanas a las colmenas eran las más caras, aunque no lucieran más que las de otros sitios del parque; en simples plaquitas de bronce, invadidas por la hierba, estaban inscritos los más ilustres apellidos de la flor y nata de la vida comercial de Los Ángeles. Dennis asomó la cabeza al interior de la cabaña y reculó en el acto excusándose por haber molestado a sus ocupantes. Echó un vistazo al interior de las colmenas y en el fondo de cada una vio un diminuto ojo encarnado que indicaba que el aparato acústico funcionaba como era debido.
Hacía una tarde cálida; sin brisa que agitara las hojas de verde perenne; la paz descendía despacio, demasiado despacio para el gusto de Dennis.
Tomó por un camino lateral hasta llegar a un pequeño cul-de-sac, parcela reservada a las tumbas de la familia de un importarte frutero, según le informó un cartel. Los melocotones sin hueso, de Kaiser, lucían sus aterciopeladas y rosadas mejillas en los escaparates de todas las fruterías. La media hora radiofónica de Kaiser alegraba a diario con música de Wagner todos los hogares de la nación. Y en aquel suelo yacían ya dos Kaiser, la esposa y una tía. Y en él, cuando se cumpliera el plazo, yacería Kaiser en persona. Una gunnera sombreaba con su bajo ramaje el lugar. Dennis se tendió bajo su tupido follaje. Las colmenas, a distancia, resultaban casi verosímiles. La paz comenzó a descender a paso bastante más vivo.
Disponía de papel y lápiz en el bolsillo. Aquella no era la manera en que acostumbraba a escribir los poemas que le habían hecho famoso y llevado a tan peculiar situación. Sus poesías habían tomado forma durante gélidos viajes en tren durante la guerra... bajo las redes de los portamaletas abarrotados de bártulos, las mortecinas bombillas iluminando regazos a docenas, los rostros imperceptibles, el humo de los cigarrillos mezclado con el vapor casi congelado de los alientos, las inexplicables paradas, las estaciones a oscuras y las calles también. Habían sido escritos en refugios de planchas de acero corrugado y en peladas colinas, a dos kilómetros de la pista de aterrizaje, si era una tarde de primavera, y en los bancos metálicos de los aviones de carga. Aquella no era la manera en que, en su día, iba a escribir lo que tenía que ser escrito; aquel no era el sitio en que el espíritu iba a ser apaciguado, el mismo que en aquel instante comenzaba a apremiarle menos con su misteriosa llamada. La hora y el calor de la tarde invitaban más al recuerdo que a la composición de algo nuevo. Por su mente pasaron lentamente viejos ritmos de las antologías. Escribió:
Que se entierre al Caballero
A la flor del cine popular
Que se entierre al Caballero
los productores se echen a llorar.
Y luego:
Dicen, Francis Hinley, dicen que en tu casa te ahorcaste
Que la lengua se te puso negra y los ojos te saltaron.
¡Ay! y yo te recuerdo riendo
Burlándote de Los Ángeles
Y ahora en formaldehído te han metido y los
ojos te han pintado
Cual marica incorruptible, monigote que ni a fiambre sabe.
Miró distraídamente la fronda del ruibarbo. Los melocotones sin hueso. La metáfora idónea para Frank Hinsley. Dennis se acordó entonces de que una vez había querido comer uno de los anunciadísimos productos del señor Kaiser y descubrió que lo que se había llevado a la boca era una bola de dulzón y humedecido algodón. Pobre Frank Hinsley, en eso, más o menos, había terminado.
Era inútil que se empeñara en escribir. La voz de la inspiración manteníase en silencio; la del deber, amortiguada. Ya llegaría la noche en que los hombres se pondrían a trabajar. Aquella era la hora de mirar los flamencos y de rumiar sobre la vida del señor Kaiser. Dennis atisbó para inspeccionar la letra de las mujeres de la familia. No parecían caracteres con fuerza. Kaiser no debía nada a las mujeres. El melocotón sin hueso era suyo y sólo suyo.
Después oyó unos pasos que se acercaban y, sin necesidad de moverse, vio que eran de mujer. Pies, tobillos, pantorrillas fueron gradualmente apareciendo en su campo de visión. Esbeltas y cuidadosamente calzadas y revestidas de medias como era general en aquel país. ¿Qué debía de haber existido antes, en aquella extraña civilización, el zapato o el pie, la pierna o la media de nilón? ¿O es que la elegancia en serie de aquel tipo de pierna podía comprarse envuelta en celofán en cualquier supermercado del barrio? ¿No sería que gracias a unos de estos automáticos inventos, diseñados a propósito para ahorrarse esfuerzos, se colgaban en un abrir y cerrar de ojos de las intimidades de goma de la parte superior? ¿Se adquirirían en el mismo mostrador que la ligera e inextricable cabeza de plástico? ¿O salía todo entero de la fábrica listo para el consumo?
Dennis esperó sin moverse y la chica se paró a menos de un metro de donde estaba él, se arrodilló bajo la misma rama y se disponía a tenderse a su lado cuando dijo:
—¡Oh!
Dennis se incorporó y al darse la vuelta descubrió que era la chica de la funeraria. Se había calado unas enormes gafas de sol violetas, de forma elíptica, que se apresuró a quitarse para verlo mejor y reconocerlo.
—¡Oh! —volvió a decir—. Perdón. ¿Pero no es usted el amigo del estrangulado ser querido de la Sala de la Orquídea? Tengo muy mala memoria para los rostros de los vivos. Qué susto. No esperaba encontrar a nadie en este rincón.
—¿He ocupado su sitio?
—En realidad no. Quiero decir que éste es el sitio del señor Kaiser, no es el mío ni el suyo. Pero normalmente, a esta hora del día, está desierto y yo acostumbro a venir después del trabajo, y por eso comenzaba a considerarlo como de mi propiedad. Cambiaré.
—De ninguna manera. Me iré yo. Vine sólo a escribir una poesía.
—¿Una poesía?
Por lo visto acababa de decir algo importante. Hasta entonces ella le había tratado con la característica cordialidad impersonal e insensitiva que en aquel país de descarriados se consideraba como buenos modales. Pero entonces se le abrieron los ojos.
—Sí. Soy poeta.
—¡Vaya! ¡Me parece estupendo! En mi vida había visto un poeta de carne y hueso. ¿Conoció a Sophie Dalmeyer Krump?
—No.
—Ahora está en el Rincón de los Poetas. Llegó cuando yo no hacía ni un mes que trabajaba aquí y todavía era aprendiza, por eso no me dejaron que la tocara. Además falleció en un accidente de automóvil y requirió un tratamiento especial. Pero yo aproveché la oportunidad de estudiarla con detenimiento. Poseía un alma muy marcada. Puede decirse que aprendí lo que era el alma estudiando la de Sophie Dalmeyer Krump. A partir de entonces, cuando se requiere un tratamiento con un alma especial, el señor Joyboy me lo confía a mí.
—¿Trabajaría usted en mí si falleciera?
—Usted sería un caso difícil —dijo ella escudriñándolo con ojo profesional—. No está en la edad del alma. Para eso hay que ser o muy niño o muy viejo. Pero le prometo que lo haría lo mejor posible. Me parece verdaderamente maravilloso ser poeta.
—Pero su trabajo también es muy poético.
Él lo dijo sin pensar, en broma, pero ella le replicó con suma gravedad.
—Sí, ya lo sé. Ya lo sé, ya. Sólo a veces, cuando termina el día y estoy cansada siento que todo esto es terriblemente efímero. Me refiero a que si usted o Sophie Dalmeyer Krump componen una poesía y ésta aparece publicada y la leen, no sé, en la radio a millones de oyentes, quizá la continúen leyendo dentro de cien años. Mientras que mi trabajo es arrojado al fuego al cabo de unas horas. En el mejor de los casos es colocado en el mausoleo pero no tarda en deteriorarse, sabe usted. Yo allí he visto pinturas que a los diez años ya habían perdido color. ¿Le parece a usted que algo tan perecedero puede llegar a ser gran arte?
—¿Por qué no se lo toma como si fuera teatro, o canto o como si tocara un instrumento de música?
—Sí, ya lo hago. Pero hoy en día pueden grabarlo permanentemente en un disco. ¿O no?
—¿En esas cosas piensa cuando viene aquí sola?
—Últimamente sí. Al principio me tumbaba y pensaba en la suerte que había tenido al poder entrar aquí.
—¿Y ahora ha cambiado de parecer?
—No, lo continúo pensando, por descontado. Todas las mañanas y durante todo el día mientras trabajo. Solamente al caer la tarde me da por pensar de otra manera. Muchos artistas son así. Me imagino que a los poetas también les ocurre, ¿verdad?
—Me gustaría que me contara más cosas de su oficio —dijo Dennis.
—Ya lo vio ayer.
—Bueno, pues sobre usted y su trabajo. ¿Por qué se decidió a hacer eso? ¿Dónde lo aprendió? ¿Le interesaba ya este tipo de cosas cuando era niña? Me interesa mucho, de verdad.
—Siempre he tenido un temperamento artístico —dijo ella—. En la Universidad escogí la asignatura de Arte como complementaria durante el segundo semestre. De no haberse arruinado papá con la religión lo hubiera estudiado como asignatura principal, pero tuve que aprender un oficio.
—¿Se arruinó con la religión?
—Sí, con el Evangelio de los Cuatro Cuadrados. Por eso me llamo Aimée, como Aimée Macpherson. Cuando se arruinó, papá hubiera querido cambiarme el nombre. Yo también quería cambiar pero no hubo forma de quitármelo de encima. Mi madre se olvidaba siempre de cuál era el nuevo nombre y entonces me ponía otro. Es que, verá, si cambias de nombre una vez, ya no hay motivo para no cambiarlo cien veces. Oyes otros que te parece que suenan mejor. Además mi pobre madre era alcohólica. Pero, en fin, entre nombre y nombre siempre volvíamos al de Aimée y finalmente Aimée ganó.
—¿Qué más estudió en el colegio?
—Psicología y chino. Con el chino no avancé mucho. Pero, bueno, eran las asignaturas complementarias; de cultura.
—Ya. ¿Y qué estudió como asignatura principal?
—Embellecimiento.
—Oh.
—Ya sabe... permanentes, maquillajes faciales, tipos de rostros, el tipo de cosa que se encuentra en los salones de belleza. Sólo que desde una perspectiva histórica y teórica. Yo hice la tesis sobre «Los peinados en Oriente». Por eso hice chino. Pensé que sería una ayuda, pero me equivoqué. De todos modos saqué el diploma con mención especial en psicología y arte.
—¿Y mientras estudiaba psicología, arte y chino ya pensaba dedicarse a la funeraria?
—De ninguna manera. ¿Le interesa realmente saber cómo fue? Se lo contaré porque fue una historia bastante poética. Verá, yo me licencié en el año cuarenta y tres y muchas chicas de la clase se fueron a trabajar en cosas relacionadas con la guerra, pero yo no, no me interesaba en absoluto. No es que sea antipatriota. Es que las guerras no me interesan y punto. Ahora está bien visto ser así. Pues yo ya lo era en el cuarenta y tres. En fin, yo tomé un empleo en el Beverly-Waldorf, en el salón de belleza, pero resultó que ni allí podías olvidarte de la dichosa guerra. Las señoras no pensaban en otra cosa que en bombardeos. Había una peor que todas las demás juntas; se llamaba señora Komstock. Aparecía todos los sábados por la mañana a ponerse azul en el pelo y a marcarse y se encaprichó conmigo; quería que lo hiciera siempre yo; no confiaba en nadie más, pero de propina sólo me daba un cuarto de dólar. La señora Komstock tenía un hijo en Washington y otro en Delhi, una nieta en Italia y un sobrino muy metido en publicidad y yo tenía que escucharla hablar de todos ellos cada sábado por la mañana hasta que temí ese día más que cualquier otro de la semana. Luego, al poco tiempo, la señora Komstock cayó enferma, pero ni así me pude librar de ella. Todas las semanas mandaba llamarme a que fuera a arreglarle el pelo a su casa y ella dale con el cuarto de propina, ni un centavo más, y dale con la manía de la guerra, sólo que comenzaba a desbarrar. Hasta que imagínese mi sorpresa el día que se me acerca el señor Jebb, el jefe, y me dice: «Señorita Thanatogenos, he de pedirle una cosa y casi no me atrevo a hacerlo. No sé qué pensará de ello, el caso es que la señora Komstock acaba de morir y ha llegado su hijo de Washington y tiene un gran interés en que peine a la señora Komstock como acostumbraba a hacerlo en vida. Por lo visto no existen fotografías recientes y en el Claro de los Susurros no conocen este estilo de peinado y el coronel Komstock es incapaz de describirlo con suficiente exactitud. De modo que, verá usted señorita Thanatogenos, a mí se me ha ocurrido pedirle si no le importaría demasiado hacerle este favor al coronel Komstock y personarse en el Claro de los Susurros para peinar a la señora Komstock tal como la recuerda el coronel.
»Bueno, me quedé que no supe qué pensar. En mi vida había visto una persona muerta porque papá abandonó a mi madre antes de morirse, suponiendo que haya muerto, que no lo sé, y mi madre se fue al Este a buscarlo cuando yo entré en la Universidad, y falleció allí. Y yo no había puesto los pies en el Claro de los Susurros porque después de arruinarnos, mi madre se hizo del Nuevo Pensamiento y no admitía la existencia de la muerte. Imagínese mis nervios la primera vez que vine aquí. Y luego todo resultó ser muy diferente de lo que yo me había figurado. En fin, usted ya lo ha visto y ya lo sabe. El coronel Komstock me estrechó la mano y dijo: "Joven, es una buena y noble acción la que usted está haciendo" y me dio cincuenta dólares.
«Luego me acompañaron a las salas de embalsamamiento y vi a la señora Komstock tendida sobre una mesa vestida de novia. En mi vida podré olvidar lo que vi. Estaba transfigurada. Esta es la palabra. Desde aquel día han sido incontables las ocasiones en que he tenido el gusto de enseñar a la gente sus seres queridos y más de la mitad me ha dicho: "Pero si están transfigurados." Por descontado que a ella todavía no le habían aplicado color y tenía el pelo desgreñado; estaba blanca como la cera, fría y silenciosa. Al principio me costó tocarla. Luego le lavé el pelo, se lo azulé y marqué como acostumbraba a llevarlo, todo rizado y abombado por los sitios que le escaseaba. Después, mientras estaba en el secador, la maquilladora le aplicó el color. Dejó que mirara cómo lo hacía y me dijo que había una plaza libre de aprendiza de maquilladora, y yo sin pensármelo dos veces, vuelvo y le digo al señor Jebb que dejo el trabajo. De eso hace casi dos años y no me he movido de aquí.
—¿Y no se arrepiente?
—No, nunca, ni pensarlo. Lo que le acabo de decir sobre el trabajo efímero es algo que todos los artistas piensan de vez en cuando respecto a su trabajo, ¿no cree? ¿No le ocurre a veces a usted?
—¿Y cobrará más que en el salón de belleza, espero?
—Sí, un poco más. Pero los seres queridos no pueden dar propinas, de modo que resulta casi lo mismo. Pero yo no lo hago por el dinero. Yo de buena gana lo haría por nada, sólo que una tiene que comer y que el Soñador da mucha importancia a que nos vistamos y acicalemos bien. Durante este año pasado le he tomado real afición al trabajo. Antes sólo me satisfacía la idea de hacer un servicio a alguien que no podía hablar. Más tarde comencé a caer en la cuenta de lo consolador que es para los demás. Es maravilloso comenzar el día sabiendo que vas a dar una alegría a un alma en pena. Por descontado que mi trabajo es una parte mínima del total. Yo me limito a echarles una mano a los especialistas pero a mí me corresponde ser la que muestra el producto acabado a los clientes y ver su reacción. Como ayer vi la suya. Usted es inglés y poco expresivo, pero me percaté perfectamente de sus sentimientos.
—Es innegable que Sir Francis ha quedado transfigurado.
—Debo a la llegada del señor Joyboy que me haya dado perfecta cuenta de la clase de sitio que es el Claro de los Susurros. El señor Joyboy es una especie de santo. Desde el día en que llegó el tono general de la funeraria se ha elevado muchísimo. Nunca olvidaré el tono con que una mañana el señor Joyboy dijo a uno de los más jóvenes del equipo: «Señor Parks, le ruego que tenga en cuenta que aquí no estamos en el Más Dichoso de los Cotos de Caza.»
Dennis fingió no reconocer el nombre, pero no pudo evitar sentir una hipodérmica punzada de agradecimiento por el hecho de que, unos momentos antes, al conocerse, hubiese resistido a la tentación de intentar crear un vínculo con ella mencionándole como de pasada a lo que se dedicaba en aquellos momentos. Hubiera sido muy contraproducente. Se limitó a mirar con rostro impávido a Aimée y ella dijo:
—Me imagino que no sabe de qué se trata. Es un sitio espantoso en que entierran animales.
—¿No es poético?
—No he estado nunca pero me han hablado de él. Tratan de imitarnos. Me parece una blasfemia.
—¿Y en qué piensa cuando viene aquí sola por las tardes?
—En la muerte y en el arte —contestó con simplicidad Aimée Thanatogenos.
—Medio enamorada del sosiego de la muerte.
—¿Cómo ha dicho?
—Citaba una poesía.
... A menudo
Me he medio enamorado del sosiego de la muerte,
En melancólicos versos le he llamado dulcemente
Para que se llevara al aire mi quedo aliento;
Ahora más que nunca pienso que es un don morir,
Acabar a medianoche sin sufrimiento...
—¿Lo ha escrito usted?
Dennis vaciló.
—¿Le ha gustado?
—¡Es muy hermoso! Es exactamente lo que he pensado muchas veces sin poderlo expresar en palabras. «Es un don morir» y «acabar a medianoche sin sufrimiento». Es precisamente la razón de existir del Claro de los Susurros, ¿no cree? Me parece maravilloso saber escribir estas cosas. ¿Lo ha escrito después de visitarnos?
—Fue escrito hace mucho tiempo.
—En fin, es igual, no hubiera quedado mejor de haberlo escrito en el Claro de los Susurros... en la misma Isla del Lago. ¿Se parece a lo que estaba escribiendo cuando llegué yo?
—No exactamente.
Desde la otra orilla, el carillón del campanario dio la hora de manera muy musical.
—Las seis. Hoy he de irme temprano.
—Y yo tengo que acabar una poesía.
—¿Se queda a terminarla?
—No. Lo haré en casa. La acompaño.
—Me encantaría leerla cuando esté acabada.
—Se la mandaré.
—Me llamo Aimée Thanatogenos. Vivo muy cerca de aquí, pero envíemela al Claro de los Susurros. Es mi auténtico hogar.
Cuando llegaron al transbordador, el barquero miró a Dennis con complicidad.
—Conque por fin se presentó, ¿eh, tú? —dijo.
Profesionalmente, el señor Joyboy era un hombre que hacía gala de una gran desenvoltura. Se quitó los guantes de goma como un guerrero de Oujda de regreso de las caballerizas, los arrojó a un cuenco en forma de riñón y se puso el limpio par que su ayudante le tendía. Luego cogió una tarjeta de visita, una en blanco de las que usaba la florista de abajo, y unas tijeras de cirujano. Sin desperdiciar ni un gesto, cortó una elipse, después recortó en medio centímetro las puntas del eje más largo. Se inclinó sobre el cadáver, tocó la mandíbula y la encontró anquilosada; apartó los labios y metió la tarjeta entre los dientes y las encías. Había llegado el momento clave; su ayudante miró con incondicional admiración la destreza con que el dedo pulgar doblaba las esquinas superiores de la tarjeta, la caricia con que las puntas de goma de los dedos volvían a colocar en su sitio los labios secos e incoloros. Y, ¡oh maravilla! En vez de la siniestra línea de resignación de hacía unos momentos, había ahora una sonrisa. Era una obra maestra. No se requería ni un solo retoque. El señor Joyboy retrocedió unos pasos para contemplar su obra, se quitó los guantes y dijo:
—Para la señorita Thanatogenos.
En las últimas semanas, las expresiones que desde el carrito de ruedas saludaban a Aimée habían pasado de serenas a exultantes. Las otras chicas tenían que trabajar con rostros serios, resignados o meramente vacuos; los de Aimée tenían todos una simpática y alegre sonrisa.
No es de extrañar que en las salas de cosmética, donde las horas de trabajo del personal entero eran iluminadas por el amor hacia el señor Joyboy, semejantes atenciones fueran vistas con muy mal humor. Por las noches, todas tenían su correspondiente novio o pretendiente; ninguna aspiraba seriamente a convertirse en la amiga del señor Joyboy. Cuando llegaba él, como todo buen profesor con sus estudiantes, soltando ora una palabrita de advertencia, ora una de encomio, poniendo de vez en cuando la mano sobre un hombro vivo o una cadera muerta, lo adoraban todas, era el Príncipe Azul, ninguna hubiera osado no tomar parte en su culto, pero sin que se les ocurriera pensar en él como posible premio.
Y Aimée tampoco se sentía muy cómoda en aquella situación de privilegiada. Sobre todo aquella mañana no disimuló su reacción al ver la sonrisa con que la saludaba el cadáver, porque acababa de tomar una medida que estaba segura no sería del agrado del señor Joyboy.
Corría por aquellas latitudes un director espiritual, un oráculo, famoso por la columna que redactaba a diario en uno de los periódicos locales. Antaño, en tiempos de mayor devoción familiar, se había titulado El Correo de la Tía Lydia; actualmente era La sabiduría del Gurú Brahmin, y contaba con la decorativa fotografía de un santón barbudo y casi en cueros. A pesar de su exotismo, no vacilaban en acudir a él muchos de los que tenían dudas o penas.
Hubiérase podido creer que en aquella punta del Nuevo Continente, la cordialidad sin ceremonias y la franqueza de expresión bastaban para disipar todas las dudas; que su generalizado buen humor barría todas las penas. Pero no: la etiqueta, la psicología infantil, la estética y el sexo asomaban también en aquel edén las cabezas; por eso el Gurú Brahmin se prestaba a ofrecer consuelo y a sugerir soluciones a sus lectores.
A él había escrito Aimée hacía cierto tiempo, cuando ya no le fue posible abrigar más dudas sobre el significado de las sonrisas. Su problema no eran las intenciones del señor Joyboy, sino las suyas. La respuesta no había sido del todo satisfactoria: «No, A. T., en mi opinión tú no estás enamorada... por ahora. La estima hacia el carácter de un hombre y la admiración por su destreza profesional pueden ser una base muy buena en que asentar la amistad pero no constituyen amor. Lo que nos dices de tus sentimientos cuando te encuentras ante su presencia, no nos induce a creer que exista afinidad física entre vosotros dos... aún no. Pero ten en cuenta que en muchos casos el amor llega tarde. Sabemos de casos que sólo han sentido el amor auténtico al cabo de varios años de matrimonio y de la llegada del primogénito. Continúa viendo con frecuencia a tu amigo. Puede que brote el amor.»
Esto fue antes de que Dennis Barlow aumentara el desconcierto de su conciencia. Habían pasado seis semanas desde aquel primer encuentro en la Isla del Lago, y aquella mañana, camino del trabajo, había echado al buzón una carta cuya redacción le había costado media noche de insomnio. Era la carta más larga de su vida:
«Querido Gurú Brahmin:
No sé si se acordará de que ya le escribí pidiendo consejo el pasado mes de mayo. Esta vez le envío un sobre con dirección y sello para que me conteste en privado ya que las cosas que voy a decirle no son del tipo que me gustaría ver mencionadas en el periódico. Le ruego que me conteste a vuelta de correo o lo más pronto que pueda porque estoy en un serio apuro y debo solucionarlo muy pronto.
»Por si no se acuerda de quién soy, paso a recordarle que trabajo junto a un hombre que es el jefe de mi departamento y que considero por muchas razones el ser más maravilloso que imaginarse pueda. Considero un gran privilegio disfrutar de la proximidad de persona tan diestra en su oficio, tan refinada, de un jefe con dotes naturales para serlo, de un artista y un dechado de buenos modales. De muchas formas aparentemente insignificantes este hombre me ha dado a entender que me prefiere a mí a todas las demás chicas y aunque todavía no me ha dicho nada al respecto, porque no es de los que actúan a la ligera, estoy segura de que me ama y que sus intenciones son honorables. Pero yo, cuando estoy a su lado, no siento lo que las otras chicas dicen sentir cuando están con sus novios ni lo que se ve en las películas.
»En cambio abrigo la sospecha de que estas cosas las siento con otro que no posee un carácter tan admirable, ni mucho menos. Para empezar es inglés y por lo tanto no muy americano en numerosos aspectos. No me refiero sólo a su acento y a la manera en que come, sino que demuestra ser cínico sobre cosas que deberían tomarse como sagradas. Sospecho que no profesa ninguna religión. Yo tampoco profeso ninguna porque en la Universidad fui una de las estudiantes progresistas y en lo que se refiere a la religión tuve una niñez muy desafortunada, pero soy muy moral. (Aprovechando la naturaleza confidencial de la presente añadiré que mi madre era alcohólica y que seguramente ésta es la razón por la que yo soy más sensible y reservada que la mayoría de las chicas de mi edad.) Este hombre tampoco tiene noción de los deberes y responsabilidades cívicas y carece de conciencia social. Es poeta y en Inglaterra le publicaron un libro que fue muy aplaudido por los críticos de aquel país. He visto el libro y algunas de las reseñas, por lo que no abrigo dudas de que ello sea verdad, pero le encuentro muy misterioso en lo referente a lo que hace aquí. A veces habla como si trabajara en el cine y a veces como si no hiciera otra cosa que escribir poesías. He visto su casa. Vive solo porque el amigo (hombre) con quien vivía falleció hace seis semanas. No creo que salga con otras chicas y no está casado. Dinero tiene poco. Es muy distinguido aunque en un estilo muy poco americano y resulta divertido cuando no es irreverente. Por ejemplo, con las obras de arte del Parque Rememorativo del Claro de los Susurros, a mi modo de ver el epítome de los mejores aspectos del estilo de vida americano, es con frecuencia irreverente. ¿Qué esperanzas existen entonces de alcanzar la auténtica felicidad con él?
»Además carece de cultura. Al principio me imaginé lo contrario, visto que era poeta, que había estado en Europa y conocido sus obras de arte, pero he descubierto que la mayoría de nuestros más grandes artistas no significan absolutamente nada para él.
»A veces es muy tierno y cariñoso, pero de pronto tiene un arranque de inmoralidad y me lo contagia a mí. Necesito su consejo con urgencia. Con la esperanza de no haberme excedido escribiendo una carta tan larga, se despide de usted cordialmente
Aimée Thanatogenos.
»Me ha escrito muchas poesías, algunas muy bellas y morales, otras no tanto.»
El hecho de que la carta estuviera en correos pesaba bastante en la conciencia de Aimée y se alegró mucho al llegar el final de la mañana sin recibir más señales de vida por parte del señor Joyboy que la acostumbrada sonrisa de bienvenida desde el carrito. Pasó la mañana muy ocupada en sus pinturas mientras Dennis Barlow trabajaba también de lo lindo en el Más Dichoso de los Cotos de Caza.
Tenían funcionando los dos hornos y seis perros, un gato y una cabra marroquí que eliminar. No estaba presente ninguno de los propietarios. Él y el señor Schultz trabajaban deprisa, sin estorbos. El gato y los perros representaban veinte minutos de trabajo. Con un rastrillo Dennis sacó las cenizas todavía calientes y las puso dentro de unos baldes etiquetados. La cabra les ocupó casi una hora. Dennis la fue mirando de vez en cuando por el cristal y finalmente machacó el cráneo y los cuernos con un palo hasta hacerlos polvo. Luego apagó el gas, dejó abiertas las puertas de los hornos y se dispuso a preparar los contenedores. Sólo uno de los propietarios se había avenido a comprar una urna.
—Yo me largo —dijo el señor Schultz—. ¿Le importa esperar a que se enfríen lo suficiente para empaquetarlos? Hay que llevarlos a casa, salvo la gata. Está destinada al columbario.
—De acuerdo, señor Schultz. ¿Qué hacemos con el recordatorio de la cabra? No podemos poner que está en el cielo moviendo la cola de alegría, porque las cabras no acostumbran a menear la cola.
—La menean cuando van a orinar.
—Bueno, pero no queda bien en un recordatorio. Son animales que no ronronean como los gatos. No cantan ni trinan como los pájaros.
—Entonces hay que limitarse al recuerdo.
Dennis escribió: Su Billy le recuerda en el cielo esta noche.
Removió los humeantes montoncitos grises del fondo de los baldes. Después volvió a meterse en su despacho y reanudó la lectura de La antología de Oxford de poesía inglesa en busca de un poema para Aimée.
No tenía muchos libros y comenzaba a agotar el material. Al principio había tratado de escribir las poesías él, pero ella había mostrado una clara preferencia hacia los antiguos maestros. Además, la Musa no le dejaba en paz. Había tenido que abandonar el poema comenzado, mucho tiempo atrás, le parecía a él, en vida de Frank Hinsley. Porque en él no había nada relacionado con las exigencias de la Musa. Ella quería algo acerca del Claro de los Susurros, pero ni siquiera era, salvo muy indirectamente, sobre Aimée. Tarde o temprano tendría que hacer algo para contentarla. Ella antes que nadie. Y mientras tanto Aimée tenía que ser alimentada del bote de las antologías. Una vez ella estuvo a punto de descubrir la verdad al observar que la poesía Compararte habré con un día de estío le recordaba un poema que había aprendido en la escuela, y otro día estuvo a punto de caer en desgracia al objetar ella los versos de Tendido en tu lecho de medianoche por inmorales. En cambio, Ora cae dormida la flor encarnada, ora la blanca había dado en el blanco, pero no conocía muchos poemas como éste, tan elevados, inspirados y voluptuosos. Los poetas ingleses no eran los guías más idóneos para el laberíntico amor cortés que se estilaba en California... casi todos resultaban excesivamente prosaicos, demasiado pesimistas, demasiado ceremoniosos, o excesivamente precisos: acostumbraban a regañar, a suplicar, a exaltar. Lo que Dennis requería era venderse; buscaba la forma de ofrecer a Aimée una imagen irresistible no tanto de las cualidades de ella, ni de las suyas, como de las increíbles delicias que él era capaz de darle. Era lo que se conseguía en las películas; lo que hacían admirablemente los cantantes populares; pero no, por lo visto, los poetas ingleses.
A la media hora se cansó de buscar. Los dos primeros perros ya estaban listos para ser empaquetados. Sacudió la cabra, las brasas aún encendidas bajo la capa gris y blanca. Aimée se iba a quedar sin poema. Como compensación la llevaría al Planetario.
Los embalsamadores comían igual que el resto del personal de la funeraria, pero lo hacían separadamente en una mesa del centro en que, según una tradición que, por reciente, no era menos sagrada, se echaban los dados de un cubilete de alambre y, el que perdía, pagaba la cuenta de todos. El señor Joyboy jugó, perdió y pagó tan contento. Al final del mes todos habían empatado sobre poco más o menos. El atractivo juego consistía en demostrar que eran hombres a quienes unos diez o veinte dólares al final de la semana les traían sin cuidado.
Junto a la puerta de la cantina, esperaba el señor Joyboy con un caramelo digestivo en la boca. Las chicas salían solas o en pares encendiendo cigarrillos; entre ellas, sola, Aimée, que no fumaba. El señor Joyboy se la llevó lejos del resto hacia el jardín francés. Se detuvieron al pie de una escultura alegórica que representaba «El enigma de la Existencia.»
—Señorita Thanatogenos —dijo el señor Joyboy—. Quiero que sepa lo mucho que aprecio su trabajo.
—Gracias, señor Joyboy.
—Se lo mencioné ayer al Soñador.
—Muchas gracias, señor Joyboy.
—Señorita Thanatogenos, hace tiempo que el Soñador está pensando en mejorar el servicio. Ya sabe que él siempre piensa en eso. Es un hombre de una imaginación que no tiene límites. Ahora piensa que ha llegado la hora de que las mujeres ocupen el lugar que les corresponde en el Claro de los Susurros. Trabajando en tareas inferiores han demostrado que son dignas de las superiores. Es más, él cree que existen personas de una delicadeza y sensibilidad que les impide cumplir con su deber hacia los seres queridos por una suerte de, digamos, mojigatería, pero que el doctor Kenworthy ve como una resistencia muy natural a permitir que sus seres queridos se encuentren en una situación de alguna manera impúdica. En pocas palabras, señorita Thanatogenos, el Soñador tiene la intención de enseñar a una mujer el oficio de embalsamamiento y la elección ha recaído, muy, pero que muy sabiamente, en usted.
—¡Oh, señor Joyboy!
—No necesita decir nada. Ya sé lo que siente. ¿Me permite que le transmita su consentimiento?
—¡Oh, señor Joyboy!
—Y ahora permítame tocar una nota más personal. ¿No cree que la noticia debe ser celebrada? ¿Me hará el honor de cenar esta noche conmigo?
—Oh, señor Joyboy, no sé qué contestar. Tengo una especie de compromiso.
—Esto era antes de que le diera la gran noticia. Ahora las cosas han tomado otro color, si me permite decirlo. Además, señorita Thanatogenos, mi intención no era, ni mucho menos, cenar a solas con usted. Yo la invito a mi casa. Señorita Thanatogenos, considero que tengo el derecho a aspirar al grandísimo privilegio de presentar a la primera mujer embalsamadora del Claro de los Susurros a mi madre.
Fue un día de emociones fuertes. Aimée no logró concentrarse en el trabajo entrada la tarde. Afortunadamente no hubo nada importante que hacer. Ayudó a la chica del cubículo vecino a pegar un toupé sobre un cuero cabelludo más resbaladizo de lo normal; repasó un bebé del sexo masculino con pintura de color de carne; pero sin dejar de pensar ni un instante en la sala de los embalsamadores, con el oído atento a los silbidos y chapoteos de los grifos, a las idas y venidas de los empleados que traían y llevaban los cuencos en forma de riñón, a las órdenes en voz baja cuando necesitaban hilo o ligamento. Jamás había puesto los pies al otro lado de la cortina de hule que guardaba la entrada a las salas de embalsamamiento; ¡y pensar que muy pronto las tendría todas a su disposición...!
A las cuatro, la maquilladora jefe le mandó que guardara las cosas. Ella ordenó los frascos y las pinturas con su meticulosidad habitual, enjuagó los pinceles y fue al vestuario a cambiarse.
Tenía que encontrarse con Dennis a orillas del lago. Él la hizo esperar y cuando por fin llegó aceptó la noticia de que se iba a cenar con irritante compostura.
—¿Con el Joyboy? —dijo—. Será divertido[2].
Pero ella estaba tan excitada con la noticia de aquella tarde que no pudo aguantarse las ganas de comunicársela.
—Vaya —dijo él—, no está nada mal. ¿Y cuánto dinero representa?
—No lo sé. No se me ocurrió preguntarlo.
—Pues será una bonita cantidad, a la fuerza. ¿Unos cien semanales, no crees?
—Oh, no creo que nadie fuera del señor Joyboy gane tanto.
—Bueno. Cincuenta seguro. Cincuenta no está mal. Nos podremos casar con esto.
Aimée se paró en seco y se lo quedó mirando.
—¿Qué has dicho?
—Que nos podremos casar, ¿no lo comprendes? Porque no va a ser menos de cincuenta, ya lo verás.
—¿Y se puede saber qué te hace pensar que yo me vaya a casar contigo?
—Pues porque, cariño, si no te lo he pedido antes ha sido por falta de dinero. Ahora podrás mantenerme tú, nada nos lo impide.
—Un americano se moriría de vergüenza si le mantuviera su mujer.
—Ya, bueno, pero yo soy europeo. En las civilizaciones más antiguas no tenemos esta clase de prejuicios. No diré que cincuenta sea mucho, pero estoy dispuesto a privarme de algunas cosas.
—Me pareces totalmente despreciable.
—No seas zoquete. Vamos, no te habrás enfadado de verdad, ¿eh?
Aimée estaba verdaderamente furiosa. Se marchó sin despedirse y aquella misma tarde, antes de prepararse para irse a cenar, garrapateó precipitadamente unas líneas al Gurú Brahmin: No hace falta que se tome la molestia de contestar a mi carta de esta mañana. Ya he decidido lo que tengo que hacer, y franqueó la nota como urgente dirigiéndola a la oficina del periódico.
Con mano firme Aimée cumplió con los ritos prescritos para toda muchacha americana que se dispone a salir con su novio... se humedeció los sobacos con una loción para sellar las glándulas del sudor, hizo gárgaras con otra destinada a dulcificarle el aliento, y se cepilló el pelo impregnándolo de unas gotas muy olorosas que provenían de un frasco cuya etiqueta rezaba así: «Poción de la jungla». Sacada de las profundidades de la ciénaga empestada de fiebre —aseguraba el anuncio del producto—, en que los tambores de los juju claman humanos sacrificios, La Poción de la Jungla es la última creación de Jeanette y llega a ti con la despiadada astucia del cazador caníbal.
Preparada, pues, para pasar una velada en familia, tranquila ya su conciencia, Aimée aguardó tras la puerta de su casa a oír el musical «¡Hola, aquí estoy!» del señor Joyboy. Iba muy dispuesta a no sublevarse contra el destino.
Pero la velada no resultó exactamente como ella se había imaginado. Su estilo dejó mucho que desear, en relación a lo que ella había esperado. La muchacha acostumbraba a salir poquísimo, casi nunca, y quizá por eso se había hecho una idea desmesurada de lo que iba a ser.
Se había hecho a la idea de que el señor Joyboy era todo un personaje en su profesión, contribuyente regular a El Ataúd, íntimo amigo del doctor Kenworthy, el único sol que brillaba en la funeraria. Se había contenido el aliento cientos de veces para repasar con pintura bermeja las inimitables curvas de su trabajo a mano. Sabía que era miembro del Rotary Club y Caballero de Pitias; su ropa y su automóvil eran impecablemente nuevos, por lo que ella había supuesto que su vida privada consistía en un mundo muy por encima de todo lo que ella había conocido. Pero no era así.
Bajaron un trecho bastante largo por el Boulevard de Santa Mónica y luego lo abandonaron para adentrarse en una urbanización. El barrio no prometía demasiado, más bien daba la impresión de haber sufrido un revés. Muchas de las parcelas estaban vacías, las ocupadas ya habían perdido la frescura de lo nuevo, y el chalet de madera ante el que se detuvieron no tenía mejor aspecto que los otros. Lo cierto es que los de las funenarias, por eminentes que sean, no cobran como las estrellas de cine. Además, el señor Joyboy era una persona prudente. Ahorraba y pagaba un seguro. Su ambición era causar una buena impresión ante el mundo. Cuando llegara el día, tendría esposa e hijos. Mientras tanto, lo que se gastaba para no lucir, lo que se gastaba en su mamá, era dinero tirado inútilmente.
—No sé por qué nunca encuentro el momento de arreglar el jardín —dijo el señor Joyboy vagamente consciente de cierta implícita crítica adversa en la mirada de Aimée—. Esta casita la compré precipitadamente para mamá cuando vinimos al Oeste.
Abrió la puerta principal, retrocedió para dejar pasar a Aimée y luego a sus espaldas gorjeó al estilo tirolés:
—¡Yuhuu, mamá! ¡Hemos llegado!
La casita resonaba con la voz prepotente de un varón. El señor Joyboy abrió la puerta e invitó a Aimée a que se adentrara al sitio del que emanaba un molesto ruido, una radio sobre una mesa colocada en el centro de una sala de estar de lo más vulgar. La señora Joyboy estaba sentada con el oído pegado a ella.
—Siéntese y no haga ruido —dijo la mujer— hasta que no haya terminado.
El señor Joyboy hizo un guiño a Aimée.
—Mamá odia no poder oír los comentarios de política —dijo.
—Silencio —repitió la señora Joyboy con furia.
Permanecieron en silencio diez minutos hasta que el estridente chorro de falsedades dio paso a otra voz más suave que se apresuró a aconsejarles el uso de una determinada marca de papel higiénico.
—Apágala —dijo la señora Joyboy—. En fin, dice que este año volverá a haber guerra.
—Te presento a Aimée Thanatogenos, mamá.
—Muy bien. La cena está en la cocina. Ve a por ella cuando te apetezca.
—¿Tienes hambre, Aimée?
—No, sí. Bueno, un poco.
—Vamos a ver qué sorpresa nos ha cocinado hoy la señora.
—Lo de siempre —dijo la señora Joyboy—. No tengo tiempo de dar sorpresas.
La señora Joyboy se dio la vuelta sin levantarse de la silla hacia un objeto que estaba junto a su otro codo extrañamente recubierto de un velo. Tiró del borde de un chal, descubrió una jaula de alambre, y en ella un loro casi totalmente desplumado.
—Sambo —dijo ella seductoramente—. Sambo.
El pájaro ladeó la cabeza y guiñó los ojos.
—Sambo —repitió ella—. ¿No me dices nada?
—Pero, mamá, si sabes que hace años que ya no habla.
—No para de hablar cuando tú no estás en casa. ¿Verdad, Sambo?
El pájaro ladeó la cabeza del otro lado, guiñó los ojos y de pronto pitó como un tren.
—¿Ves? Si no tuviera el amor de Sambo, más me valdría morirme.
Cenaron sopa de fideos enlatada, ensalada mezclada con trozos de carne y fideos también de lata, helado y café. Aimée ayudó a transportar las bandejas. Aimée y el señor Joyboy quitaron las cosas de la mesa y pusieron mantel y cubiertos. La señora Joyboy los observó con expresión malévola sin moverse de la silla. Las madres de los grandes hombres acostumbran a desconcertar a las admiradoras de sus hijos. La señora Joyboy tenía los ojos pequeños y coléricos, el pelo rizado, llevaba un pincenez sujeto a una nariz bastante gruesa, los cabellos despeinados, e iba vestida de modo absolutamente insultante.
—Normalmente no vivimos así, ni tampoco en sitios como éste —dijo ella—. Somos del Este, y de haberme hecho caso, viviríamos allí. En Vermont teníamos una muchacha de color que venía a diario a hacer el trabajo de la casa... por quince dólares y tan contenta. Aquí eso no se encuentra. Aquí no hay nada de nada. Fíjate en esta lechuga. En el sitio donde nosotros nacimos hay más cosas, mejores y más baratas. Y no es que nadáramos en la abundancia. ¡Con lo que me dan para llevar la casa!
—A mamá le encantan los chistes —dijo el señor Joyboy.
—¿Chistes? ¿Consideras que es un chiste que tenga que llevar una casa con lo que me das y encima con visitas a cada momento? —Luego añadió clavando los ojos en Aimée—. Y en Vermont las chicas trabajan.
—Aimée trabaja mucho, mamá; ya te lo he dicho.
—¡Vaya trabajo! Si fuera hija mía no se lo permitiría. ¿Dónde para tu madre?
—Se fue al Este. Creo que ha muerto.
—Mejor muerta que viva en este sitio. ¿No crees? Así es como los hijos cuidan de los padres hoy en día.
—Vamos, mamá, tú no tienes motivo para decir estas cosas. Yo te cuido...
Más tarde, al fin, se presentó la oportunidad de que Aimée cogiera el portante sin que resultara demasiado descortés; el señor Joyboy la acompañó a la puerta.
—La acompañaría a casa —dijo— pero no me gusta dejar sola a mamá. El autobús para en la esquina. No tendrá problemas.
—Oh, claro que no —dijo Aimée.
—Mamá la ha encontrado muy simpática.
—¿Ah, sí?
—Pues sí. Se nota en seguida. Cuando una persona cae simpática a mamá, se nota en seguida por la naturalidad con que la trata, como a mí.
—Me trató con mucha naturalidad, eso sí.
—Le aseguro que sí. Sí, la ha tratado con naturalidad, no cabe duda alguna. Ha causado una gran impresión a mamá.
Aquella noche, antes de acostarse, Aimée escribió otra carta al Gurú Brahmin.